Por Luis María Sandoval
Introducción
1. Nuestro
Señor Jesucristo es Rey.
Cristo Jesús, incluso como hombre, es Rey del
Universo, de la Creación entera, que ha de recapitular, esto es, encabezar,
para, sometida, entregarla al Padre. Pero, muy particularmente, es Rey de las
sociedades humanas. Esta es la enseñanza central de la encíclica Quas primas de
Pío XI, estableciendo la fiesta litúrgica de Cristo Rey, en 1925.
Ese particular aspecto del universal dominio de
Cristo Rey, que se resalta especialmente, es lo que se conoce como Realeza Social
de Cristo (también Reinado Social de Cristo, o Soberanía de Cristo).
El Reinado Social de Cristo concreta y perfila la
tradicional enseñanza católica acerca de la existencia de un deber moral de las
sociedades para con la única verdadera religión. Y la aplicación, práctica y
formal, al orden político de dichas enseñanzas tradicionales, dogmáticas y
morales, es lo que se ha acostumbrado a llamar confesionalidad católica de las sociedades,
a lo que nos referiremos en adelante aquí, por mor de la brevedad, como
confesionalidad, aunque bien sepamos, y advirtamos, que la confesionalidad puede
tener como sujeto a las sociedades inferiores y no sólo a la soberana, y que
tanto unas como otras puedan confesar formas cismáticas o heréticas de la
religión cristiana y otras religiones falsas.
La confesionalidad puede definirse como el
compromiso público y formal de una sociedad de rendir culto público al
verdadero Dios, y de ajustar sus normas e inspirar su acción de gobierno por la
moral cristiana, tal y como la Iglesia Católica nos la presenta.
La importancia y trascendencia de la cuestión.
1. La
confesionalidad católica de las sociedades es una cuestión absolutamente
central para los ciudadanos católicos.
Por supuesto, no es la cuestión central de la
Religión, pero sí lo es para la vida social de los fieles. Una vez acotado el
campo en que nos moveremos, es preciso reiterar y justificar esa condición clave
que atribuimos a la confesionalidad en la Doctrina Social de la Iglesia y en la
participación política de sus fieles.
El hombre vive naturalmente en sociedad, en una
pluralidad de sociedades, y por eso residía imposible vivir una vida, no ya íntegramente
cristiana, sino al menos satisfactoriamente cristiana, sin tener en cuenta la
relación de dicho marco social con nuestra Religión. El católico debe vivir
cristianamente su vida social, que no es la parte menor de su vida entera. Hay,
pues, una vida social en cristiano, una política católica. Sólo si el cristiano
se abstuviera de toda participación social, o fuera marginado de ella, se justificaría
la ausencia de dicha política católica. Y éstos son casos no deseables ni
recomendables.
2. La
Realeza Social de Cristo es el punto central y el ideal que inspira toda la
política católica.
Constituiría una visión desencarnada, si es que no
clericalista, de la política católica el que los deberes cívicos de los fieles,
en tanto que ciudadanos cristianos, terminaran con garantizar la justa libertad
de la Iglesia y sus demás derechos.
La política católica contiene dos partes: una, el
reconocimiento —nunca concesión— por la sociedad civil de los derechos que a la
Iglesia le son propios; la otra, el cumplimiento por la sociedad civil de los
deberes morales y religiosos que atañen a ésta constitutivamente.
Y así como para la Iglesia el mínimo imprescindible
es la primera, respecto del Estado —y del cristiano como ciudadano—, la más
importante con mucho de ambas es la confesionalidad católica, porque no se
refiere a las relaciones externas del Estado con la Iglesia —caso de los
concordatos—, sino a los propios deberes intrínsecos del mismo.
La Iglesia jerárquica podrá, si lo desea, renunciar
a establecer todo tipo de Concordatos, y por lo tanto impedirlos, puesto que es
una de las partes que son necesarias para tal acuerdo; e incluso puede renunciar
al ejercicio de algunos de sus legítimos derechos, cual si fueran privilegios,
si lo considera conveniente para su testimonio; pero, de igual modo que no
puede dispensar o absolver a la sociedad de sus obligaciones morales y aun religiosas,
tampoco puede relevarla de establecer las instituciones al efecto: la
confesionalidad, en tanto que forma jurídica por la que la sociedad satisface
su obligación para con su Señor y Legislador Divino.
3. La
Realeza Social de Cristo, y a su servicio la confesionalidad, es la culminación
del edificio de la política católica.
Pero culminación no en el sentido de un pináculo,
situado en lo más alto pero decorativo y superfluo, sino en el de la clave del
arco, sin la cual el conjunto no puede sostenerse sobre el vacío. El orden
cristiano tiene su fundamento arriba, en lo alto y de ello cuelga lo demás con
nuestra colaboración, pero sin que repose principalmente en nuestras propias
fuerzas.
Si hubiera que esperar a que las leyes fueran
cristianas sustancialmente antes de proclamarlas como tales, bien pudiera luego
considerarse innecesario o inconveniente esto último poseyendo lo importante.
