mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Estos versos de Antonio Machado encierran un pensamiento fundamental sobre el estudio del arte, imprescindible para aquel que se aproxime a una expresión artística con la intención de recibir sin limitaciones todo cuanto el artista desea transmitirnos.
Y tal como apunté el pasado jueves en mi comentario musical, disfrutar plenamente del arte, de la música en este caso, exige un esfuerzo previo.
Creo recordar que fue en “El hombre sin atributos” de Musil donde leí aproximadamente esta frase: “la cultura es la sal de los placeres de la vida, y es sabido que a la alta sociedad no le gustan los platos demasiado salados”.
Ignoro si esa era la intención de Musil, pero yo interpreto este pensamiento comparando la actitud frente a un concierto o una ópera, del caballero con traje a medida o esmoquin, que acude al auditorio invitado o por obligación social, y que al final del espectáculo se siente aliviado tras más de una hora intentando no roncar, mientras, en la misma sala, en una localidad más económica, tal vez otro caballero peor vestido, en el mismo momento se sorprende de que todo haya terminado, sintiendo que la representación ha sido cortísima (y acordándose del esfuerzo económico que le ha supuesto adquirir la entrada). La rebelión de las masas no siempre procede de las capas “inferiores”.
Pero hoy quería centrarme en la idea del verso de Machado. Un gran artista, un compositor de los considerados grandes genios de la música, resulta inclasificable.
Partamos de la gran división de los estilos de música, en clásicos y románticos. Si hablamos de música barroca pensamos inmediatamente en Bach y para música romántica en Schubert o Chopin, pero al mencionar la expresión “música clásica”, tanto el común de los mortales, para el que dicha expresión es sinónimo de “música culta”, como el hombre más cultivado que lo identifica con el clasicismo de finales del XVIII y principios del XIX, los primeros nombres son Mozart y Beethoven. Y sin embargo, el nombre en el que debiéramos pensar como músico clásico por excelencia, debería ser Haydn.
Y es así fundamentalmente, y una vez más debo excusarme frente a los entendidos de verdad, ya que yo no soy más que un humilde amante de la música, porque Mozart y Beethoven son músicos tan grandes que es imposible incluirlos en una clasificación. En Mozart no sólo descubrimos influencia y elementos de Bach y Händel, gracias sobre todo a su relación con el Barón Gottfried van Swieten, sino que como maestro en la composición de “música galante”, sus aportaciones novedosas constituyen en definitiva el final de dicho estilo. En Beethoven por su parte, es imposible no descubrir a un genio del clasicismo y también a un romántico.
La división cronológica resulta excesivamente convencional, y nos haría complicado explicar la poderosa influencia en Mozart, por ejemplo, del “Sturm und Drang”, por lo que se hace necesaria una especie de definición que establezca las diferencias entre la música clásica y la romántica.
Yo me quedo con esta explicación. Un compositor clásico sabe que la vida está llena de pasión, esfuerzo y en definitiva de dolor y sufrimiento. Por eso nos ofrece una música absolutamente equilibrada, simétrica, perfecta, que nos haga olvidarnos por un rato de nuestras preocupaciones e inquietudes. La música clásica es placentera, nos hace sentirnos bien, relajados y en general alegres.
Un músico romántico también sabe que la vida es dolor y pasión, y como sabe que todos sufrimos y nos debatimos en el “sea of troubles” que atormentaba a Hamlet, sabe que seremos capaces de comprender sus sentimientos, y por eso nos los transmite. Así pues la música romántica rezuma desasosiego, pasión, sufrimiento incluso.
Para ello, por supuesto, unos y otros emplean todo su arte musical, siendo por ejemplo muy característico para identificar una obra romántica y diferenciarla de una clásica, el empleo con destacado protagonismo de los instrumentos de viento.
Por su parte los clásicos emplean sobre todo estructuras musicales repetitivas, que tienen la virtud de ser equilibradas, generalmente simétricas, y facilitar su reconocimiento por el oyente, ya que a cada momento escuchamos un tema que nos es familiar porque acabamos de escucharlo anteriormente. Hoy en día cuando suena una canción que todo el mundo conoce, debido a los medios de comunicación de masas como la radio, la televisión o internet, se produce ese efecto de reconocimiento que facilita la aceptación con agrado de un sonido, que por otra parte no siempre es agradable de por sí.
La estructura de las obras musicales clásicas nos producen un efecto placentero muy similar al del empleo de los versos alejandrinos en la poesía, como los de Antonio Machado con los que he empezado este comentario,
Pero no siempre Mozart es tan equilibrado y simétrico como cabría esperar de un clásico como Haydn, ni Beethoven nos transmite siempre pasiones y sentimientos desatados, ni es tan desesperado como Schubert. Nada más placentero que escuchar una buena interpretación de la sinfonía Pastoral, que sin embargo fue compuesta por Beethoven casi a la vez que su famosa 5ª sinfonía, la que empieza con el conocido “pa-pa-pa-paaam”. ¿Y qué decir de la pasión de la sinfonía nº40 de Mozart?...
2 commentaires:
Desde luego. A mí Mozart y Beethoven me parecen los dos tramos de un mismo puente, entre lo que había antes y lo que hubo después. Le ves a uno con su impecable peluquín y al otro sin peinar ni atarse la corbata, y eso acaba despistando... pero hay algunas piezas (por ejemplo estos dos conciertos de piano: http://www.deutschegrammophon.com/cat/single?PRODUCT_NR=4636492) que oyéndolas por primera vez cualquiera diría de quién es cada cual.
Pues si los retratos despistan, para qué hablar de algunos libros y películas. Mozart y Beethoven, y todos los grandes músicos, deben conocerse por su música, como a los escritores por sus libros...
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