mercredi 27 février 2013

Poesía española (II)

Leopoldo Panero responde a Pablo Neruda


Como el dolor que en el dolor se injerta,
una guerra es a muerte, y sin rescate;
mas florece a través la sangre yerta.

Una guerra es un íntimo combate
y no una voluntad a sangre fría:
donde cae Federico, el agua late;
donde cayó un millón la tierra es mía.

Unos caen, otros quedan, nadie dura;
y tan sólo el Alcázar no caía.

Pero alguno se acuesta en sepultura
de eternidad. ¿Y qué? Como Pizarro.

Como otro crucifijo que madura.


Así es la piel de España: un sólo carro
de andadura entregada, y polvareda
de aislado chopo junto a gris chaparro.

Así la tierra el corazón hereda,
abandonada a secular camino
de majestad y de absoluta rueda.

Cual vuela una calandria o rompe un pino
de sed recalcitrante (que se pierde,
tras el polvo celeste, en halo fino),
la antigua hiedra sus murallas muerde;
y el Duero que transcurre en Tordesillas
lo vio la Reina Loca largo y verde.

Porque toda la locura tiene orillas
de amor, España es patria de los Andes
y de mil cosas ciertas y sencillas.

Mas tú el mercurio del rencor expandes
a la febril canción, aunque el carrillo
vence a la bofetada en almas grandes.

Tus insultos de perra son tu anillo
de Judas, agarrado a tu pescuezo,
con trágico vaivén verdiamarillo.

Como una sacudida de cerezo,
vísperas de San Juan; como se asombra
la pupila del niño que habla en rezo;
como el huerto en rubor; como se nombra
el nombre de una madre que se entierra,
y se hunde, y deposita, en santa sombra;
como el millón de muertos de la guerra;
como el hogar nacido del trabajo
que en música descalza nos encierra;
nosotros, españoles a destajo,
—y a mucha prez en español me quedo­—
somos a dura roca, como el Tajo,
paredes del Alcázar de Toledo;
y a dura roca, con celeste filo,
palpamos nuestra herida con el dedo.

La arisca independencia es nuestro estilo;
el dos de mayo nuestro sacro uso;
y el sueño en vida nuestro eterno asilo.

Porque España es así (y el ruso, ruso),
hoy preferimos el retraso en Cristo
a progresar en un espejo iluso.

Mi fe es también creer lo que no he visto,
pero que sólo con cerrar los ojos,
perpetuamente sé que lo conquisto.

Se ha dicho tanto mal de la Conquista,
española y feroz, Pablo Neruda,
que no hay sin sonreír quien lo resista.

Que algo es algo verdad no cabe duda.

Y un tercer algo justo, y como acero:
lo que hace un español su ser no muda,
y es, lo quieran o no, muy duradero.

Se necesita estar del todo loco,
o ronco, sordo, vano, roto y huero,
para hablar de Cortés con el descoco
de un profesor inglés de hace cien años,
enterado de España adrede y poco.

La lentitud que inventan los rebaños
de Extremadura es piedra de cantera
para estatuas de todos los tamaños.

Cual se sume el invierno en la pradera,
el tiempo da a los toros sangre y casta;
y el toro improvisar locura fuera.

Quien reparte su vida no la gasta,
porque es la vida toda de una pieza
y la más breve gota a sí se basta.

[...]



Creí leer, por fin, la poesía
(mojada por la voz del buen Neruda)
que anhelaba llorar lo que quería.

Tan bello es tu poema que te ayuda,
por vez primera, el corazón lejano;
pero es mejor tener la lengua muda
si es que un niño no llevas de la mano:
cobardemente, en alevosa frase,
acusas, a quien sabes, de villano.




No hay dos, ni tres, ni cuatro: hay una clase
de hombres: el de verdad; aunque en contienda
de hermano con hermano el suelo arrase.

Es tu exacta mentira tan tremenda,
tan brumosa, injuriosa, venenosa,
que arrancarte la lengua es poca enmienda;
y aún sólo caridad mi mano osa.

Pablo: mancillas a Miguel: mancillas
a Federico: escupes en su fosa.

Pecas contra ti mismo cuando pecas,
y el aura milagrosa se evapora
de tus ramas, que gimen como huecas.

En todo sufrimiento está el que llora
y el que a ciegas se funde a su alegría
al mismo tiempo y en la misma hora.

Porque en eso consiste la agonía
(mi historia personal es testimonio),
y en eso, la unidad de España y mía.

[...]

La discriminación racial, Neruda,
no es nuestro fuerte: y lo inventó Inglaterra,
como es muy natural, en propia ayuda.

¿Somos aquí, o no somos, otra tierra?

No te puedo decir, querido, odiado,
distinguido Señor, ni hijo de perra.

Te digo simplemente: Pablo helado
y roto (como el cardo): y sin raíces;
hecho de vanidad, que te ha empujado.

Todo lo que acaricias, lo maldices;
exactamente igual que el yermo cardo;
y España es un montón de cicatrices.

Pero también un mapa para el nardo,
voceado a viva voz (donde hay rocío),
cual mirlo o ruiseñor de cuello pardo.

¿Somos aquí, o no somos, otro río
de gente a plena calle enamorada,
con algo enteramente tuyo y mío?


Canto Personal. Carta perdida a Pablo Neruda
Leopoldo Panero


mardi 26 février 2013

Poesía española

Fluir de España

Voy bebiendo en la luz, y desde dentro
de mi caliente amor, la tierra sola
que se entrega a mis pies como una ola
de cárdena hermosura. En mi alma entro;

hundo mis ojos hasta el vivo centro
de piedad que sin límites se inmola
lo mismo que una madre. Y tornasola
la sombra del planeta nuestro encuentro.

Tras el límpido mar la estepa crece,
y el pardo risco, y la corriente quieta
al fondo del barranco repentino

que para el corazón y lo ensombrece,
como gota del tiempo ya completa
que hacia Dios se desprende en su camino.





