En los individuos y en la sociedad
(De la Carta Encíclica Quas Primas del Sumo Pontífice
Pío XI sobre la fiesta de Cristo Rey)
… Él es, en efecto, la fuente del bien público y
privado. Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se
ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos
salvarnos.
Él es sólo quien da la prosperidad y la felicidad
verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la
nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues
la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos. No se
nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el
pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si
quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su
patria. Lo que al comenzar nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo
que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario
en los presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo
—lamentábamos— de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la
autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos
fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa
principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de
obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de
toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido».
En cambio, si los hombres, pública y privadamente,
reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la
sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y
disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace
sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado,
así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el
apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que
reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les
advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes
de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo servir a otros
hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los
hombres.
Y si los príncipes y los gobernantes legítimamente
elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio por
mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y
sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al
dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad
humana de sus inferiores. De aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento
estable de la tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de sedición; pues
aunque el ciudadano vea en el gobernante o en las demás autoridades públicas a
hombres de naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por
cualquier cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la
imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.
En lo que se refiere a la concordia y a la paz, es
evidente que, cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al
género humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el vínculo
de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa los
conflictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si el
reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de
derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo
a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a
que le sirviesen, sino a servir; que siendo el Señor de todos, se hizo a sí
mismo ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unida
con el mandato de la caridad; que, finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga
es ligera.
¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente —diremos con las mismas palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico—, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre
de 1925.
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