mardi 18 mai 2010

La Santa Misa

Poco valor pueden tener mis reflexiones en asuntos de tantísimo calado teológico, como son la interpretación de los decretos del Concilio Vaticano II, sus consecuencias o los trabajos de la Comisión Pontificia Ecclesia Dei.
Sin embargo, desde mi pobre «fe de carbonero», que suelo tratar de iluminar en lo posible, se me pasan por la cabeza algunas ideas que me gustaría compartir.

A mi humilde entender, uno de los más graves problemas del «hombre moderno» es la gestión del tiempo. Ya me he quejado amargamente en esta bitácora de la esclavitud de los horarios. Aquello que los monjes benedictinos practicaban a modo de necesaria disciplina, se ha convertido hoy en un calvario generalizado. Somos esclavos del reloj y el calendario.
En las grandes ciudades al menos, hasta los jubilados van corriendo de un lado a otro todo el día.
Esta existencia desgraciada en la que cada día es igual al anterior y no hay sitio para la reflexión, la contemplación, la improvisación ni en definitiva para la libertad del hombre, unida a la presión diabólica para encerrar la religión en los templos, ha originado una relación pobre y triste del creyente con su religión.
En definitiva, religión, para aquellos pocos que aun guardan para ella un espacio en sus vidas, se traduce en bastante menos de una hora a la semana, cuando es posible.
Y ahí, en la misa dominical, en tres tristes cuartos de hora semanales, tiene que entrar todo, y eso no es posible.
Queremos que en la misa se nos ofrezca catequesis, exégesis, teología... que se nos explique el significado de todos los términos específicos que no pertenecen al vocabulario corriente... exigimos que se nos rindan cuentas de resultados, que se interpreten los acontecimientos, se aclaren las posturas oficiales del Vaticano... y sobre todo, que no se alargue mucho la «ceremonia» que es domingo y tenemos compromisos que atender. («Tal como está todo, deberían estar agradecidos los curas de que sigamos viniendo»).

Qué triste.

En estas circunstancias, hablar de misa tradicional tridentina en latín, es como explicarle los colores a un ciego de nacimiento.
La Santa Misa, la renovación sacramental del sacrificio de la cruz, tiene sus finalidades propias, adorar a Dios como Señor y Creador, darle gracias a Dios por todos los favores recibidos, pedir a Dios que derrame sus bendiciones sobre todos los hombres y satisfacer la Justicia de Dios por los pecados que se cometen.
Por supuesto que la relación de un católico con Dios no acaba aquí. Dios está presente en cada instante de su existencia.
Las lecturas apropiadas, la catequesis permanente durante toda la vida, la dirección espiritual, las conversaciones frecuentes sobre religión en todos los ambientes de la vida, y tantas otras cosas, sobre todo la oración, van enriqueciendo nuestra existencia y fortaleciendo nuestra fe, sin pausa posible.

La misa es sobre todo un tiempo de adoración, y la adoración debe ser lo más completa y perfecta posible.
Desde mi humilde interpretación, no creo que sea el lugar adecuado para la música ligera, las guitarras y tambores, la danza, el ruido, animadas conversaciones o aplausos.
Se me ofrece que son más adecuados el silencio, los ritos calmados, la liturgia cuidada en los detalles, la formulas tradicionales inmutables, y si, por supuesto, el latín.
Sobre la imposibilidad de comprender el latín, de entrada bastante sorprendente viniendo de un español, portugués, italiano o francés, no estamos hablando de traducir la «Guerra de las Galias», si no de seguir con facilidad un misal con la traducción en el lateral. Se me ocurre que la iniciativa política que, en contra de cualquier criterio educativo, eliminó el latín de la enseñanza, no era ajena a estos asuntos litúrgicos.
Y si creemos de verdad, como es el caso, en la presencia de Jesucristo en la Eucaristía, una adoración perfecta, por lógica, impone la colocación del sagrario presidiendo el centro de la misa, y la orientación de todos, sobre todo el sacerdote, dando frente a aquel a quien adoramos.
También me parece que comulgar de rodillas, recibiendo la Sagrada Forma de manos del sacerdote mientras el acólito sostiene la bandeja de oro, es más apropiado que tomarla de pie en las propias manos, a veces recibiéndola de otro feligrés.

Muchas otras cosas podrían decirse y se dirán sobre estos asuntos de trascendental importancia. Estas son solo algunas que se me pasan por la cabeza. En fin, Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.

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