jeudi 31 janvier 2013

Exposición de las doctrinas modernistas (y V)

Con lo expuesto hasta aquí, venerables hermanos, tenemos bastante y sobrado para formarnos cabal idea de las relaciones que establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo la cual comprenden también la historia.

Ante todo, se ha de asentar que la materia de una está fuera de la materia de la otra y separada de ella. Pues la fe versa únicamente sobre un objeto que la ciencia declara serle incognoscible; de aquí un campo completamente diverso: la ciencia trata de los fenómenos, en los que no hay lugar para la fe; ésta, por lo contrario, se ocupa enteramente de lo divino, que la ciencia desconoce por completo. De donde se saca en conclusión que no hay conflictos posibles entre la ciencia y la fe; porque si cada una se encierra en su esfera, nunca podrán encontrarse ni, por lo tanto, contradecirse.

Si tal vez se objeta a eso que hay en la naturaleza visible ciertas cosas que incumben también a la fe, como la vida humana de Jesucristo, ellos lo negarán. Pues aunque esas cosas se cuenten entre los fenómenos, mas en cuanto las penetra la vida de la fe, y en la manera arriba dicha, la fe las transfigura y desfigura, son arrancadas del mundo sensible y convertidas en materia del orden divino. Así, al que todavía preguntase más, si Jesucristo ha obrado verdaderos milagros y verdaderamente profetizado lo futuro; si verdaderamente resucitó y subió a los cielos: no, contestará la ciencia agnóstica; sí, dirá la fe. Aquí, con todo, no hay contradicción alguna: la negación es del filósofo, que habla a los filósofos y que no mira a Jesucristo sino según la realidad histórica; la afirmación es del creyente, que se dirige a creyentes y que considera la vida de Jesucristo como vivida de nuevo por la fe y en la fe.

A pesar de eso, se engañaría muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe y la ciencia por ninguna razón se subordinan la una a la otra; de la ciencia sí se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no de la fe, que, no sólo por una, sino por tres razones está sometida a la ciencia. Pues, en primer lugar, conviene notar que todo cuanto incluye cualquier hecho religioso, quitada su realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás, y principalmente las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos, y por eso cae bajo el dominio de la ciencia. Séale lícito al creyente, si le agrada, salir del mundo; pero, no obstante, mientras en él viva, jamás escapará, quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la historia.

Además, aunque se ha dicho que Dios es objeto de sola la fe, esto se entiende tratándose de la realidad divina y no de la idea de Dios. Esta se halla sujeta a la ciencia, la cual, filosofando en el orden que se dice lógico, se eleva también a todo lo que es absoluto e ideal. Por lo tanto, la filosofía o la ciencia tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño que pueda mezclarse; de aquí el axioma de los modernistas: «la evolución religiosa ha de ajustarse a la moral y a la intelectual»; esto es, como ha dicho uno de sus maestros, «ha de subordinarse a ellas».

Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que la ciencia da de este mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente de la fe; pero que ésta, por el contrario, aunque se pregone como extraña a la ciencia, debe sometérsele.

Todo lo cual, venerables hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, nuestro predecesor, enseñaba cuando dijo: «Es propio de la filosofía, en lo que atañe a la religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildemente». Los modernistas invierten sencillamente los términos: a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX, también predecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: «Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de la vanidad, se empeñan en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas sagradas... a la doctrina de la filosofía racional, no fiara algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia... Estos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava».

Y todo esto, en verdad, se hará más patente al que considera la conducta de los modernistas, que se acomoda totalmente a sus enseñanzas. Pues muchos de sus escritos y dichos parecen contrarios, de suerte que cualquiera fácilmente reputaría a sus autores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen de propósito y con toda consideración, por el principio que sostienen sobre la separación mutua de la fe y de la ciencia. De aquí que tropecemos en sus libros con cosas que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página hay otras que se dirían dictadas por un racionalista. Por consiguiente, cuando escriben de historia no hacen mención de la divinidad de Cristo; pero predicando en los templos la confiesan firmísimamente. Del mismo modo, en las explicaciones de historia no hablan de concilios ni Padres; mas, si enseñan el catecismo, citan honrosamente a unos y otros. De aquí que distingan también la exégesis teológica y pastoral de la científica e histórica.

Igualmente, apoyándose en el principio de que la ciencia de ningún modo depende de la fe, al disertar acerca de la filosofía, historia y crítica, muestran de mil maneras su desprecio de los maestros católicos, Santos Padres, concilios ecuménicos y Magisterio eclesiástico, sin horrorizarse de seguir las huellas de Lutero; y si de ello se les reprende, quejánse de que se les quita la libertad.

Confesando, en fin, que la fe ha de subordinarse a la ciencia, a menudo y abiertamente censuran a la Iglesia, porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por lo tanto, desterrada con este fin la teología antigua, pretenden introducir otra nueva que obedezca a los delirios de los filósofos.

mercredi 30 janvier 2013

El Hobbit

Por un día, voy a interrumpir momentaneamente mi repaso a la magnífica encíclica "Pascendi Dominici gregis" de San Pío X en la que se condena con toda claridad el Modernismo teológico y que culminaría con el juramento "Sacrorum Antistitum" por el que cada miembro del clero católico "abraza y recibe firmemente todas y cada una de las verdades que la Iglesia por su magisterio, que no puede errar, ha definido, afirmado y declarado, principalmente los textos de doctrina que van directamente dirigidos contra los errores de estos tiempos", que fue obligatorio hasta 1967, y que, por supuesto, sigue siendo respetado por la Fraternidad San Pío X.