Las manos ciegas

Ignorando mi vida,
golpeado por la luz de las estrellas,
como un ciego que extiende,
al caminar, las manos en la sombra,
todo yo, Cristo mío,
todo mi corazón, sin mengua, entero,
virginal y encendido, se reclina
en la futura vida, como el árbol
en la savia se apoya, que le nutre,
y le enflora y verdea.
Todo mi corazón, ascua de hombre,
inútil sin Tu amor, sin Ti vacío,
en la noche Te busca,
le siento que Te busca, como un ciego,
que extiende al caminar las manos llenas
de anchura y de alegría.



Leopoldo Panero Torbado
Poeta español nacido en Astorga, León, en 1909.
Estudió en la Universidad en Valladolid donde brilló por su talento, experimentando con el verso libre, el dadaísmo, y el surrealismo.
En 1930, viajó a Tours, Poitiers y Cambridge para estudiar literatura francesa e inglesa.
De su obra poética se destacan: «La estancia vacía» 1944, «Versos al Guadarrama» 1945, «Escrito a cada instante» en 1949 y «Canto personal» 1953. En 1960 publicó «Cándida» considerada como su obra maestra.
Entre los galardones recibidos se destacan el premio Fastenrath de la Real Academia Española y El Premio Nacional de Literatura en 1949.
Murió en León en 1962.

Casa de Leopoldo Panero, Astorga.

 


vendredi 15 février 2013

Cartas maragatas (VI): Napoleón en Astorga

El caballo sobre el que se yergue el Emperador pugna, con fuertes tirones, por despegar sus patas del fango en que se hunde y por despegar su cuerpo de la negra gelatina de la noche en que se envuelve. Viento revuelto en agua turbia ciñe, en remolinos, el busto de Napoleón, apretando húmedas sus ropas a las carnes o tirando de ellas en súbitos desgarrones. La mano izquierda sujeta el bicornio, que lucha por escaparse en las ráfagas: rechinan de rabia los dientes, goteantes las mejillas de un agua que se clava como cien puñales de hielo.

Se desatornillan los árboles. Se desarticulan, huracanados, los ríos. Fugaces relámpagos invernales alumbran, en trágicos contraluces, a estas sombras de caballos desbocados, de cañones volteados, de granaderos de la Guardia Imperial que se tambalean agarrándose al viento; de jinetes que, ante la imposibilidad de seguir, nadando en el barro, se descerrajan un tiro en la sien.

«No recuerdo –dice el barón de Marbot- marcha tan penosas» como esta de la noche última del año 1809 desde Benavente a Astorga. Viene Napoleón persiguiendo al ejército británico que, mandado por el mariscal Moore, se retira desde Castilla a Galicia. Moore ha hecho prisionero al general francés Lefebvre, y esto –duro golpe al prestigio imperial- acrece la furia de Bonaparte: quiere a toda costa alcanzar al inglés. Pero el paisaje entero –la tierra, el cielo, las sobras, los ríos-, tomando dramática movilidad, como un monstruo, se le echa encima, sujetándoles. Y es tanta la fuerza de los elementos, que sobre el deseo de alcanzar al inglés se abre ahora en la mente imperial otro deseo más próximo...

«En el corazón del invierno –ha escrito bellamente Santiago Amaral-, el ejército se moría, enorme y fatal; sus flancos eran mordidos por las guerrillas; si lograba la entrada en una ciudad se amoldaría la masa de sus hombres al amparo de las murallas, como una imprevista marea llena y desbordando las bahías»

La meta, así deseada, era la ciudad de Astorga.

Ha cedido el viento y se ha detraído la lluvia. Las vanguardias imperiales –siete mil hombres, que manda el general Burnes- entran en Astorga, desierta, musgosa y húmeda. Un correo de Francia, rasgadas las ropas en el vendaval, entrega al Emperador, cuando este traspone las puertas de la ciudad, urgentes despachos. Arde Napoleón en deseo de romper los lacres; tanto, que no puede esperar a entrarse bajo techo, y en la vieja plaza del Pozo de Astorga –destartalada e irregular-, a la luz de las hogueras en que los granaderos secan sus ropas, entre un relumbre de bayonetas, de sucios charcos y de bajas casas de barro; apoyado, quizá, en el brocal del pozo de la leyenda, nerviosos los ojos sobre el papel, el Corso conoce la posibilidad de que en breve Austria le declare la guerra.

Pensativo va Napoleón hacia el Palacio Episcopal- apoyada en los botones del pecho su mano derecha; a la espalda su mano izquierda- entre antorchas que se balancean al saltar sobre los charcos los soldados que las portan.

Resuenan las pisadas, largas, en la oquedad de las calles. Porque Astorga, erguida sobre un altozano, ceñida de murallas en parte ruinosas, punto que cierra las comunicaciones entre Castilla y Galicia, sin guarnición que la defienda, ha sido una angustiosa desbandada –hombres, mujeres y niños- hacia los campos, bajo la tempestad de este día y ante el anuncio de la llegada de Napoleón.

El obispo, don Manuel Vicente Martínez Jiménez, ha reunido precipitadamente a la Junta de Defensa, que él preside. El viejo Corregidor pregunta:

-Y nosotros, ¿qué hacemos?

El prelado, irguiéndose:

-Quedarnos frente a Napoleón.

Vacíos también, inmensos de frialdad y desconchados, los salones del Palacio Episcopal pesan sobre la muralla y se cobijan bajo la sombra inmensa, cuyas cúpulas rasgan las nubes, de la Catedral.

La Guardia Imperial, que a viva fuerza ha expulsado a los Familiares del Prelado, enciende las chimeneas. Arrastra Napoleón sus espuelas en el zaguán salpicado de barro y los granaderos de la Guardia le rinden armas. Rápido, de dos en dos, sube los escalones. Y ordena al Obispo que comparezca a su presencia.

«Un cuarto de hora –dice Rodríguez Díez- duró la entrevista entre el prelado y el Emperador. Se abrió la puerta. A Napoleón le fulgían los ojos de rabia impotente sobre sus hombros achaparrados. El humilde D. Manuel Vicente Martínez tenía una dura mirada impasible...»

