La samaritana y el pozo de Dios Antonio Pavía |
Llegada para Jesús a su término
la etapa que los exegetas llaman su vida oculta, su Padre abre el pórtico que
le introduce en la misión para la que le ha enviado, dirigiendo sus pasos hacia
el río Jordán donde Juan estaba bautizando. Quiere que su Hijo sea manifestado
como tal ante el pueblo. Jesús se acerca entonces a Juan para ser bautizado por
él. Mateo nos relata la proclamación que el Padre hizo de su divinidad apenas
emergió de las aguas bautismales: “Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en
esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de
paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: Este es mi
Hijo en quien me complazco” (Mt 3,16-17).
La riqueza catequética de este
texto es inmensa. En primer lugar vemos a Jesús mostrando a todos el alfa y
omega de su misión: el Misterio Pascual. Inmerso en las aguas -imagen de su
descenso al sepulcro, a los abismos que desintegran al hombre- emerge,
victorioso, de ellas. Es su victoria y la nuestra. Su elevarse hacia lo alto
desde las profundidades, simboliza su abrir las puertas de los cielos —la
esfera, el ámbito de Dios- que estaban cerradas para el hombre. Por supuesto
que todos los demás israelitas que se sumergían en las aguas también se
elevaban sobre ellas. La novedad de Jesús es que en Él se abrieron al unísono
las aguas y los cielos; y además, el Padre testifica a los ojos de todos quién
es ese Jesús: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco”.
Así como en la creación, tal y
como catequéticamente nos la narra el libro del Génesis, cada maravilla que
sale de las manos de Yahvé viene acompañada de una declaración aprobatoria —“y
vio Dios que era bueno”-, en el bautismo de su Hijo la aprobación es pública, alcanza
a todos los que están en el Jordán. Bajo un silencio sólo comparable al que
acompañó a Israel en la teofanía del Sinaí, resonó la aprobación de Dios. Estas
voces vivas del Dios viviente consumaron la creación del hombre por medio de la
cual llega a ser hijo amado, hijo de su complacencia. La humanidad ha sido recreada
en el Hijo.
Volvemos al bautismo de Jesús en
el Jordán: Cómo se desdobló en mil direcciones la Palabra del Padre en el
corazón y el alma del Hijo que se abría camino en las aguas. ¿Qué pasó en el
corazón del Hijo al escuchar al Padre? Esto hace parte de su secreto que no nos
es permitido abordar. Lo que sí alcanzamos a saber es que, inmediatamente
después del bautismo, el Espíritu condujo a Jesús al desierto, ahí donde
Satanás se hace fuerte contra el hombre. Con la Palabra del Padre revistiendo
todo su ser, camina hacia allí para provocar un combate, cuerpo a cuerpo, con
el Padre de la Mentira (Jn 8,44). Desde el punto de vista catequético, los que
se enfrentan en este combate son las dos seducciones que se abren al hombre: la
de la Palabra de Dios y la del Tentador.
Jesús se adentra en el desierto
para enseñarnos que poderoso es Dios para convertir el campo del Tentador en el
lugar santo por excelencia. Lugar santo porque es en él donde Dios se da a
conocer. Lugar santo porque en él el hombre alcanza el conocimiento sublime de
dos misterios: el de Dios y el suyo. Misterios que tienden de forma natural a
entrelazarse ahí, en el lugar santo, en el desierto.
Sólo el que, como Jesús, acepta
ser conducido al desierto/soledad y polariza su búsqueda de Dios en el hecho
único de guardar la Palabra en un terreno tan hostil a Él... llega a conocerlo.
Llega a conocerlo porque Dios se manifiesta a aquellos que, despreciando la
“tranquilidad y seguridad que comporta el bien hacer las cosas”-como es el caso
del hijo mayor de la parábola de la Misericordia (Lc 15,19)- se adentra en la
precariedad que implica buscar y hacer la voluntad de Dios. Voluntad que nunca
podrá manipular pues su manifestación es progresiva, no la cumple de una vez para
siempre.
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