El motivo de mi interrupción temporal de este apasionante asunto es recomendar un articulito aparecido hoy sobre economía, relacionado con el lanzamiento de la película "El Hobbit", que pudiera servir de reflexión a mis inteligentísimos lectores y que reproduzco a continuación:


Smaug es un dragón que aparece en la novela El hobbit. En ella se cuenta que era el último de los grandes dragones que quedaban en la Tierra Media y que expulsó a los enanos de la Montaña Solitaria tomando su tesoro.

Podríamos considerar a Smaug como un gran fenómeno fiscal o como un desastre natural, que deprime la actividad económica al quemar bosques y campos, matar guerreros, devorar a jóvenes doncellas y crear residuos y destrucción generales. Aún así, la gente, ya sean elfos, enanos o humanos, tiene una gran capacidad para reconstruir. ¿Cómo afecta esto a la tierra media? ¿Qué lecciones podemos sacar?

El efecto económico de Smaug, creo que es obvio ya que se trata de una enorme perturbación económica. Se puede extraer que la cantidad de oro acuñado que Smaug retiró de la circulación, representa un volumen significativo de divisa. Esto, inevitablemente, podría conducir a la deflación y a la disminución de la actividad económica. En definitiva, a una gran depresión.

Pero antes de nada, y para quienes no hayan leído la novela o visto la película, veamos como empieza:

Bilbo Bolsón es como cualquier hobbit: no mide más de metro y medio, vive pacíficamente en la Comarca, y su máxima aspiración es disfrutar de los placeres sencillos de la vida (comer bien, pasear y charlar con los amigos).

Y es que todos ellos son tan vagos como bonachones, por naturaleza, y porque quieren. Pero una soleada mañana, Bilbo recibe la inesperada visita de Gandalf, el mago de larga barba gris y alto sombrero, que cambiará su vida para siempre. Con Gandalf y una pandilla de trece enanos, y con la ayuda de un mapa misterioso, nuestro héroe partirá hacia la Montaña Solitaria a fin de rescatar el valioso tesoro custodiado por Smaug el Dorado, un terrible y enorme dragón. Para eso tendrán que superar muchísimos peligros y toda clase de aventuras que Bilbo jamás hubiera podido ni imaginar y que lo convertirán en el hobbit más famoso del mundo.”

Y aquí es donde comienza la historia de nuestro pequeño protagonista, la depresión económica le obliga a “emprender” una gran aventura para finalmente recuperar el tesoro. Como novela de niños, me encanta esta moraleja y es que frente a la llegada de un gran problema, el protagonista deja la comodidad de su casa para ayudar a solucionar el problema. Un duro trabajo en equipo con beneficios comunes.

No obstante, no quiero centrarme en esta parte de la historia si no en lo que ocurre tras la muerte del dragón (siento si te he reventado el final de la novela, pero seguro que no te sorprende este final). Tras su desaparición, la riqueza que éste había acumulado fue compartida por los enanos y otros que habían participado en la lucha. Mucho oro fue enviado al Maestro de la Ciudad del Lago en donde el resultado fue un aumento inmediato de la oferta monetaria y un rápido crecimiento de la actividad económica en general. Ante este escenario en el que repentinamente “llueve oro”, tanto los gobiernos como los ciudadanos están tentados de gastar, en el caso de los hobbits seguramente en enormes banquetes. Y esto suele traducirse en una desastrosa hiperinflación, es el conocido como “Mal Danés“, nombre que se le asigna a las consecuencias dañinas provocadas por un aumento significativo en los ingresos de un país (hay muchos ejemplos, el más reciente lo que ocurrió recientemente en Somalia con el “oro” llegado de los piratas) y es que muchas veces, la diferencia entre la prosperidad y la depresión radica en más en ligeros matices, que en enormes dragones.



lundi 28 janvier 2013

Exposición de las doctrinas modernistas (IV)

Si, pasando al creyente, se desea saber en qué se distingue, en el mismo modernista, el creyente del filósofo, es necesario advertir una cosa, y es que el filósofo admite, sí, la realidad de lo divino como objeto de la fe; pero esta realidad no la encuentra sino en el alma misma del creyente, en cuanto es objeto de su sentimiento y de su afirmación: por lo tanto, no sale del mundo de los fenómenos. Si aquella realidad existe en sí fuera del sentimiento y de la afirmación dichos, es cosa que el filósofo pasa por alto y desprecia. Para el modernista creyente, por lo contrario, es firme y cierto que la realidad de lo divino existe en sí misma con entera independencia del creyente. Y si se pregunta en qué se apoya, finalmente, esta certeza del creyente, responden los modernistas: en la experiencia singular de cada hombre.

Con cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión de los protestantes y seudomísticos.

Véase, pues, su explicación. En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido.

¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el concilio Vaticano.

Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo.

Nadie, puestas las precedentes premisas, considerará absurda ninguna de estas conclusiones. Lo que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras profesan y que se empeñan con todas veras en esparcir entre el vulgo.

Otro punto hay en esta cuestión de doctrina en abierta contradicción con la verdad católica.