El mariscal Ney ordena al Obispo que se traslade a Madrid para acatar la autoridad de José Bonaparte. Se niega el prelado, y entre bayonetas es sacado del Palacio: estas mismas bayonetas que el 15 de enero le llevarán prisionero a Madrid, «acomodado en el carro de un maragato».

Napoleón se ha derrengado en un sillón, a la orilla de la chimenea, cuyas llamas le acarician suavemente, sumergiéndole en dulce sopor.

El atentado

Pero ¿han abandonado el Palacio todos los Familiares, clérigos y seglares del prelado?

Así lo creen los miembros de la Guardia Imperial; pero no es así. Alguien ha quedado escondido en los desvanes, provisto de un arma de fuego. Duerme el Emperador plácidamente al calor de la chimenea. Dos ojos, como brasas, fulgen, de española fiebre vindicativa, en la oscuridad. Una pistola encañona al Emperador; se alza el gatillo. (Un instante, un minuto en que el pulso de la Historia se detiene: ¿qué rumbo tomará el destino del mundo en este momento tan singular?)

Pero, súbito, una mano, también española, desvía, desde la espalda, el cañón.

Al ruido, el Emperador despierta sobresaltado. Gritos anchos por los pasillos del Palacio. La Guardia Imperial corre hasta el salón.

Y ahora, ante el Emperador, los dos Familiares: el uno, mordiéndose los labios de rabia ante el fracaso de su brazo fanático, que él creía guiado por la mano de Dios; el otro, baja la cabeza, con un poco de vergüenza ante el sesgo de su acción, que impidió la inmolación de una vida, aunque esta fuera la de Bonaparte.

Napoleón –la mano a la espalda, la mano al pecho –pasea nervioso y meditabundo ante los dos españoles. Los granaderos de la Guardia, firmes, esperan su decisión.

Fuentes históricas del hecho

¿Fuentes que avalen este singular suceso de la vida del Corso? No pueden ser, a nuestro juicio, más fidedignas. Testimonios de muchos astorganos que, en aquellas horas no abandonaron Astorga lo atestiguan. Y una constante tradición que aun machaquea en la ciudad, lo corrobora. El sabio polígrafo D. Marcelo Macías narra el hecho en su libro «El húsar Tiburcio», como recogido de labios de su padre, D. Esteban Macías, que era en 1808 diputado del Común del Ayuntamiento y miembro destacado de la Junta de Defensa de Astorga, en contacto constante con el prelado. El historiador de Astorga D. Matías Rodríguez Díez, que, de «visu propio», casi alcanzó los días de la Independencia, lo toma «de labios muy autorizados».

Sin embargo, pudiera parecer extraño el silencio sobre este punto del barón de Marbot, que acompañaba a Napoleón en Astorga y que reseñó su estancia en la misma. Tomando como base este silencio, el Sr. Salcedo Ruiz, en su «Monografía de Astorga en la guerra de la Independencia», pone en duda el suceso, por no comprender «que el Sr. Obispo quedara en Astorga con familiares cuando habían abandonado la ciudad todos los habitantes».

Y fueron D. Paulino Alonso y Fernández de Arellano y D. Rutilio Manrique quienes, en su obra «Astorga heroica», probaron, de manera auténtica –manuscritos del Cabildo Catedral de Astorga, exposición del prelado al Consejo de Regencia y Actas Capitulares de 1810-, la presencia en Astorga por aquellas horas del prelado, de la Junta de Defensa y de muchos vecinos, y la entrevista de Napoleón con el Obispo y otros extremos que desvirtúan las afirmaciones de Salcedo y los «cuentos» y omisiones, siempre interesados, de Marbot, para concluir –ellos tan escrupulosos siempre de la verdad histórica- en la realidad del atentado.

Una variante introduce la tradición. Variante que D. Eduardo Aragón recogió en su entremés teatral «Napoleón en Astorga». Y es esta: nadie arrancó el arma de las manos del Familiar del Obispo. Fue un rapto de arrepentimiento del propio agresor en que desvió el disparo. Fueron los dos impulsos –venganza y caridad-, no sobre dos almas distintas, sino entremezclados en una sola alma española.

Y sigue el hilo del suceso...

Napoleón, deteniendo su paso, echó atrás la cabeza; desarticuló el gesto y tendiendo la mano firma hacia los detenidos, gritó feroz, queriendo ser dulce:

-Dejadles libres. Yo les perdono.

Y giró brusco, volviendo la espalda y recogiendo, de un golpe, sobre el rostro el rojo transparente de la chimenea.

Y otra vez solo el Corso. Y otra vez el sueño, ahora inquieto, sobre su cabeza entrecalva.

Y cuando la luz fría de la madrugada –escuetas heladas de Astorga- rompe el negror de los vidrios y resbala sobre la cabeza de Napoleón, nuevo tumulto en el Palacio.

Cinco soldados franceses han sido asesinados durante la noche. Bonaparte da órdenes terminantes:

-Como nadie delata a nadie, serán detenidos los concejales del Ayuntamiento.

Un viento finísimo lima las fachadas y las torres de la ciudad, haciéndolas destacar más limpias en el sangriento crepúsculo de enero.

En las calles, solo el paso isócrono de los centinelas franceses.

Los concejales se aprestan a morir.


Alguien, afrancesado, sopla al oído del Emperador ciertos nombres: los nombres de los criados de un curtidor llamado Domingo, al mismo tiempo que para ellos pide piedad.

Brama, cada vez con más cólera, Napoleón:

-No hay posible perdón.

«Y los criados del curtidor –afirma Rodríguez Díez- fueron pasados por las armas

¿Qué extrañas reacciones son las de este hombre que, en un mismo día, perdona a un frustrado asesino y no tiene piedad para los asesinos de sus soldados?

Geniales, generosas y crueles veleidades las suyas...

Tan grande es este momento de la vida de Napoleón –no recogido en ninguna biografía suya- que bastaría por si solo para reflejar una vida.


Luis Alonso Luengo era,
hasta 2003,
 el último miembro vivo
de la que Gerardo Diego llamó
Escuela de Astorga

A los dos días Bonaparte, abandonando definitivamente la empresa de perseguir al inglés, acuciado por el problema de Austria, toma el lento camino de Valladolid.

