Quisiera en primer lugar expresar mi cordial
agradecimiento al Rector Magnífico y a las autoridades académicas de la
Pontificia Universidad Urbaniana, a los oficiales mayores, y a los
representantes de los estudiantes por su propuesta de titular en mi nombre el
Aula Magna reestructurada. Quisiera agradecer de modo particular al Gran
Canciller de la Universidad, el Cardenal Fernando Filoni, por haber acogido
esta iniciativa. Es motivo de gran alegría para mí poder estar siempre así
presente en el trabajo de la Pontificia Universidad Urbaniana.
En el curso de las diversas visitas que he podido
hacer como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, siempre me ha
impresionado la atmosfera de la universalidad que se respira en esta
universidad, en la cual jóvenes provenientes prácticamente de todos los países
de la tierra se preparan para el servicio al Evangelio en el mundo de hoy.
También hoy veo interiormente ante mí, en este aula, una comunidad formada por
muchos jóvenes que nos hacen percibir de modo vivo la estupenda realidad de la
Iglesia Católica.
«Católica»: Esta definición de la Iglesia, que
pertenece a la profesión de fe desde los tiempos antiguos, lleva consigo algo
del Pentecostés. Nos recuerda que la Iglesia de Jesucristo no miró a un solo
pueblo o a una sola cultura, sino que estaba destinada a la entera humanidad.
Las últimas palabras que Jesús dice a sus discípulos fueron: “Id y haced discípulos a todos los pueblos”.
Y en el momento del Pentecostés los apóstoles hablaron en todas las lenguas,
manifestando por la fuerza del Espíritu Santo, toda la amplitud de su fe.
Desde entonces la Iglesia ha crecido realmente en
todos los continentes. Vuestra presencia, queridos estudiantes, refleja el
rostro universal de la Iglesia. El profeta Zacarías anunció un reino mesiánico
que habría ido de mar a mar y sería un reino de paz. Y en efecto, allá donde es
celebrada la Eucaristía y los hombres, a partir del Señor, se convierten entre
ellos un solo cuerpo, se hace presente algo de aquella paz que Jesucristo había
prometido dar a sus discípulos. Vosotros, queridos amigos, sed cooperadores de
esta paz que, en un mundo rasgado y violento, hace cada vez más urgente
edificar y custodiar. Por eso es tan importante el trabajo de vuestra
universidad, en la cual queréis aprender a conocer más de cerca de Jesucristo
para poder convertiros en sus testigos.
El Señor
Resucitado encargó a sus discípulos, y a través de ellos a los discípulos de
todos los tiempos, que llevaran su palabra hasta los confines de la tierra y
que hicieran a los hombres sus discípulos.
El Concilio Vaticano II, retomando en el decreto Ad
Gentes una tradición constante, sacó a la luz las profundas razones de esta
tarea misionera y la confió con fuerza renovada a la Iglesia de hoy.
¿Pero todavía sirve? Se preguntan muchos hoy dentro
y fuera de la Iglesia ¿de verdad la misión sigue siendo algo de actualidad? ¿No
sería más apropiado encontrarse en el diálogo entre las religiones y servir
junto las causa de la paz en el mundo? La contra-pregunta es: ¿El diálogo puede sustituir a la misión?
Hoy muchos, en efecto, son de la idea de que las
religiones deberían respetarse y, en el diálogo entre ellos, hacerse una fuerza
común de paz. En este modo de pensar, la mayoría de las veces se presupone que
las distintas religiones sean una variante de una única y misma realidad, que “religión”
sea un género común que asume formas diferentes según las diferentes culturas,
pero que expresa una misma realidad. La cuestión de la verdad, esa que en un
principio movió a los cristianos más que a nadie, viene puesta entre
paréntesis. Se presupone que la auténtica verdad de Dios, en un último análisis
es alcanzable y que en su mayoría se pueda hacer presente lo que no se puede
explicar con las palabras y la variedad de los símbolos. Esta renuncia a la verdad parece real y útil para la paz entre las
religiones del mundo. Y aun así sigue siendo letal para la fe.