Pues el principio de la experiencia se aplica también a la tradición sostenida hasta aquí por la Iglesia, destruyéndola completamente. A la verdad, por tradición entienden los modernistas cierta comunicación de alguna experiencia original que se hace a otros mediante la predicación y en virtud de la fórmula intelectual; a la cual fórmula atribuyen, además de su fuerza representativa, como dicen, cierto poder sugestivo que se ejerce, ora en el creyente mismo para despertar en él el sentimiento religioso, tal vez dormido, y restaurar la experiencia que alguna vez tuvo; ora sobre los que no creen aún, para crear por vez primera en ellos el sentimiento religioso y producir la experiencia. Así es como la experiencia religiosa se va propagando extensamente por los pueblos; no sólo por la predicación en los existentes, más aún en los venideros, tanto por libros cuanto por la transmisión oral de unos a otros.

Pero esta comunicación de experiencias a veces se arraiga y reflorece; a veces envejece al punto y muere. El que reflorezca es para los modernistas un argumento de verdad, ya que toman indistintamente la verdad y la vida. De lo cual colegiremos de nuevo que todas las religiones existentes son verdaderas, pues de otro modo no vivirían.

vendredi 25 janvier 2013

Exposición de las doctrinas modernistas (III)


No hemos visto hasta aquí, venerables hermanos, que den cabida alguna a la inteligencia; pero, según la doctrina de los modernistas, tiene también su parte en el acto de fe, y así conviene notar de qué modo.

En aquel sentimiento, dicen, del que repetidas veces hemos hablado, porque es sentimiento y no conocimiento, Dios, ciertamente, se presenta al hombre; pero, como es sentimiento y no conocimiento, se presenta tan confusa e implicadamente que apenas o de ningún modo se distingue del sujeto que cree. Es preciso, pues, que el sentimiento se ilumine con alguna luz para que así Dios resalte y se distinga. Esto pertenece a la inteligencia, cuyo oficio propio es el pensar y analizar, y que sirve al hombre para traducir, primero en representaciones y después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen. De aquí la expresión tan vulgar ya entre los modernistas: «el hombre religioso debe pensar su fe».

La inteligencia, pues, superponiéndose a tal sentimiento, se inclina hacia él, y trabaja sobre él como un pintor que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a hacer que resalten las líneas del antiguo dibujo: casi de este modo lo explica uno de los maestros modernistas. En este proceso la mente obra de dos modos: primero, con un acto natural y espontáneo traduce las cosas en una aserción simple y vulgar; después, refleja y profundamente, o como dicen, elaborando el pensamiento, interpreta lo pensado con sentencias secundarias, derivadas de aquella primera fórmula tan sencilla, pero ya más limadas y más precisas. Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la Iglesia, formarán el dogma.

Ya hemos llegado en la doctrina modernista a uno de los puntos principales, al origen y naturaleza del dogma. Este, según ellos, tiene su origen en aquellas primitivas fórmulas simples que son necesarias en cierto modo a la fe, porque la revelación, para existir, supone en la conciencia alguna noticia manifiesta de Dios. Mas parecen afirmar que el dogma mismo está contenido propiamente en las fórmulas secundarias.

Para entender su naturaleza es preciso, ante todo, inquirir qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del ánimo. No será difícil descubrirlo si se tiene en cuenta que el fin de tales fórmulas no es otro que proporcionar al creyente el modo de darse razón de su fe. Por lo tanto, son intermedias entre el creyente y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su objeto, vulgarmente llamados símbolos; con relación al creyente, son meros instrumentos. Mas no se sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren una verdad absoluta; pues, como símbolos, son imágenes de la verdad, y, por lo tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, en cuanto éste se refiere al hombre; como instrumentos, son vehículos de la verdad y, en consecuencia, tendrán que acomodarse, a su vez, al hombre en cuanto se relaciona con el sentimiento religioso. Mas el objeto del sentimiento religioso, por hallarse contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, que pueden aparecer sucesivamente, ora uno, ora otro. A su vez, el hombre, al creer, puede estar en condiciones que pueden ser muy diversas. Por lo tanto, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán expuestas a las mismas vicisitudes, y, por consiguiente, sujetas a mutación. Así queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma.

¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!

No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe; tal es la tesis fundamental de los modernistas, que, por otra parte, fluye de sus principios.

Pues tienen por una doctrina de las más capitales en su sistema y que infieren del principio de la inmanencia vital, que las fórmulas religiosas, para que sean verdaderamente religiosas, y no meras especulaciones del entendimiento, han de ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso. Ello no se ha de entender como si esas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hayan sido inventadas para reemplazar al sentimiento religioso, pues su origen, número y, hasta cierto punto, su calidad misma, importan muy poco; lo que importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado convenientemente, si lo necesitan, se las asimile vitalmente. Es tanto como decir que es preciso que el corazón acepte y sancione la fórmula primitiva y que asimismo sea dirigido el trabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas secundarias. De donde proviene que dichas fórmulas, para que sean vitales, deben ser y quedar asimiladas al creyente y a su fe. Y cuando, por cualquier motivo, cese esta adaptación, pierden su contenido primitivo, y no habrá otro remedio que cambiarlas.

Dado el carácter tan precario e inestable de las fórmulas dogmáticas se comprende bien que los modernistas las menosprecien y tengan por cosa de risa; mientras, por lo contrario, nada nombran y enlazan sino el sentimiento religioso, la vida religiosa. Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si equivocara el camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que permite que la misma religión se arruine.