 Sombras en la ciudad

Tras la tensión angustiosa que sobre Astorga puso la entrada del Emperador, un hondo desmayo, un vació inmenso, aplana sus calles.

Poco a poco van tornando los vecinos, que rehacen sus saqueados hogares, ignorantes de lo que en breve les espera: el terrible sitio que a la plaza –que defenderá el general Santocildes- ha de poner el francés.

Una sombra parece agigantarse, como una luna enorme y monstruosa, sobre el caserío: una sombra de bicornio duro, apretado gesto y manos a la espalda.

La chimenea aquella del Palacio del Obispo será ya siempre para las gentes de Astorga, «la chimenea de Napoleón»: otra sombra también, preguntádselo los viejos que lo cuentan y a los niños que lo cantan, gravitando sobre la ciudad desde el día aquel –23 de diciembre de 1866- en que un fuego casual hizo pavesas del viejo caserón del Obispo astorgano.

Luis Alonso Luengo


jeudi 14 février 2013

Pensamiento geopolítico de Benedicto XVI

Aunque sin duda es pronto para situar correctamente en la historia a aquel que dentro de pocos días dejará de conducir la barca de San Pedro, no me resisto a dar unas pinceladas al respecto y abrir la puerta a la reflexión y el debate.

De entrada empecemos con una obviedad: Benedicto XVI no ha sido, no es, Juan Pablo II. Cuando un gigante de la talla de Juan Pablo II se fue de la escena política, casi de forma natural, surgió la pregunta de si su sucesor sería capaz de mantener el papado en el centro de la escena mundial. Se ha dicho que el antiguo cardenal, y Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, y hasta el pasado lunes Papa Benedicto XVI no hace política, pero esto no es cierto. Sucede sin embargo que Benedicto XVI hacía política de una forma original, incluso imprudente a veces, de acuerdo con los cánones del realismo diplomático que maneja la Santa Sede. Si Juan Pablo II fue el Papa de las intuiciones deslumbrantes, Benedicto XVI es el Papa del razonamiento metódico y la acción. El primero fue sobre todo la imagen, este último es principalmente “logos”.

Benedicto XVI es un teólogo y un intelectual, que ha hecho de la denuncia de la dictadura del relativismo, el empeño de conciliar la fe y la razón, la crítica del capitalismo de corte neoliberal y la preocupación por la ecología, los ejes principales de su papado.

Efectivamente, el pensamiento político del que aún hoy es nuestro Santo Padre, Vicario de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, pivota sobre dos principios: la crítica al capitalismo financiero incontrolado y la preocupación por el medio ambiente. Ambos forman un todo correlacionado, pues el capitalismo sin control termina por afectar al medio ambiente en su ansia por explotar la mayor cantidad de recursos minerales y energéticos disponibles para mantener el bienestar adquirido por los países más desarrollados y ampliar la asimetría entre los países ricos y los países pobres, fomentando así el surgimiento de conflictos que minan la posibilidad de una paz estable y duradera.

La crítica al capitalismo salvaje

El Papa ha denunciado claramente, en varias ocasiones, lo que define como “capitalismo financiero sin reglas”, que prevarica sobre la política y altera la estructura económica real, y que considera a los trabajadores como bienes menores. Pero esas declaraciones, tan claras y expresas, son recientes en el tiempo. Años atrás lo hacía de forma más cautelosa. Una muestra de esta cautela la tenemos en el libro que escribió sobre el Jesús histórico “Jesús de Nazaret”. Muy pocos esperarían encontrar en el libro algo más que las reflexiones de un teólogo y un intelectual de gran altura, como es el Papa, sobre el Jesús histórico y su más que probada existencia. Y mucho menos algo que tuviera que ver con la geopolítica mundial. Pero una vez más, nos sorprende, por ejemplo, en la meditación sobre la parábola del buen samaritano:

La vigencia de la parábola es obvia. Si la aplicamos a las dimensiones de una sociedad globalizada, vemos cómo la población de África, que se encuentra ella misma robada y saqueada, es de relevancia personal para nosotros. Así vemos qué cerca están de nosotros; también vemos que nuestro estilo de vida, la historia en la que estamos envueltos, los ha privado y continúa haciéndolo. En esto, por encima de todo, está comprendido el hecho de que los hemos herido espiritualmente. En lugar de darles a Dios, el Dios cerca de nosotros en Cristo, y por eso dando la bienvenida a todos lo que es grande y precioso de sus tradiciones y llevándolo a su logro, los hemos conducido al cinismo de un mundo sin Dios en el que sólo cuentan el dinero y el poder. Hemos destruido los criterios morales, de manera que la corrupción y la voluntad de poder, sin escrúpulos, se hacen algo obvio. Y esto no ocurre sólo en África

Entenderemos mejor las palabras del Papa si mencionamos que África tiene, a día de hoy, el 80% de las reservas a nivel mundial de recursos estratégicos como petróleo, gas o coltán y que un ciudadano norteamericano consume tres veces más agua que uno europeo y éste tres veces más que un africano.

A este hecho hay que unir que las grandes corporaciones y los países más ricos tienen posibilidades de financiación que van mucho más allá de lo que les permitiría el comercio a través de sus reglas de valoración.

De igual forma, este desplazamiento sordo y paulatino, en el control de las finanzas mundiales, refleja el desplazamiento de poder que se está operando desde los Estados hacia esas organizaciones, igualmente jerárquicas y centralizadas, que son las empresas capitalistas transnacionales.

El Papa es consciente de que, como ocurrió con los recursos naturales durante el reparto colonial del mundo, el proceso de globalización al que asistimos nos empuja hacia un juego económico de suma cero, en el que las ganancias de unos han de ser necesariamente sufragadas por otros.

La preocupación por el medio ambiente

En el año 2009, Foreign Policy clasificó a Benedicto XVI en el lugar 17 entre los “100 mayores pensadores globales” del año. Entre los méritos que la publicación atribuye al pontífice está el hecho de haber colocado a la Iglesia, de manera inesperada, a la cabeza de la defensa del medio ambiente y en la denuncia del cambio climático. Y ello a pesar del sonado fracaso de la Cumbre de Copenhague sobre el medio ambiente, organizada por las Naciones Unidas, en ese mismo año. Los países ahí reunidos no fueron capaces de aportar una solución viable a los problemas ecológicos mundiales.

