Otro amigo que me llama para contarme que se ha separado de su mujer.
Aunque no debería sorprenderme, no puedo evitar que me entristezca. Y no sólo por un matrimonio que se rompe o por unos niños que dejan de vivir rodeados del amor de su padre y su madre. Me entristece ver una sociedad formada por hombres y mujeres incapaces de amarse, de convivir, de comprometerse, de confiar…
Aunque no debería sorprenderme, no puedo evitar que me entristezca. Y no sólo por un matrimonio que se rompe o por unos niños que dejan de vivir rodeados del amor de su padre y su madre. Me entristece ver una sociedad formada por hombres y mujeres incapaces de amarse, de convivir, de comprometerse, de confiar…
Nunca acudo a “segundas bodas”. Mis amigos saben que, aunque agradezco las invitaciones, no tengo interés en celebrar una costumbre que considero degradante.
De hecho, según yo lo veo, mi matrimonio no es un compromiso que pueda terminar “cuando la muerte nos separe”, como dicen en las películas horteras de Hollywood. Mi unión con mi esposa va mucho más allá, y la muerte no puede “separarnos”. El mismo Dios que nos ha unido, venció ya a la muerte en su resurrección. Por eso aún si quedásemos viudos, no lo quiera Dios, no podríamos volver a casarnos.
Pero todo esto no puede quedarse en una hermosa declaración de intenciones. No consiste en decirse “te quiero” continuamente, aunque no esté de más. Se trata de actuar verdaderamente con arreglo a un plan de vida, en el que tu matrimonio, la familia que libremente has fundado, ocupa el destacado primer lugar entre tus prioridades.
Antes de casarme, recuerdo que mi profesión me ocupaba el tiempo y el pensamiento, casi en un 90%. Cuando contraje matrimonio, empecé a esperar con ansia la hora de terminar la jornada laboral para ir a dar un paseo con mi esposa, ir al cine, “de tiendas”, o quedarnos en casa a solas.
Cuando empezaron a llegar los hijos ya no veía la hora se volver a casa cada día, para no perderme un instante de sus vidas, y cada día pasado lejos de casa se convertía en una tortura.
Desde entonces y hasta la fecha, ya no ha habido lugar en mi vida para aficiones o placeres que no fuesen compartidos. Y así debe ser.
Yo no puedo entenderme sin ellos, ni ellos sin cada uno de nosotros. Somos una familia, antes que ninguna otra cosa.
No siempre es fácil, ni siempre igualmente agradable o placentero. Pero saber que nunca estaremos solos, nos fortalece a cada instante.
¿Qué será de esta generación, educada en la costumbre de abandonar ante las dificultades, sus compromisos más sagrados?
Roguemos en caridad a Nuestro Señor Jesucristo por los matrimonios cristianos.
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