En suma, se estaría desmereciendo el nombre de Cristo y la necesidad de su
Gracia, poniendo la confianza en las propias fuerzas y habilidades, y apostando
por que los incrédulos no percibirían tan sutil maniobra. Todo lo cual suena
muy poco cristiano, y no más prudente.
La Realeza Social de Cristo y la confesionalidad
católica confieren a todas y cada una de las empresas sociales católicas su fundamento,
su dinamismo, su ideal, y su sentido de conjunto, además de aportar la
contribución de los poderes civiles a las iniciativas individuales o
asociativas.
4. La
confesionalidad católica de las sociedades no es meramente importante, sino de
gran trascendencia, como se puede fácilmente comprender.
Ante todo, su finalidad inmediata está de por sí
orientada a la trascendencia por antonomasia: la alabanza y gloria de Dios. La
confesionalidad católica no se debe nunca plantear sólo desde una perspectiva
moralizadora, haciendo abstracción del elemento de culto público que contiene.
Una sociedad se confiesa católica, hace profesión de Fe en Cristo de acuerdo
con las enseñanzas de la Iglesia, y sólo después, como consecuencia, se ajusta
a las normas del Dios al que reconoce y venera. Esta es la justa perspectiva
católica, en la cual las sociedades se unen ya en este mundo al coro celeste
que glorifica a Dios.
También es trascendente, en su sentido más
riguroso, el fruto de la confesionalidad católica, en cuanto que promueve y facilita
el bien de las almas, cooperando así, y no poco, a su salvación eterna.
Finalmente, la confesionalidad de las sociedades es
trascendente en el propio orden político, en el sentido vulgar de resultado importante,
porque lo penetra y transfigura por completo.
Y, si, de un lado, le marca límites y obligaciones,
de otro brinda a las comunidades y a los ciudadanos una prosperidad
insospechada.
Nadie puede ser un soberano tan benévolo, ni dictar
leyes tan sabias ni beneficiosas como Cristo Rey. Esta última afirmación es
absoluta, y de Fe para un cristiano. Es triste observar la debilitación de la
Fe y la deformación subjetivista, por la cual parece que importa más la opinión
que de la ley se hagan los súbditos que la bondad objetiva de la misma. En los
ámbitos más discrecionales (así la economía) muchas disposiciones buenas son
impopulares.
La prohibición legal del aborto es la mejor ley
posible, aunque algunos no lo consideran así, e incluso también para éstos, por
cuanto protegió su nacimiento y les disuade de convertirse en parricidas, pero
otro tanto ha de decirse, exactamente igual, de la prohibición del divorcio o
de la libre expresión pornográfica.
Hay que combatir la convicción difusa de que la
adecuación a la Ley de Dios sería lo mejor solamente de un modo vago, pero que
lo mejor es obtener el consenso en torno a una moral civil de fundamento
puramente natural. Así, la Ley de Dios no es tan buena para la sociedad como la
transaccional, en cuanto práctica, aplicable o pacificadora.
Lo mejor, lo único bueno, no puede ser sino la
plena conformidad con la Ley de Dios. Plena conformidad que puede alcanzarse
por la razón natural pero es muy rara por los efectos del pecado. Y entretanto,
los consensos en torno a criterios subjetivos son mutables y nunca
absolutamente unánimes: irreales. Cualquier legislación que dicten desestima la
opinión de algunos y sin embargo se adopta, ¿por qué debería detener a los
ciudadanos cristianos la existencia de opiniones contrarias hasta el punto de renunciar
por principio a unas leyes cristianas?
En cualquier caso, no debe consentirse que un
cristiano se llegue a persuadir de que una legislación puramente humana es más
adecuada y realista que la cristiana, todo lo más, que es la menos mala posible
por ahora.
5. Sentada
su importancia, ¿hasta qué punto es necesaria la confesionalidad católica de
las sociedades?
Ciertamente, en absoluto, tanto las sociedades
terrenas como la comunidad de los fieles pueden subsistir de hecho sin ella, Pero
la práctica también demuestra que es ordinariamente necesaria, y mucho, como no
puede ser menos tratándose de su perfección.
Se puede decir que la confesionalidad pública es
una necesidad relativa que manifiesta una necesidad más profunda, puesto que su
alternativa es la confesionalidad privada de las asociaciones católicas, dado
que, cuando la potestad civil no reconoce y ampara los límites de la política
católica, los fieles deben subordinar su pluralismo legítimo a la unidad de
acción en torno a lo genéricamente católico, lo cual implica no ya partidos,
sino un conjunto de jerarquías paralelas católicas.
La confesionalidad es necesaria en la medida en que
se plantea el dilema: o Estado Católico o partidos católicos.
6. La
confesionalidad de las sociedades está implícita necesariamente en la mera
existencia de una Doctrina Social de la Iglesia.
En su Doctrina Social la Iglesia no sólo hace un
llamamiento a practicar las distintas virtudes en la vida social, sino que
enseña verdades —y no sólo morales— acerca de la sociedad: luego está pidiendo
que se profesen. Y que se profesen socialmente.