El Papa Benedicto XVI ha sido llamado el “papa verde” por su preocupación por el medio ambiente. Una muestra de esta inquietud permanente es que ha hecho instalar paneles solares para la producción de electricidad en los techos del Vaticano y en su casa de Alemania. Además, el Vaticano es el primer estado neutral en emisiones de CO2 a través de la reforestación de bosques que compensan sus emisiones.

La encíclica “Cáritas in veritate” es también un reflejo de esa preocupación, en la que el Papa toca temas candentes; donde convergen la política y la economía como la explotación de los recursos no renovables y la justicia hacia los pueblos más pobres. En dicha encíclica, Benedicto XVI escribe: “El medio ambiente es un regalo que Dios nos hace a todos, y en el uso que le demos tenemos una responsabilidad hacia los pobres, hacia las generaciones futuras y hacia la humanidad en su conjunto”.

La preocupación por el cambio climático de los países desarrollados es sólo la punta del iceberg de un problema mucho mayor, que consiste en el permanente y sistemático uso de los recursos del planeta sin posibilidad de reposición. El cambio climático no sería más que una de las consecuencias de este hecho.

De esta forma el Papa une la cuestión del medio ambiente con la preocupación de los más pobres y la responsabilidad de las grandes potencias. La crítica, aunque suave en las formas, no deja de ser un posicionamiento geopolítico claro y un llamamiento a una redistribución global de los recursos energéticos, de manera que los países que no los tienen puedan acceder a ellos, expresando así su preocupación por lo que algunos denominan “new cold war” por el control de los recursos estratégicos del planeta.

Juan Pablo Somiedo

mercredi 13 février 2013

Miserere, Domine, quia peccavimus.

Con este día de penitencia y de ayuno —el miércoles de Ceniza— comenzamos un nuevo camino hacia la Pascua de Resurrección: el camino de la Cuaresma. Quiero detenerme brevemente a reflexionar sobre el signo litúrgico de la ceniza, un signo material, un elemento de la naturaleza, que en la liturgia se transforma en un símbolo sagrado, muy importante en este día con el que se inicia el itinerario cuaresmal. Antiguamente, en la cultura judía, la costumbre de ponerse ceniza sobre la cabeza como signo de penitencia era común, unido con frecuencia a vestirse de saco o de andrajos. Para nosotros, los cristianos, en cambio, este es el único momento, que por lo demás tiene una notable importancia ritual y espiritual. Ante todo, la ceniza es uno de los signos materiales que introducen el cosmos en la liturgia. Los principales son, evidentemente, los de los sacramentos: el agua, el aceite, el pan y el vino, que constituyen verdadera materia sacramental, instrumento a través del cual se comunica la gracia de Cristo que llega hasta nosotros. En el caso de la ceniza se trata, en cambio, de un signo no sacramental, pero unido a la oración y a la santificación del pueblo cristiano. De hecho, antes de la imposición individual sobre la cabeza, se prevé una bendición específica de la ceniza con dos fórmulas posibles. En la primera se la define «símbolo austero»; en la segunda se invoca directamente sobre ella la bendición y se hace referencia al texto del Libro del Génesis, que puede acompañar también el gesto de la imposición: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19).

Detengámonos un momento en este pasaje del Génesis. Con él concluye el juicio pronunciado por Dios después del pecado original: Dios maldice a la serpiente, que hizo caer en el pecado al hombre y a la mujer; luego castiga a la mujer anunciándole los dolores del parto y una relación desequilibrada con su marido; por último, castiga al hombre, le anuncia la fatiga al trabajar y maldice el suelo. «¡Maldito el suelo por tu culpa!» (Gn 3, 17), a causa de tu pecado. Por consiguiente, el hombre y la mujer no son maldecidos directamente, mientras que la serpiente sí lo es; sin embargo, a causa del pecado de Adán, es maldecido el suelo, del que había sido modelado. Releamos el magnífico relato de la creación del hombre a partir de la tierra: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que él había modelado» (Gn 2, 7-8). Así dice el Libro del Génesis.

Por lo tanto, el signo de la ceniza nos remite al gran fresco de la creación, en el que se dice que el ser humano es una singular unidad de materia y de aliento divino, a través de la imagen del polvo del suelo modelado por Dios y animado por su aliento insuflado en la nariz de la nueva criatura. Podemos notar cómo en el relato del Génesis el símbolo del polvo sufre una transformación negativa a causa del pecado. Mientras que antes de la caída el suelo es una potencialidad totalmente buena, regada por un manantial de agua (cf. Gn 2, 6) y capaz, por obra de Dios, de hacer brotar «toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer» (Gn 2, 9), después de la caída y la consiguiente maldición divina, producirá «cardos y espinas» y sólo a cambio de «dolor» y «sudor del rostro» concederá al hombre sus frutos (cf. Gn 3, 17-18). El polvo de la tierra ya no remite sólo al gesto creador de Dios, totalmente abierto a la vida, sino que se transforma en signo de un inexorable destino de muerte: «Eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3, 19).

Es evidente en el texto bíblico que la tierra participa del destino del hombre. A este respecto dice san Juan Crisóstomo en una de sus homilías: «Ve cómo después de su desobediencia todo se le impone a él [el hombre] de un modo contrario a su precedente estilo de vida» (Homilías sobre el Génesis 17, 9: pg 53, 146). Esta maldición del suelo tiene una función medicinal para el hombre, a quien la «resistencia» de la tierra debería ayudarle a mantenerse en sus límites y reconocer su propia naturaleza (cf. ib.). Así, con una bella síntesis, se expresa otro comentario antiguo, que dice: «Adán fue creado puro por Dios para su servicio. Todas las criaturas le fueron concedidas para servirlo. Estaba destinado a ser el amo y el rey de todas las criaturas. Pero cuando el mal llegó a él y conversó con él, él lo recibió por medio de una escucha externa. Luego penetró en su corazón y se apoderó de todo su ser. Cuando fue capturado de este modo, la creación, que lo había asistido y servido, fue capturada con él» (Pseudo-Macario, Homilías 11, 5: pg 34, 547).

