Durante una pequeña escala técnica, antes de dirigirme hacia tierras del Reino de Castilla, he tenido la oportunidad de leer en alguna bitácora amiga, nuevas reflexiones sobre la criminal ley del aborto y las diferentes iniciativas en defensa del derecho a la vida.
No quiero entrar en discusiones sobre la mejor manera de enfrentarse a semejante ataque contra la dignidad humana, del tipo de si es preferible tener un partido político católico o que haya católicos en los partidos políticos.
Si creo necesario destacar, como pequeña aportación al debate, que el católico que se lanza a la lucha política debe tener, en cualquier caso, siempre presente los peligros a los que se enfrenta.
El mayor de ellos es confiar en sus propias fuerzas, estrategias o planes, y olvidar que únicamente con la ayuda de Dios es posible cambiar el mundo.
La única institución a la que pertenecemos los católicos es la Santa Madre Iglesia, nuestro único programa político es el Evangelio y nuestra declaración programática es el Credo.
Nuestra fuerza no depende de lo bien que nos organicemos o coordinemos nuestros míseros esfuerzos. Nuestra fuerza procede directamente de Nuestro Señor Jesucristo y nos llega fundamentalmente a través de los Sacramentos.
Y finalmente debemos recordar siempre cuál es nuestra arma primera, fundamental y poderosísima, que no es otra que la oración.
Fundamentando de este modo cualquier iniciativa, sólo nos faltará utilizar toda nuestra valentía para defender la verdad, la base de nuestra auténtica libertad, en cualquier ocasión o circunstancia.
Declarar con valentía ante quien sea necesario que una sociedad en la que florecen al mismo tiempo dos negocios tan opuestos en apariencia, que realmente son las dos caras de una misma moneda, como las clínicas de “fertilidad”, en las que se manipulan, congelan o “desechan” embriones humanos, y las clínicas abortistas, en las que se descuartizan fetos en los vientres de sus madres, es una sociedad criminal y depravada que se dirige ciegamente y sin remisión a su trágico final.
Cuanto más satisfecho se hunda el mundo en el fango de su propia inmundicia, con más determinación debemos fortalecernos en la fe a través de la oración, el estudio y la piedad, para estar en las mejores condiciones de ser instrumentos de la acción divina.