En efecto, la fe pierde su carácter vinculante y su
seriedad si todo se reduce a símbolos, en el fondo intercambiables, capaces de
posponer solo de lejos al inaccesible misterio divino.
Queridos amigos, veis que la cuestión de la misión
nos pone no solamente frente a las preguntas fundamentales de la fe, sino
también frente a la pregunta de qué es el hombre. En el ámbito de un breve
saludo, evidentemente no puedo intentar analizar de modo exhaustivo esta
problemática que hoy se refiere a todos nosotros. Quisiera al menos hacer
mención a la dirección que debería invocar nuestro pensamiento. Lo hago desde
dos puntos de partida.
PRIMER PUNTO DE PARTIDA
1. La opinión común es que las religiones estén por
así decirlo, una junto a otra, como los continentes y los países en el mapa
geográfico. Todavía esto no es exacto. Las religiones están en movimiento a
nivel histórico, así como están en movimiento los pueblos y las culturas.
Existen religiones que esperan. Las religiones tribales son de este tipo:
tienen su momento histórico y todavía están esperando un encuentro mayor que
les lleve a la plenitud.
Nosotros como cristianos, estamos convencidos que,
en el silencio, estas esperan el encuentro con Jesucristo, la luz que viene de
Él, que sola puede conducirles completamente a su verdad. Y Cristo les espera.
El encuentro con Él no es la irrupción de un extraño que destruye su propia
cultura o su historia. Es, en cambio, el ingreso en algo más grande, hacia el
que están en camino. Por eso, este encuentro es siempre, al mismo tiempo,
purificación y maduración. Por otro lado, el encuentro es siempre recíproco.
Cristo espera su historia, su sabiduría, su visión de las cosas.
Hoy vemos cada vez más nítido otro aspecto:
mientras en los países de su gran historia, el cristianismo se convirtió en
algo cansado y algunas ramas del gran árbol nacido del grano de mostaza del Evangelio
se secan y caen a la tierra, del encuentro con Cristo de las religiones en
espera brota nueva vida. Donde antes solo había cansancio, se manifiestan y
llevan alegría las nuevas dimensiones de la fe.
2. Las religiones en sí mismas no son un fenómeno
unitario. En ellas siempre van distintas dimensiones. Por un lado está la
grandeza del sobresalir, más allá del mundo, hacia Dios eterno. Pero por otro
lado, en esta se encuentran elementos surgidos de la historia de los hombres y
de la práctica de las religiones. Donde pueden volver sin lugar a dudas cosas
hermosas y nobles, pero también bajas y destructivas, allí donde el egoísmo del
hombre se ha apoderado de la religión y, en lugar de estar en apertura, la ha
transformado en un encerrarse en el propio espacio.
Por eso, la religión nunca es un simple fenómeno
solo positivo o solo negativo: en ella los dos aspectos se mezclan. En sus
inicios, la misión cristiana percibió de modo muy fuerte sobre todo los
elementos negativos de las religiones paganas que encontró. Por esta razón, el
anuncio cristiano fue en un primer momento estrechamente crítico con las
religiones. Solo superando sus tradiciones que en parte consideraba también
demoníacas, la fe pudo desarrollar su fuerza renovadora. En base a elementos de
este tipo, el teólogo evangélico Karl Barth puso en contraposición religión y
fe, juzgando la primera en modo absolutamente negativo como comportamiento
arbitrario del hombre que trata, a partir de sí mismo, de apoderarse de Dios.