Ciegos, ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad, a la par que la genuina naturaleza del sentimiento religioso: para ello han fabricado un sistema en el cual, bajo el impulso de un amor audaz y desenfrenado de novedades, no buscan dónde ciertamente se halla la verdad y, despreciando las santas y apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, sobre las cuales —hombres vanísimos— pretenden fundar y afirmar la misma verdad. Tal es, venerables hermanos, el modernista como filósofo.

jeudi 24 janvier 2013

Lo que va de ayer a hoy


Memoria histórica de verdad

Muy mal andan las cosas si tenemos que fijarnos en el ejemplo histórico del gobierno de la segunda república presidido por Lerroux…

2013 (Atención a la sarta de sandeces)

Declaración de Soberanía aprobada en el Parlamento catalán

El pueblo de Cataluña, a lo largo de su historia, ha manifestado democráticamente la voluntad de autogobernarse, con el objetivo de mejorar el progreso, el bienestar y la igualdad de oportunidades de toda la ciudadanía, y para reforzar la cultura propia y su identidad colectiva.
El autogobierno de Cataluña se fundamenta también en los derechos históricos del pueblo catalán, en sus instituciones seculares y en la tradición jurídica catalana. El parlamentarismo catalán tiene sus fundamentos en la Edad Media, con las asambleas de Pau i Treva y de la Cort Comtal.
En el siglo XIV se crea la Diputación del General o Generalitat, que va adquiriendo más autonomía hasta actuar, durante los siglos XVI y XVII, como gobierno del Principado de Cataluña. La caída de Barcelona el 1714, a raíz de la Guerra de Sucesión, conlleva que Felipe V aboliese con el Decreto de Nueva Planta el derecho público catalán y las instituciones de autogobierno.
Este itinerario histórico ha sido compartido con otros territorios, hecho que ha configurado un espacio común lingüístico, cultural, social y económico, con vocación de reforzarlo y promoverlo desde el reconocimiento mutuo.
Durante todo el siglo XX la voluntad de autogobernarse de las catalanas y los catalanes ha sido una constante. La creación de la Mancomunidad de Cataluña el 1914 supondrá un primer paso en la recuperación del autogobierno, que fue abolida por la dictadura de Primo de Rivera. Con la proclamación de la Segunda República española se constituyó un gobierno catalán el 1931 con el nombre de Generalitat de Cataluña, que se dotó de un Estatuto de Autonomía.
La Generalitat fue de nuevo abolida el 1939 por el general Franco, que instauró un régimen dictatorial hasta el 1975. La dictadura contó con una resistencia activa del pueblo y el Gobierno de Cataluña. Uno de los hitos de la lucha para la libertad es la creación de l'Assemblea de Cataluña el año 1971, previa a la recuperación de la Generalitat, con carácter provisional, con el retorno el 1977 de su presidente en el exilio. En la transición democrática, y en el contexto del nuevo sistema autonomista definido por la Constitución española de 1978, el pueblo de Cataluña aprobó mediante referéndum el Estatuto de Autonomía de Cataluña el 1979, y celebró las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña en 1980.
En los últimos años, en la vía de la profundización democrática, una mayoría de las fuerzas políticas y sociales catalanas han impulsado medidas de transformación del marco político y jurídico. La más reciente, concretada en el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña iniciado por el Parlamento el año 2005. Las dificultades y negativas por parte de las instituciones del Estado Español, entre las que es necesario destacar la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, conllevan una negativa radical a la evolución democrática de las voluntades colectivas del pueblo catalán dentro del Estado Español y crea las bases para una involución en el autogobierno, que hoy se expresa con total claridad en los aspectos políticos, competenciales, financieros, sociales, culturales y lingüísticos.
De varias formas, el pueblo de Cataluña ha expresado la voluntad de superar la actual situación de bloqueo en el seno del Estado Español. Las manifestaciones masivas del 10 de julio de 2010 bajo el lema 'Som una Nació, nosaltres decidim' y la del 11 de septiembre de 2012 bajo el lema 'Catalunya nou Estat d'Europa' son expresión del rechazo de la ciudadanía hacia la falta de respeto a las decisiones del pueblo de Cataluña.
Con fecha 27 de septiembre de 2012, mediante la resolución 742/IX, el Parlamento de Cataluña constató la necesidad de que el pueblo de Cataluña pudiera determinar libremente y democráticamente su futuro colectivo mediante una consulta. Las últimas elecciones al Parlamento de Cataluña del 25 de noviembre de 2012 han expresado y confirmado esta voluntad de forma clara e inequívoca.
Con el objetivo de llevar a cabo este proceso, el Parlamento de Cataluña, reunido en la primera sesión de la X legislatura, y en representación de la voluntad de la ciudadanía de Cataluña expresada democráticamente en las últimas elecciones, formula la siguiente:

Declaración de soberanía y el derecho a decidir del pueblo de Cataluña

¿De qué se ríen estos dos?
De acuerdo con la voluntad mayoritaria expresada democráticamente por parte del pueblo de Cataluña, el Parlamento de Cataluña acuerda iniciar el proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir para que los ciudadanos y las ciudadanas de Cataluña puedan decidir su futuro político colectivo, de acuerdo con los principios siguientes:

-Soberanía. El pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano.
-Legitimidad democrática. El proceso del ejercicio del derecho a decidir será escrupulosamente democrático, garantizando especialmente la pluralidad de opciones y el respeto a todas ellas, a través de la deliberación y diálogo en el seno de la sociedad catalana, con el objetivo de que el pronunciamiento resultante sea la expresión mayoritaria de la voluntad popular, que será el garante fundamental del derecho a decidir.
-Transparencia. Se facilitarán todas las herramientas necesarias para que el conjunto de la población y la sociedad civil catalana tenga toda la información y el conocimiento preciso para el ejercicio del derecho a decidir y se promueva su participación en el proceso.
-Diálogo. Se dialogará y se negociará con el Estado español, las instituciones europeas y el conjunto de la comunidad internacional.
-Cohesión social. Se garantizará la cohesión social y territorial del país y la voluntad expresada en múltiples ocasiones por la sociedad catalana de mantener Cataluña como un solo pueblo.
-Europeismo. Se defenderán y promoverán los principios fundacionales de la Unión Europea, particularmente los derechos fundamentales de los ciudadanos, la democracia, el compromiso con el estado del bienestar, la solidaridad entre los diferentes pueblos de Europa y la apuesta por el progreso económico, social y cultural.
-Legalidad. Se utilizarán todos los marcos legales existentes para hacer efectivo el fortalecimiento democrático y el ejercicio del derecho a decidir.
-Papel principal del Parlamento. El Parlamento en tanto que la institución que representa al pueblo de Cataluña tiene un papel principal en este proceso y por tanto deberán acordarse y concretar los mecanismos y las dinámicas de trabajo que garanticen este principio.
-Participación. El Parlamento de Cataluña y el Gobierno de la Generalitat deben hacer partícipes activos en todo este proceso al mundo local, y al máximo de fuerzas políticas, agentes económicos y sociales, y entidades culturales y cívicas de nuestro país, y concretar los mecanismos que garanticen este principio.

El Parlamento de Cataluña anima al conjunto de ciudadanos y ciudadanas a ser activos y protagonistas de este proceso democrático del ejercicio del derecho a decidir del pueblo de Cataluña.


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1934

El destino lógico y natural de los traidores
(Foto de Lluis Companys)
Parte Oficial. Presidencia del Consejo de Ministros. El Presidente del Consejo de Ministros tiene el honor de dirigirse a los españoles:

A la hora presente, la rebeldía, que ha logrado perturbar el orden público, llega a su apogeo.

Afortunadamente, la ciudadanía española ha sabido sobreponerse a la insensata locura de los mal aconsejados, y el movimiento, que ha tenido graves y dolorosas manifestaciones en pocos lugares del territorio, queda circunscrito, por la actividad y el heroísmo de la fuerza pública, a Asturias y Cataluña.

En Asturias, el ejército está adueñado de la situación, y en el día de mañana quedará restablecida la normalidad.

En Cataluña, el Presidente de la Generalidad, con olvido de todos los deberes que le impone su cargo, su honor y su responsabilidad, se ha permitido proclamar el Estat Catalá.

Ante esa situación, el Gobierno de la República ha tomado el acuerdo de proclamar el estado de guerra en todo el país.

Al hacerlo público, el Gobierno declara que ha esperado hasta agotar todos los medios que la ley pone en sus manos, sin humillación ni quebranto de su autoridad.

En las horas de la paz no escatimó transigencia.

Declarado el estado de guerra, aplicará sin debilidad ni crueldad, pero enérgicamente, la ley marcial.

Está seguro de que ante la rebeldía social de Asturias y ante la posición antipatriótica de un Gobierno de Cataluña, que se ha declarado faccioso, el alma entera del país entero, se levantará en un arranque de solidaridad nacional, en Cataluña como en Castilla, en Aragón como en Valencia, en Galicia como en Extremadura, y en las Vascongadas, y en Navarra, y en Andalucía, a ponerse al lado del Gobierno para restablecer, con el imperio de la Constitución, del Estatuto y de todas las leyes de la República, la unidad moral y política, que hace de todos los españoles un pueblo libre, de gloriosa tradición y glorioso porvenir.

Todos los españoles sentirán en el rostro el sonrojo de la locura que han cometido unos cuantos. El Gobierno les pide que no den asilo en su corazón a ningún sentimiento de odio contra pueblo alguno de nuestra Patria. El patriotismo de Cataluña sabrá imponerse allí mismo a la locura separatista y sabrá conservar las libertades que le ha reconocido la República bajo un Gobierno que sea leal a la Constitución.

En Madrid, como en todas partes, una exaltación de la ciudadanía nos acompaña.

Con ella y bajo el imperio de la ley vamos a seguir la gloriosa historia de España.

Decretos. Presidencia del Consejo de Ministros.

De acuerdo con el Consejo de Ministros y a propuesta de su Presidente, vengo en decretar lo siguiente:

Artículo 1º. Con arreglo a lo prevenido por el artículo 52 de la Ley de 28 de julio de 1933, se declara el Estado de Guerra en todo el territorio de la República Española.

Artículo 2º. Por los Generales Jefes de las Divisiones orgánicas, Comandantes Militares de Baleares y Canarias y Jefe Superior de las Fuerzas Militares de Marruecos, con relación a las plazas de Ceuta y Melilla, se dictarán los oportunos bandos con arreglo a la Ley de Orden público, que regirán en los territorios a que alcance la jurisdicción de las Auditorías respectivas.

Artículo 3º. Del presente decreto se dará cuenta a las Cortes, a tenor de lo prevenido por el artículo 60 de la mencionada Ley y 42 de la Constitución de la República.

Dado en Madrid a seis de octubre de mil novecientos treinta y cuatro.