Decíamos hace poco, citando a san Juan Crisóstomo, que la maldición del suelo tiene una función «medicinal». Eso significa que la intención de Dios, que siempre es benéfica, es más profunda que la maldición. Esta, en efecto, no se debe a Dios sino al pecado, pero Dios no puede dejar de infligirla, porque respeta la libertad del hombre y sus consecuencias, incluso las negativas. Así pues, dentro del castigo, y también dentro de la maldición del suelo, permanece una intención buena que viene de Dios. Cuando Dios dice al hombre: «Eres polvo y al polvo volverás», junto con el justo castigo también quiere anunciar un camino de salvación, que pasará precisamente a través de la tierra, a través de aquel «polvo», de aquella «carne» que será asumida por el Verbo. En esta perspectiva salvífica, la liturgia del miércoles de Ceniza retoma las palabras del Génesis: como invitación a la penitencia, a la humildad, a tener presente la propia condición mortal, pero no para acabar en la desesperación, sino para acoger, precisamente en esta mortalidad nuestra, la impensable cercanía de Dios, que, más allá de la muerte, abre el paso a la resurrección, al paraíso finalmente reencontrado. En este sentido nos orienta un texto de Orígenes, que dice: «Lo que inicialmente era carne, procedente de la tierra, un hombre de polvo, (cf. 1 Co 15, 47), y fue disuelto por la muerte y de nuevo transformado en polvo y ceniza —de hecho, está escrito: eres polvo y al polvo volverás—, es resucitado de nuevo de la tierra. A continuación, según los méritos del alma que habita el cuerpo, la persona avanza hacia la gloria de un cuerpo espiritual» (Principios 3, 6, 5: sch, 268, 248).

Los «méritos del alma», de los que habla Orígenes, son necesarios; pero son fundamentales los méritos de Cristo, la eficacia de su Misterio pascual. San Pablo nos ha ofrecido una formulación sintética en la Segunda Carta a los Corintios, hoy segunda lectura: «Al que no conocía el pecado, Dios lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21). La posibilidad para nosotros del perdón divino depende esencialmente del hecho de que Dios mismo, en la persona de su Hijo, quiso compartir nuestra condición, pero no la corrupción del pecado. Y el Padre lo resucitó con el poder de su Santo Espíritu; y Jesús, el nuevo Adán, se ha convertido, como dice san Pablo, en «espíritu vivificante» (1 Co 15, 45), la primicia de la nueva creación. El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne (cf. Ez 36, 26). Lo invocamos con el Salmo Miserere: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 50, 12-13). El Dios que expulsó a los primeros padres del Edén envió a su propio Hijo a nuestra tierra devastada por el pecado, no lo perdonó, para que nosotros, hijos pródigos, podamos volver, arrepentidos y redimidos por su misericordia, a nuestra verdadera patria. Que así sea para cada uno de nosotros, para todos los creyentes, para cada hombre que humildemente se reconoce necesitado de salvación. Amén.

SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de Santa Sabina

Miércoles de Ceniza, 22 de febrero de 2012

Cuaresma 2013

mardi 12 février 2013

Non praevalebunt

Lectio sancti Evangelii secundum Matthaeum 16, 13-19

In illo tempore :

Venit autem Iesus in partes Caesareae Philippi et interrogabat discipulos suos dicens: “ Quem dicunt homines esse Filium hominis?”.

At illi dixerunt: “ Alii Ioannem Baptistam, alii autem Eliam, alii vero Ieremiam, aut unum ex prophetis ”.

Dicit illis: “ Vos autem quem me esse dicitis? ”.

Respondens Simon Petrus dixit: “ Tu es Christus, Filius Dei vivi ”.

Respondens autem Iesus dixit ei: “ Beatus es, Simon Bariona, quia caro et sanguis non revelavit tibi sed Pater meus, qui in caelis est.

Et ego dico tibi: Tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam; et portae inferi non praevalebunt adversum eam. Tibi dabo claves regni caelorum; et quodcumque ligaveris super terram, erit ligatum in caelis, et quodcumque solveris super terram, erit solutum in caelis ”.



SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Viernes 29 de junio de 2012

…En el pasaje del Evangelio de san Mateo que hemos escuchado hace poco, Pedro hace la propia confesión de fe a Jesús reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios; la hace también en nombre de los otros apóstoles. Como respuesta, el Señor le revela la misión que desea confiarle, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16, 16-19). Pero ¿de qué manera Pedro es la roca? ¿Cómo debe cumplir esta prerrogativa, que naturalmente no ha recibido para sí mismo? El relato del evangelista Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento de la identidad de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de la carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una particular revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después, cuando Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona precisamente a partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: … [Señor] eso no puede pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo…» (v. 23). El discípulo que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su debilidad humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la que se puede tropezar – en griego skandalon. Así se manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.

En el Evangelio de hoy emerge con fuerza la clara promesa de Jesús: «el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán, «non praevalebunt». Viene a la memoria el relato de la vocación del profeta Jeremías, cuando el Señor, al confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán -non praevalebunt-, porque yo estoy contigo para librarte» (Jr 1, 18-19). En verdad, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal. Jeremías recibe una promesa que tiene que ver con él como persona y con su ministerio profético; Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro.

Pasemos ahora al símbolo de las llaves, que hemos escuchado en el Evangelio. Nos recuerdan el oráculo del profeta Isaías sobre el funcionario Eliaquín, del que se dice: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). La llave representa la autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay otra palabra de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras también nos ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). Las dos imágenes – la de las llaves y la de atar y desatar – expresan por tanto significados similares y se refuerzan mutuamente. La expresión «atar y desatar» forma parte del lenguaje rabínico y alude por un lado a las decisiones doctrinales, por otro al poder disciplinar, es decir a la facultad de aplicar y de levantar la excomunión. El paralelismo «en la tierra… en los cielos» garantiza que las decisiones de Pedro en el ejercicio de su función eclesial también son válidas ante Dios.

