Cada vez que oigo mencionar la palabra “Estambul” de boca de un cristiano me arden los oídos. ¿Cuándo decidiremos referirnos siempre a ella como Constantinopla, su verdadero nombre, por los siglos de los siglos? Y cada vez que oigo mencionar la idea de aceptar a Turquía como miembro de esa alianza de mercaderes pomposamente autodenominada Unión Europea se me abren las carnes.
Por eso traigo hoy aquí los últimos párrafos del capítulo que Stefan Zweig dedicó a la toma de Constantinopla por los turcos, “La caída de Bizancio (29 de mayo de 1453)”, en su obra “Momentos estelares de la Humanidad”, cuya lectura recomiendo especialmente.
CAE LA CRUZ
A veces, la Historia, juega con los números. Pues justamente mil años después de que Roma fuera tan memorablemente saqueada por los vándalos empieza el saqueo de Bizancio. Mohamed, el triunfador, espantosamente fiel a su palabra, deja a discreción de sus guerreros, tras la primera matanza, casas, palacios, iglesias y monasterios, hombres, mujeres y niños en confuso botín. Corre la enloquecida soldadesca intentando adelantarse unos a otros para obtener mayor ventaja en el pillaje. El primer asalto va contra las iglesias, pues saben que guardan cálices de oro y deslumbrantes joyas, pero si por el camino desvalijan alguna casa, izan inmediatamente su bandera, para que sepan los que vengan después que allí el botín se ha cobrado ya; y ese botín no consiste sólo en piedras preciosas, dinero y bienes muebles en general, sino en mujeres para los serrallos y hombres y niños para el mercado de esclavos. La multitud de infelices que han buscado refugio en las iglesias son arrojados de ellas a latigazos. A los viejos se los asesina, por considerárseles bocas inútiles y género invendible. A los jóvenes se los agrupa en una especie de manada y son conducidos como animales. La insensata destrucción no tiene freno. Cuanto de valioso encontraron en inapreciables reliquias y obras de arte, es destruido, aniquilado por la furia musulmana. Las preciosas pinturas son desgarradas; las más bellas estatuas, derribadas a martillazos. Los libros, sagrado depósito del saber de muchos siglos, todo lo que era representación eterna de la cultura griega, es quemado o desechado.
Jamás tendrá la Humanidad acabada conciencia del desastre que se introdujo en aquella hora decisiva por la abierta Kerkaporta, ni en lo muchísimo que perdió el mundo espiritual en los saqueos y destrucción de Roma, Alejandría y Bizancio. Mohamed espera a que llegue la tarde del gran triunfo, cuando la matanza ha terminado ya, para entrar a caballo en la ciudad conquistada. Fiel a su palabra de no estorbar la acción demoledora de sus soldados, pasa sin mirar atrás por las calles donde la soldadesca se entrega al pillaje. Altivamente se dirige a la catedral, la suprema joya de Bizancio. Durante más de cincuenta días había contemplado desde su tienda la brillante cúpula de Hagia Sophia, y ahora puede traspasar sus umbrales, cruzar la broncínea puerta como vencedor. Pero una vez más domina su impaciencia: primero quiere darle gracias a Alá antes de consagrarle para siempre aquella iglesia. Con humildad se apea del caballo e inclina profundamente la cabeza para orar. Luego coge un puñado de tierra y la esparce sobre ella, para recordar que él también es un simple mortal y que no debe envanecerse por su triunfo. Y sólo entonces, cuando ha hecho acto de humildad ante su dios, el Sultán se yergue y penetra como el primer servidor de Alá en la catedral de Justiniano, la Iglesia de la Sublime Sabiduría, en Hagia Sophia. Curioso y conmovido, Mohamed contempla la hermosura de aquella joya arquitectónica, sus altas bóvedas, donde lucen el mármol y los mosaicos, los delicados arcos que de las tinieblas se elevan hacia la luz, y tiene la impresión de que aquel maravilloso palacio de la plegaria no pertenece a él, sino a su dios. Inmediatamente manda llamar a un imán, ordenándole que suba al púlpito y anuncie desde allí la fe del Profeta, mientras que el padichá, de cara a La Meca, pronuncia por primera vez su oración, dirigida a Alá, señor del mundo, en aquella catedral cristiana.
Al día siguiente, los obreros reciben orden de quitar todos los símbolos de la creencia anterior: se arrancan los altares, pintan los piadosos mosaicos y es derribada desde lo alto del altar mayor, y cae con estrépito, la Cruz inmortal que ha estado extendiendo sus brazos por espacio de mil años, como si quisiera abarcar el mundo para consolar sus penas. Resuena estremecedoramente el tremendo impacto por el ámbito del templo y mucho más allá. Ante la horrible profanación se conmueve todo el Occidente. Espantoso eco encuentra la noticia en Roma, en Génova, en Venecia. Como el retumbar del trueno se extiende a Francia, a Alemania, y Europa ve, conturbada, que por culpa de su ciega indiferencia ha penetrado por la Kerkaporta, la malhadada y olvidada puerta, una nefasta y devastadora potencia que debilitará sus fuerzas por espacio de siglos.
Pero en la Historia, como en la vida humana, el deplorar lo sucedido no hace retroceder el tiempo, y no bastan mil años para recuperar lo que se perdió en una sola hora.
10 commentaires:
La verdad es que yo no había reparado en ello, y por costumbre digo Estambul. Gracias por rectificarme y ponerme en el buen camino.