El Presidente del Consejo de Ministros

ALEJANDRO LERROUX GARCÍA





mercredi 23 janvier 2013

Exposición de las doctrinas modernistas (II)

Pero no se detiene aquí la filosofía o, por mejor decir, el delirio modernista. Pues en ese sentimiento los modernistas no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación. Y, en efecto, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No es ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sentimiento que aparece en la conciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso se manifiesta al alma aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden aún: desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de la fe, tenemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego tiene a Dios como revelador y como revelado. De aquí, venerables hermanos, aquella afirmación tan absurda de los modernistas de que toda religión es a la vez natural y sobrenatural, según los diversos puntos de vista. De aquí la indistinta significación de conciencia y revelación. De aquí, por fin, la ley que erige a la conciencia religiosa en regla universal, totalmente igual a la revelación, y a la que todos deben someterse, hasta la autoridad suprema de la Iglesia, ya la doctrinal, ya la preceptiva en lo sagrado y en lo disciplinar.

Sin embargo, en todo este proceso, de donde, en sentir de los modernistas, se originan la fe y la revelación, a una cosa ha de atenderse con sumo cuidado, por su importancia no pequeña, vistas las consecuencias histórico-críticas que de allí, según ellos, se derivan.

Porque lo incognoscible, de que hablan, no se presenta a la fe como algo aislado o singular, sino, por lo contrario, con íntima dependencia de algún fenómeno, que, aunque pertenece al campo de la ciencia y de la historia, de algún modo sale fuera de sus límites; ya sea ese fenómeno un hecho de la naturaleza, que envuelve en sí algún misterio, ya un hombre singular cuya naturaleza, acciones y palabras no pueden explicarse por las leyes comunes de la historia. En este caso, la fe, atraída por lo incognoscible, que se presenta junto con el fenómeno, abarca a éste todo entero y le comunica, en cierto modo, su propia vida. Síguense dos consecuencias. En primer lugar, se produce cierta transfiguración del fenómeno, esto es, en cuanto es levantado por la fe sobre sus propias condiciones, con lo cual queda hecho materia más apta para recibir la forma de lo divino, que la fe ha de dar; en segundo lugar, una como desfiguración —llámese así— del fenómeno, pues la fe le atribuye lo que en realidad no tiene, al haberle sustraído a las condiciones de lugar y tiempo; lo que acontece, sobre todo, cuando se trata de fenómenos del tiempo pasado, y tanto más cuanto más antiguos fueren. De ambas cosas sacan, a su vez, los modernistas, dos leyes, que, juntas con la tercera sacada del agnosticismo, forman las bases de la crítica histórica. Un ejemplo lo aclarará: lo tomamos de la persona de Cristo. En la persona de Cristo, dicen, la ciencia y la historia ven sólo un hombre. Por lo tanto, en virtud de la primera ley, sacada del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto presente carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la levanta sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera, la misma persona de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las palabras, actos y todo cuanto, en fin, no corresponda a su naturaleza, estado, educación, lugar y tiempo en que vivió.

Extraña manera, sin duda, de raciocinar; pero tal es la crítica modernista.

En consecuencia, el sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los senos de la subconsciencia, es el germen de toda religión y la razón asimismo de todo cuanto en cada una haya habido o habrá. Oscuro y casi informe en un principio, tal sentimiento, poco a poco y bajo el influjo oculto de aquel arcano principio que lo produjo, se robusteció a la par del progreso de la vida humana, de la que es —ya lo dijimos— una de sus formas. Tenemos así explicado el origen de toda relígión, aun de la sobrenatural: no son sino aquel puro desarrollo del sentimiento religioso. Y nadie piense que la católica quedará exceptuada: queda al nivel de las demás en todo. Tuvo su origen en la conciencia de Cristo, varón de privilegiadísima naturaleza, cual jamás hubo ni habrá, en virtud del desarrollo de la inmanencia vital, y no de otra manera.

¡Estupor causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia! ¡Y, sin embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más adelante, a saber: hasta afirmar que nuestra santísima religión, lo mismo en Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada, en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural.

Por lo tanto, el concilio Vaticano, con perfecto derecho, decretó: «Si alguno dijere que el hombre no puede ser elevado por Dios a un conocimiento y perfección que supere a la naturaleza, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, mediante un continuo progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea excomulgado».

lundi 21 janvier 2013

Exposición de las doctrinas modernistas (I)

Para mayor claridad en materia tan compleja, preciso es advertir ante todo que cada modernista presenta y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por decirlo así, al filósofo, al creyente, al apologista, al reformador; personajes todos que conviene distinguir singularmente si se quiere conocer a fondo su sistema y penetrar en los principios y consecuencias de sus doctrinas.

Comencemos ya por el filósofo. Los modernistas establecen, como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas. Por lo tanto, es incapaz de elevarse hasta Dios, ni aun para conocer su existencia, de algún modo, por medio de las criaturas: tal es su doctrina. De donde infieren dos cosas: que Dios no puede ser objeto directo de la ciencia; y, por lo que a la historia pertenece, que Dios de ningún modo puede ser sujeto de la historia.

Después de esto, ¿que será de la teología natural, de los motivos de credibilidad, de la revelación externa? No es difícil comprenderlo. Suprimen pura y simplemente todo esto para reservarlo al intelectualismo, sistema que, según ellos, excita compasiva sonrisa y está sepultado hace largo tiempo.