En el capítulo 18 del Evangelio según Mateo, dedicado a la vida de la comunidad eclesial, encontramos otras palabras de Jesús dirigidas a los discípulos: «En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 18,18). Y san Juan, en el relato de las apariciones de Cristo resucitado a los Apóstoles, en la tarde de Pascua, refiere estas palabras del Señor: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). A la luz de estos paralelismos, aparece claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar los pecados. Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en el corazón del misterio y del ministerio de la Iglesia. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo. Las palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro y de los Apóstoles revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz desde el Calvario. Así, podemos también comprender por qué, en el relato del evangelio, tras la confesión de fe de Pedro, sigue inmediatamente el primer anuncio de la pasión: en efecto, Jesús con su muerte ha vencido el poder del infierno, con su sangre ha derramado sobre el mundo un río inmenso de misericordia, que irriga con su agua sanadora la humanidad entera

lundi 11 février 2013

Dios nos asista

Queridísimos hermanos,

Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino.

Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.

Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.

Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice.

Por lo que a mi respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria.

Vaticano, 10 de febrero 2013.

BENEDICTUS PP XVI

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Un poco de historia, en previsión de la que se nos avecina…

Celestino V

Pedro di Morone era un monje de origen campesino. Fue elegido papa el 5 de julio de 1294, cuando contaba con ochenta y cuatro años de edad, después de dos años de estar vacante la silla apostólica, tras la muerte de Nicolás IV. Fue entronizado el 29 de julio del mismo año y el quinto papa que se llamó Celestino. Gozaba de fama de santidad, y su elección fue celebrada multitudinariamente. Pero pronto se dio cuenta de que no contaba con las cualidades para el gobierno eclesiástico. Le faltó autoridad, seguridad, capacidad directiva y fuerza para no ser manipulado por los grupos políticos. Fue necesario debatir sobre la licitud y la conveniencia de la abdicación. Finalmente, el 13 de diciembre de 1294, alegando ignorancia, incapacidad y ser un hombre de maneras y lenguaje incultos, cambió sus vestiduras papales por las monacales que vestía antes, todo ello en un consistorio (reunión de los cardenales con el Papa). Entonces, se postró y pidió perdón por sus errores, los que solicitaba a la asamblea cardenalicia que reparara eligiendo un digno sucesor de San Pedro. Regresó a su convento. Bonifacio VIII, su sucesor, quiso llevar al papa dimisionario a Roma tanto para que le ayudara a apaciguar la oposición que su elección había provocado, como para evitar que sus adversarios restablecieran al último en el trono papal. Celestino huyó, pero fue capturado. Murió cautivo de Bonifacio VIII en una pequeña habitación del castillo de Fumone, el 19 de mayo de 1296.

El caso de Celestino V reviste especial significación por tres razones. La primera es que, mientras que en otros casos anteriores existe algún grado de incertidumbre en cuanto a si la renuncia o la deposición se efectuaron o no, o a si fueron válidas, o a si hubo voluntad de abdicación, o a si el papa lo era realmente, en el caso de Celestino no cabe ninguna duda. La segunda es que se trata de una renuncia absolutamente voluntaria. La tercera es que con esta renuncia, Celestino formalizó en el derecho canónico la renuncia de los pontífices. En efecto, mediante un decreto, estableció la legitimidad de la renuncia papal. Su sucesor, Bonifacio VIII (1294-1303), fue quien profundizó en la regulación de la abdicación del Papa, mediante una decretal (carta pontificia con fuerza de ley referente a dudas sobre cuestiones canónicas), a la que pertenece el siguiente párrafo: “Nuestro antecesor, el Papa Celestino V, mientras gobernaba la Iglesia, constituyó y decretó que el Pontífice Romano podía renunciar libremente. Por lo tanto, no sea que ocurra que este estatuto en el transcurso del tiempo caiga en el olvido, o que debido al tema, esto se preste para futuras disputas. Hemos determinado con el cónsul de nuestros hermanos que debe ser colocado entre las otras constituciones para que quede perpetuamente en el mismo.”

Gregorio XII

El angustiante período del Cisma de Occidente fue ocasión para una nueva renuncia papal. El 9 de abril de 1378 fue elegido papa Urbano VI en un cónclave agitado y con la presión externa del pueblo romano que exigía que el nuevo papa fuera romano o italiano. El nuevo papa actuó con rigor para corregir costumbres insanas entre los eclesiásticos, por lo que chocó con los cardenales. Éstos, en su mayoría franceses, en Fondi declaran nula la elección de Urbano VI, y eligen a un nuevo pontífice: Clemente VII. Los reinos europeos se hacen partidarios de uno u otro papa (lo que se conoce como el problema de las “obediencias”). El 30 de noviembre de 1406 fue elegido papa legítimo Gregorio XII, en la línea sucesoria de la obediencia romana. Contaba con 80 años. Fue entronizado el 9 de diciembre del mismo año. En 1409, reinando Gregorio XII y prosiguiendo Benedicto XIII la sucesión de Clemente VI, ciertos cardenales de uno y otro bando convocaron un sínodo en Pisa. Éste depuso a ambos papas, declarándolos herejes y cismáticos, a la vez que eligió a un nuevo Papa: Alejandro V. Dado que ni Gregorio ni Benedicto renunciaron, la crisis se agravó: ahora la cristiandad contaba con tres papas. Al morir Alejandro V, le sucedió Juan XXIII (sic), que se cuenta en la lista de los antipapas. Éste, después de convocar el Concilio de Constanza en 1415, fue apresado y obligado a renunciar. Por su parte, Gregorio XII, papa legítimo, también renunció el 4 de julio de 1415. Falleció el 18 de octubre de 1417, a los noventa años. Benedicto fue depuesto por el Concilio. En 1417 fue elegido Martín V como legítimo papa. Terminó así la más grave crisis de la Iglesia, que duró treinta y nueve años.