La culpa es de Espronceda. :-)
Y va el capitán pirata
cantando alegre en la popa
Asia a un lado, al otro Europa
y allá a su frente ¡CONSTANTINOPLA!
Ja, ja, ja...
¡Genial, todavía rima! Sin embargo, Espronceda fue un impresentable: romántico, afrancesado, ensalzador de piratas y similares...
No sé si me baila un poco la Historia, pero creo recordar que los otomanos también la llamaban Constantinopla, y que Estambul no se oficializó hasta las reformas de Ataturk. Aunque que Espronceda lo dijera no casa muy bien con esto, pero quizá se usaran las dos simultáneamente entre los turcos. Después de todo, por lo menos durante un tiempo después de 1453 el sultán se las daba de César, continuador de Roma a su extraña manera.
Pensar en Constantinopla nos llena de nostalgia.
El bautismo de la Rus de Kiev tuvo lugar en el siglo X a raíz de que el príncipe pagano Vladimiro enviase legados a informarse sobre las principales religiones que practicaban los países vecinos. Los enviados a Constantinopla, después de asistir en Santa Sofía a las Divinas Liturgias, volvieron maravillados: «Asistimos a los cultos que ofician en honor de su Dios, y no sabíamos si nos estábamos en el cielo o en la tierra. No habíamos visto un espectáculo de tal belleza, y no somos capaces de describirlo. Tenemos por cierto que allí habita Dios, porque sus ritos superan en esplendor a cualesquier otros. No existe en la tierra belleza como aquella: no podemos olvidarla. Quien ha probado el dulce, después no sufre lo amargo. Por tanto, nosotros hemos dejado de ser paganos».
Da gusto con vosotros, mis amigos de la red informática. Uno nunca sabe cuando un simple comentario va a desencadenar una placentera e instructiva charla, de elevadísimo nivel, intelectual y moral.
Os lo agradezco de corazón.
Sin duda tienes razón, Firmus et Rusticus. El imperio otomano tuvo vocación universal, y por ello heredó ciertas tradiciones imperiales romanas. Bajo la suprema autoridad islámica, toleró la existencia y autonomía de las comunidades cristianas y judías, y como bien dices, "el sultán se las daba de César". Y es cierto que el nombre oficial de "Istambul" lo declaró Atatürk, a la vez que trasladaba su capital a Ankara, la Ancyra romana.
Mi costumbre de referirme a Estambul como Constantinopla me viene de una época en la que, por motivos que no vienen al caso, tuve que relacionarme mucho con turcos y griegos, siendo estos últimos los que, con gran disgusto de los primeros, empleaban el nombre de Constantinopla siempre que tenían ocasión.
Pero a la postre, cuando cayó en las garras de los seguidores de Mahoma, la ciudad se llamaba Constantinopla.
El ejemplo que citas, Pablo, es bellísimo, de nuevo muchas gracias por compartirlo. La belleza de la liturgia, uno de mis caballos de batalla en este valle de lágrimas, tiene más poder de conversión que todas las pastorales que se puedan imaginar. Sin duda se puede y se debe llegar a la Fe por los caminos de la razón, pero finalmente se alcanza este preciado don divino, mucho más con el alma que con la mente, y el alma se eleva con la belleza como con ninguna otra cosa.
Un fuerte abrazo a todos y de nuevo mi agradecimiento profundo por vuestros inspirados comentarios.
José Enrique, perdona por no mencionarte, ni a tí ni a mi querido Gonzalo.
Espronceda, es cierto, sin menoscabo de la innegable calidad literaria de su obra, fue un liberalote revolucionario, ejemplo de lo peor del romanticismo, moralmente hablando.
Su gusto por los personajes asociales, como muy bien indicas, así nos lo muestra.
Entiendo que por "afrancesado" te refieres a revolucionario, ja, ja, ja. Ya sabes que soy muy sensible con todo lo francés. Francia, aunque muchos franceses puedan pensarlo, no se fundó en 1789, ¡ni mucho menos!
Un fuerte abrazo.
Lo más curioso es que el nombre turco de ‘İstanbul’ proviene de las palabras griegas medievales ‘is tin ˈpolin’ (εἰς τὴν Πόλιν), que significan ‘en la ciudad’ o ‘a la ciudad’... Y aunque es un nombre antiguo, no sería hasta 1923 cuando los turcos lo adoptaran: hasta entonces el nombre oficial era ‘Kostantiniyye’, en turco otomano, ‘al-Qusṭanṭiniyah’ (القسطنطينية) en árabe.
Urge recuperar los nombres cristianos. Como el de ‘Angora’, que algunos se empeñan en llamar ‘Ankara’... Un abrazo, y Desperta Ferro!
Ja, ja, ja... Ya te echaba de menos.
Pues si, y los almogávares les dieron bien a los turcos para el pelo. Desperta Ferro.
Ultima Ratio Regis.
¡A tus órdenes!
Algunos topónimos cristianos, forma tradicional en español y equivalente en turco:
«Alejandreta»: turco 'Iskenderun',
«Angora»: turco 'Ankara',
«Antioquía»: turco 'Antakya',
«Cesárea»: turco 'Kayseri',
«Constantinopla»: turco 'Istanbul',
«Edesa»: turco 'Şanlıurfa',
«Esmirna»: turco 'Izmir',
«Galípoli»: turco 'Gelibolu',
«Nicea»: turco 'İznik',
«Pérgamo»: turco 'Pergamon',
«Trebisonda»: turco 'Trabzon'.
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