Nada les detiene, ni aun las condenaciones de la Iglesia contra errores tan monstruosos. Porque el concilio Vaticano decretó lo que sigue: «Si alguno dijere que la luz natural de la razón humana es incapaz de conocer con certeza, por medio de las cosas creadas, el único y verdadera Dios, nuestro Creador y Señor, sea excomulgado». Igualmente: «Si alguno dijere no ser posible o conveniente que el hombre sea instruido, mediante la revelación divina, sobre Dios y sobre el culto a él debido, sea excomulgado». Y por último: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado».
Ahora, de qué manera los modernistas pasan del agnosticismo, que no es sino ignorancia, al ateísmo científico e histórico, cuyo carácter total es, por lo contrario, la negación; y, en consecuencia, por qué derecho de raciocinio, desde ignorar si Dios ha intervenido en la historia del género humano hacen el tránsito a explicar esa misma historia con independencia de Dios, de quien se juzga que no ha tenido, en efecto, parte en el proceso histórico de la humanidad, conózcalo quien pueda. Y es indudable que los modernistas tienen como ya establecida y fija una cosa, a saber: que la ciencia debe ser atea, y lo mismo la historia; en la esfera de una y otra no admiten sino fenómenos: Dios y lo divino quedan desterrados.

Pronto veremos las consecuencias de doctrina tan absurda fluyen con respecto a la sagrada persona del Salvador, a los misterios de su vida y muerte, de su resurrección y ascensión gloriosa.

Agnosticismo este que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los modernistas; el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital.

El tránsito del uno al otro es como sigue: natural o sobrenatural, la religión, como todo hecho, exige una explicación. Pues bien: una vez repudiada la teología natural y cerrado, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad; más aún, abolida por completo toda revelación externa, resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida, y debe hallarse en lo interior del hombre; pero como la religión es una forma de la vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del hombre. Por tal procedimiento se llega a establecer el principio de la inmanencia religiosa. En efecto, todo fenómeno vital —y ya queda dicho que tal es la religión— reconoce por primer estimulante cierto impulso o indigencia, y por primera manifestación, ese movimiento del corazón que llamamos sentimiento. Por esta razón, siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino. Por otra parte, como esa indigencia de lo divino no se siente sino en conjuntos determinados y favorables, no puede pertenecer de suyo a la esfera de la conciencia; al principio yace sepultada bajo la conciencia, o, para emplear un vocablo tomado de la filosofía moderna, en la subconsciencia, donde también su raíz permanece escondida e inaccesible.

¿Quiere ahora saberse en qué forma esa indigencia de lo divino, cuando el hombre llegue a sentirla, logra por fin convertirse en religión? Responden los modernistas: la ciencia y la historia están encerradas entre dos límites: uno exterior, el mundo visible; otro interior, la conciencia. Llegadas a uno de éstos, imposible es que pasen adelante la ciencia y la historia; más allá está lo incognoscible. Frente ya a este incognoscible, tanto al que está fuera del hombre, más allá de la naturaleza visible, como al que está en el hombre mismo, en las profundidades de la subconsciencia, la indigencia de lo divino, sin juicio alguno previo (lo cual es puro fideísmo) suscita en el alma, naturalmente inclinada a la religión, cierto sentimiento especial, que tiene por distintivo el envolver en sí mismo la propia realidad de Dios, bajo el doble concepto de objeto y de causa íntima del sentimiento, y el unir en cierta manera al hombre con Dios. A este sentimiento llaman fe los modernistas: tal es para ellos el principio de la religión.

vendredi 18 janvier 2013

Sobre las doctrinas de los modernistas


DEL SUMO PONTÍFICE PÍO X

SOBRE LAS DOCTRINAS DE LOS MODERNISTAS

INTRODUCCIÓN

Al oficio de apacentar la grey del Señor que nos ha sido confiada de lo alto, Jesucristo señaló como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje como a las contradicciones de una falsa ciencia. No ha existido época alguna en la que no haya sido necesaria a la grey cristiana esa vigilancia de su Pastor supremo; porque jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, «hombres de lenguaje perverso» (1), «decidores de novedades y seductores» (2), «sujetos al error y que arrastran al error» (3).

Gravedad de los errores modernistas

1. Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados.

Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre.

2. Tales hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia. Pero no se extrañará de ello nadie que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijere que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días, el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado la segur no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que circule el virus por todo el árbol, y en tales proporciones que no hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Y mientras persiguen por mil caminos su nefasto designio, su táctica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al racionalista y al católico, lo hacen con habilidad tan refinada, que fácilmente sorprenden a los incautos. Por otra parte, por su gran temeridad, no hay linaje de consecuencias que les haga retroceder o, más bien, que no sostengan con obstinación y audacia. Juntan a esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, constancia y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia intachables. Por fin, y esto parece quitar toda esperanza de remedio, sus doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que desprecian toda autoridad y no soportan corrección alguna; y atrincherándose en una conciencia mentirosa, nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo es obra de la tenacidad y del orgullo.

A la verdad, Nos habíamos esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón habíamos empleado con ellos, primero, la dulzura como con hijos, después la severidad y, por último, aunque muy contra nuestra voluntad, las reprensiones públicas. Pero no ignoráis, venerables hermanos, la esterilidad de nuestros esfuerzos: inclinaron un momento la cabeza para erguirla en seguida con mayor orgullo. Ahora bien: si sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero se trata de la religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio; prolongarlo sería un crimen. Tiempo es de arrancar la máscara a esos hombres y de mostrarlos a la Iglesia entera tales cuales son en realidad.

3. Y como una táctica de los modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha razón), táctica, a la verdad, la más insidiosa, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas en un conjunto, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí, reservándonos indicar después las causas de los errores y prescribir los remedios más adecuados para cortar el mal.