Pío VII: una renuncia firmada... pero no realizada

A Pío VII le tocó gobernar la Iglesia en los convulsos años de 1800 a 1823. Durante quince años tuvo que hacerle frente a Napoleón Bonaparte, cuya política eclesiástica era de la subordinación de la Iglesia a su gobierno, así como la extinción de los Estados Pontificios para incorporarlos a su imperio. Cuando por deseo de Napoleón y para negociar con éste, Pío VII fue a París a coronarlo como emperador en 1804, el Papa firmó su abdicación en previsión de una captura por parte de Napoleón. La detención no se realizó en ese momento, por lo que el Papa pudo volver a Roma y la renuncia no se llevó a efecto.

¿Pensó renunciar Pablo VI?

Se debate si Pablo VI (nacido en 1897 y fallecido en 1978) previó su renuncia. Los que se inclinan por una respuesta afirmativa, aducen algunos hechos, entre los que destacan los siguientes: 1) iniciativa de inhabilitar a los cardenales electores al alcanzar los ochenta años; 2) fijación en setenta y cinco años de la edad en que era recomendable que los obispos presentaran su dimisión, concretando la orientación del decreto del Concilio Vaticano II sobre el ministerio pastoral de los obispos (Christus Dominus, n.º 21); 3) una visita que, a poco más de los tres años de su elección, el 1 de septiembre de 1966, hizo a la tumba de Celestino V, sobre la que oró. Si realmente deseó e intentó renunciar y, si la respuesta es afirmativa, la razón por la que no lo hizo, no tienen, por ahora, respuestas categóricas. Las respuestas, por el momento, siguen confinadas al mundo de la especulación.

La legislación actual

Lo anterior, entre otros ejemplos, constituye los antecedentes históricos y jurídicos de lo previsto por el actual Código de Derecho Canónico, promulgado por la autoridad de Juan Pablo II en 1983, en el capítulo “Del Romano Pontífice y del Colegio Episcopal” (Parte II, Sección I), canon 332, párrafo 2: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie.” A diferencia de la renuncia a los demás oficios dentro de la Iglesia (canon 189, párrafo 1), no se requiere que sea aceptada por nadie por cuanto el Papa “tiene, en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente” (canon 331).

Tres negaciones

Este muchacho escribe mucho mejor artículos de opinión, reflexión o ensayo que novelas, sin duda.

Tres negaciones

Por Juan Manuel de Prada
(ABC, 11 de febrero de 2013)

Una negación, reflexiona Donoso, llama infaliblemente a la siguiente, lo mismo en el orden religioso que en el político.

Al comienzo de su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, Juan Donoso Cortés afirma su convicción de que detrás de toda cuestión política subyace un problema teológico. En un célebre discurso, pronunciado el 30 de enero de 1850 y considerado una de las más memorables piezas de la oratoria parlamentaria de todos los tiempos, el mismo Donoso ejemplifica esta íntima conexión de las cuestiones políticas y teológicas analizando los males que aquejan Europa, cuya razón última es a su juicio la disolución de «la idea de la autoridad divina y de la autoridad humana».

Y antes de ilustrar este proceso disolutorio, empieza sentando las tres afirmaciones sobre las que se sustenta la autoridad divina: 1) Existe un Dios, y ese Dios está en todas partes; 2) Ese Dios personal, que está en todas partes, reina en el cielo y la tierra; y 3) Ese Dios, que reina en el cielo y la tierra, gobierna las cosas humanas. Afirmaciones que se corresponden con otras tres en el orden político, que son su eco: 1) Hay un rey que está en todas partes por medio de sus agentes; 2) Ese rey que está en todas partes reina sobre sus súbditos; 3) Ese rey que reina sobre sus súbditos también los gobierna.

A partir de aquí, Donoso describe cómo el proceso de disolución va minando las afirmaciones enunciadas; y como la negación de las afirmaciones políticas viene siempre precedida por una negación en el orden religioso. Primeramente, llega el deísta y niega la tercera afirmación, diciendo: «De acuerdo, Dios existe, Dios reina, pero está tan alto que no puede gobernar las cosas humanas». A esta negación de la providencia divina del deísta se corresponde la negación del progresista, que concluye: «De acuerdo, el rey existe, el rey reina, pero no gobierna». Una vez aceptadas las negaciones del deísta y del progresista llegan -también de la mano- el panteísta y el republicano. Negada la providencia divina por el deísta, el panteísta se lanza a negar la existencia personal de Dios: «De acuerdo, Dios existe -nos dice-, pero carece de existencia personal. Dios no es persona; y, puesto que no es persona, ni gobierna ni reina. Dios es todo lo que vemos, todo lo que vive, todo lo que se mueve ¡Dios es muchedumbre!».

A esta proclama alborozada del panteísta se sucede enseguida la proclama no menos exultante del republicano: «De acuerdo, el poder existe -nos dice-, pero el poder no es una persona, y por lo tanto ni reina ni gobierna. El poder es todo lo que vive, todo lo que existe, todo lo que se mueve; luego en la muchedumbre no hay más medio de gobierno que la República». Pronto, las negaciones del panteísta y el republicano son aceptadas, como antes lo fueron las del deísta y el progresista; entonces, para acabar de completar la demolición de las tres afirmaciones que fundaban el orden religioso y el político, entran en escena el ateo y Proudhom (en quien Donoso veía un epítome de todos los males políticos). El ateo, después de que se hayan negado la providencia y la existencia personal de Dios, lo tiene mucho más fácil para decir: «Dejémonos de pamplinas. Dios ni reina, ni gobierna, ni es persona, ni es muchedumbre; simplemente, no existe». Y Proudhom, en su estela, remacha: «Y lo mismo puede decirse del gobierno».

Una negación, reflexiona Donoso, llama infaliblemente a la siguiente, lo mismo en el orden religioso que en el político, como un abismo llama a otro abismo. Y más allá de la negación última -nos advierte- no hay nada sino tinieblas; tinieblas que en 1850 se empezaban a palpar y en las que hoy estamos anegados.

Pero, por supuesto, a Donoso no hay que hacerle ningún caso, pues era un pedazo de reaccionario tremendo.