Las doctrinas acerca de la vida individual pueden
ponerse en práctica individualmente, pero las que atañen a la vida social han de
ser puestas en práctica por sociedades.
La Doctrina Social católica es un conjunto orgánico
en el que todos los elementos son interdependientes. Será mejor que nada, que
se ponga en práctica alguna de sus partes, pero no es ese su propósito.
Efectivamente, también tales verdades aisladas
pueden ser aplicadas por no católicos, bien por una coincidencia parcial, bien por
incongruencia con lo que se derivaría de sus principios.
Pero, ¿acaso hemos de confiar y conformarnos con
semejante aplicación parcial y aleatoria? Por el contrario, ¿no hay que esperar
la aplicación de la doctrina—aun con desfallecimientos y faltas— fundamentalmente
de quien primero la confiese y se proponga deliberadamente su aplicación?
Se medita poco en el hecho de que, en tanto se
multiplican los documentos de doctrina social, no obtienen frutos
proporcionales por la supresión de la confesionalidad de sindicatos,
asociaciones y partidos que se propongan su aplicación consciente y completa,
no accidental o vagamente inspiradora.
7. Otra
prueba de esa necesidad práctica de la confesionalidad es la reflexión sobre la
influencia del ambiente.
Es habitual en organizaciones apostólicas
intercambiar preocupaciones acerca de los hijos de los buenos católicos que,
sin embargo, pese a sus esfuerzos, no salen a sus padres. La postura acusatoria
de que no serán padres tan verdaderamente católicos es cómoda e injusta para
explicarlo siempre. Hay que considerar que en nuestra sociedad la influencia
del ambiente conjugado de la escuela, la televisión y las instituciones es opuesta
a la de los padres, y superior incluso en cuanto a su volumen.
Nadie consideraría prudente emprender una educación
sometiendo a los pupilos a adoctrinamientos y estímulos contrapuestos.
Por eso no basta la enseñanza de la Religión en las
escuelas, sino una enseñanza religiosa de todas las materias bajo una visión
unitaria, para que el niño no crezca en una incipiente esquizofrenia entre lo
que se le enseña en Religión y lo que se le inculque en historia, ciencias
naturales o filosofía.
Del mismo modo, hace falta en general una completa
cultura católica, un entorno social que no obstaculice el acceso y la práctica de
la Religión sino que lo faciliten. Y el ambiente social depende primero de cada
particular, pero no puede consolidarse y preservarse sin la sanción oficial de
la autoridad civil.
Además de que, como el bien es difusivo, es lógico
que la impregnación católica alcance el nivel legal y no se detenga en el de
las costumbres.
8. Y
también habla de la necesidad práctica de la confesionalidad una consideración
de tipo estratégico.
No ha de escandalizar el término porque la Iglesia
viadora es Iglesia militante, y, particularmente en nuestra época, hace frente
a una ofensiva coordinada contra la familia y contra la vida, derrocado ya en los
dos últimos siglos el orden político que las salvaguardaba.
La realidad cotidiana enseña cuál es nuestra penosa
situación, perdida la confesionalidad española: permanentemente padecemos
agresiones y ultrajes en todos los frentes, y no se vislumbran perspectivas de
evitarlos en lo sucesivo: la inmoralidad de los medios de comunicación, la
enseñanza de la Religión en las escuelas, el escarnio de todo lo sagrado, la
eutanasia, la asignación económica del clero, la supervivencia de las escuelas católicas,
los impuestos sobre los bienes eclesiásticos, el divorcio, las leyes
escandalosas, la proliferación de las sectas, el aborto.
Se impone la necesidad de conseguir una garantía
permanente y global —que eso es la confesionalidad— que ponga término a esta
situación.
Es una necesidad estratégica concentrar el esfuerzo
en un punto decisivo, con el que se ganan los demás, y no acudir sin tregua a
infinidad de cuestiones, siempre a la defensiva, dispersando la atención,
desgastando las fuerzas, sin vislumbrar final previsible, y carentes de
objetivos definitivos que perseguir y consolidar.
Porque la batalla por la confesionalidad no es sólo
la decisiva, sino ineludible. Antes o después, en cada batalla parcial, sean el
aborto, la enseñanza, o las fiestas, hay que esgrimir —y ponerse entonces a
justificar improvisadamente— los argumentos que conciernen a la autoridad dé la
Iglesia para dilucidar el Derecho Natural de pretendidos falsos derechos, o su
fundación divina que le confiere derecho a la independencia o a enseñar.
9. Por
último, que no lo menor, no debe descuidarse la necesidad de que el bien que se
hace por causa de Cristo —y con su auxilio— le sea atribuido explícitamente,
para que redunde en su Gloria y mueva a conversión.
Cuando un religioso hace por sus semejantes lo que
nadie haría por dinero, no oculta que actúa por amor de Dios, y con ello mueve
muchos corazones. También si una política promueve la paz, la justicia y la
prosperidad es necesario que se proclame y sepa que su bondad dimana de la Doctrina
Social Católica.