Dietrich Bonhoeffer retomó esta impostación pronunciándose a favor de un cristianismo sin religión. Se trata sin
duda de una visión unilateral que no puede aceptarse. Y todavía es correcto
afirmar que cada religión, para permanecer en el sitio debido, al mismo tiempo
debe también ser siempre crítica de la religión. Claramente esto vale, desde
sus orígenes y en base a su naturaleza, para la fe cristiana, que, por un lado
mira con gran respeto a la profunda espera y la profunda riqueza de las
religiones, pero, por otro lado, ve en modo crítico también lo que es negativo.
Sin decir que la fe cristiana debe
siempre desarrollar de nuevo esta fuerza crítica respecto a su propia historia
religiosa.
Para nosotros los cristianos, Jesucristo es el Logos de Dios, la luz que nos ayuda a distinguir entre
la naturaleza de las religiones y su distorsión.
3. En nuestro tiempo se hace cada vez más fuerte la
voz de los que quieren convencernos de que la religión como tal está superada.
Solo la razón crítica debería orientar el actuar del hombre. Detrás de símiles
concepciones está la convicción de que con el pensamiento positivista la razón
en toda su pureza se ha apoderado del dominio. En realidad, también este modo
de pensar y de vivir está históricamente condicionado y ligado a determinadas
culturas históricas. Considerarlo como el único válido disminuiría al hombre,
sustrayéndole dimensiones esenciales de su existencia. El hombre se hace más pequeño, no más grande, cuando no hay espacio
para un ethos que, en base a su naturaleza auténtica retorna más allá del
pragmatismo, cuando no hay espacio para la mirada dirigida a Dios. El lugar
de la razón positivista está en los grandes campos de acción de la técnica y de
la economía, y todavía esta no llega a todo lo humano. Así, nos toca a nosotros
que creamos abrir de nuevo las puertas que, más allá de la mera técnica y el
puro pragmatismo, conducen a toda la grandeza de nuestra existencia, al
encuentro con Dios vivo.
SEGUNDO PUNTO DE PARTIDA
1. Estas reflexiones, quizá un poco difíciles,
deberían mostrar que hoy, en un modo profundamente mutuo, sigue siendo razonable el deber de comunicar a los otros el Evangelio
de Jesucristo.
Todavía hay un segundo modo, más simple, para
justificar hoy esta tarea. La alegría
exige ser comunicada. El amor exige ser comunicado. La verdad exige ser
comunicada. Quien ha recibido una gran alegría, no puede guardársela solo para
sí mismo, debe transmitirla. Lo mismo vale para el don del amor, para el don
del reconocimiento de la verdad que se manifiesta.
Cuando Andrés encontró a Cristo, no pudo hacer otra
cosa que decirle a su hermano: “Hemos
encontrado al Mesías”. Y Felipe, al cual se le donó el mismo encuentro, no
pudo hacer otra cosa que decir a Bartolomé que había encontrado a aquél sobre
el cual habían escrito Moisés y los profetas. No anunciamos a Jesucristo para que nuestra comunidad tenga el máximo
de miembros posibles, y mucho menos por el poder. Hablamos de Él porque
sentimos el deber de transmitir la alegría que nos ha sido donada.
Seremos anunciadores creíbles de Jesucristo cuando
lo encontremos realmente en lo profundo de nuestra existencia, cuando, a través
del encuentro con Él, nos sea donada la gran experiencia de la verdad, del amor
y de la alegría.
2. Forma parte de la naturaleza de la religión la
profunda tensión entre la ofrenda mística de Dios, en la que se nos entrega
totalmente a Él, y la responsabilidad para el prójimo y para el mundo por Él
creado. Marta y María son siempre inseparables, también si, de vez en cuando,
el acento puede recaer sobre la una o la otra. El punto de encuentro entre los
dos polos es el amor con el cual tocamos al mismo tiempo a Dios y a sus
Criaturas. “Hemos conocido y creído al
amor”: esta frase expresa la auténtica naturaleza del cristianismo. El amor, que se realiza y se refleja de
muchas maneras en los santos de todos los tiempos, es la auténtica prueba de la
verdad del cristianismo.
Benedicto XVI
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