Notas

1. Hch 20,30.

2. Tit 1,10.

3. 2 Tim 3,13.


 

mercredi 16 janvier 2013

Monarquía Hispánica


Todos los que se interesan o estudian la historia de España coinciden en que su mayor esplendor se alcanza con Felipe II. Incluso una visión tan pesimista como la del propio Ortega en su “España invertebrada”, considera que el vigésimo año de su reinado constituye la cumbre y por tanto el momento en que comienza la decadencia española.

Partiendo de este acuerdo, me ha parecido conveniente echar un vistazo a la organización de España en dicho periodo, ya que si aceptamos que fue el mejor de nuestros tiempos pasados, parece lógico que nos fijemos en sus leyes e instituciones a la hora de buscar luz para encontrar soluciones a la catastrófica situación del siglo XXI.

Es necesario en primer lugar hacer frente a la falacia, tan extendida actualmente, de que la Monarquía Hispánica no fue más que un simple conjunto de reinos y entidades políticas yuxtapuestas. No puede caberle duda a ningún historiador serio que se acerque sin prejuicios, ni intereses espurios, a las fuentes documentales, que en los siglos XVI y XVII en concreto son abundantísimas, de que la Monarquía Hispánica tuvo siempre conciencia de ser un único Estado, cuyo elemento constituyente, y aquí está el núcleo de la cuestión, era la Religión Católica, ni más ni menos.

La constitución del Estado Español durante la Monarquía Hispánica no se fundamentaba en ninguna norma creada “ex novo”. Su “estatalismo constitucionalizado” se basaba en la Teología Moral Católica, siendo evidentes los grandes beneficios que produjo el constante efecto modelador ejercido por la norma teológica sobre la legislación y práctica del gobierno y justicia por parte del Estado. Doctrinas como la de los derechos fundamentales, que muchos desinformados atribuyen a textos franco-anglo-americanos inmensamente posteriores, son fruto evidente de las exposiciones hechas por los teólogos y juristas españoles del XVI y XVII. Sin duda la humanidad no le estará nunca lo suficientemente agradecida a la “Escuela de Salamanca”, por poner el ejemplo más notable.
 
Resulta paradigmático el caso de la consulta elevada por los procuradores de las Cortes de Madrid de 1583-1585 al agustino  Fray Luis de León y otros teólogos jesuitas sobre la cuestión financiera de si era lícito invertir en limosnas parte de lo recaudado en el “servicio de millones”, y por tanto emplear el dinero fuera del destino al que estaba vinculado por la condición del otorgamiento. Preguntaban a fin de cuentas si estaban cometiendo malversación de fondos públicos.

Una vez aclarado que hablamos de un único Estado, con una constitución evidente, la Religión Católica, establezcamos sus fundamentos organizativos.

Lógicamente, en la cúspide de la organización de la Monarquía Hispánica, se encontraba el Rey. ¿Pero qué tipo de reinado era el suyo? Creo que la definición más fiel al modelo monárquico de Felipe II es el de “vicaría”. Vicario es quien “tiene las veces, poder y facultades de otra persona o la sustituye”, y el principio “constituyente” del Estado Español durante la Monarquía Hispánica fue hacer las veces, mantener el poder doctrinal y ejecutar las facultades directrices propias de la Teología Católica, especialmente en su aspecto moral.

No debemos confundir estos principios con la religiosidad o el fervor de uno u otro monarca, que no sería más que una cuestión personal. Hablamos de una continuidad formal, sin altibajos ni matices, registrada en las fórmulas con que los reyes promulgaban sus decretos, desde Alfonso X – Jaime I hasta Carlos IV, que nos muestran la expresión técnica sobre el fundamento teórico de las medidas tomadas en cada ley promulgada, lo que nos lleva, no a la religiosidad personal de cada monarca, sino a la formulación jurídica de preceptos coactivos.

Para entendernos, la “exposición de motivos” de cada ley del magnífico corpus doctrinal de la Monarquía Hispánica, se refiere siempre a la defensa de la moral y teología católicas, consideradas, y con razón evidente, como el mayor provecho y defensa posibles de los españoles.

A este concepto de “monarquía vicaria” deberemos recurrir para entender muchos aspectos históricos de la Monarquía Hispánica. Esta “vicariedad” del Estado se da principalmente respecto del propio cuerpo teológico del catolicismo, por lo que el acatamiento por el Estado de las actitudes de las instituciones y miembros de la Iglesia se produce en la medida que se entienda que son fieles a la doctrina, y produce un rechazo evidente cuando no observan dicha sintonía.

Así se pueden entender sin dificultad eventos como el saco de Roma por los ejércitos de Carlos I en 1527 o las tensiones con la Corte Pontificia acerca de Milán, como en los tiempos del Arzobispo Carlos Borromeo.

Aunque no pretendo escribir un tratado sobre la Monarquía Hispánica en esta humilde entrada, debemos mencionar al menos la trilogía de figuras Patronato-Vicariato-Presentación, que constituyeron sin duda la forma más inteligente de encauzar la relación Iglesia-Estado en su evidentemente necesaria vinculación, evitando las exorbitancias sanguinarias que la confluencia de lo espiritual y lo político produjeron por ejemplo en Inglaterra.

El “Regio patronato” se refiere al ejercicio por el monarca de las facultades atribuidas a la Iglesia en el gobierno de los fieles, convirtiéndose, de hecho y de derecho, en la máxima autoridad eclesiástica sus territorios.

Podríamos hablar del “pase regio” o control de la entrada de los documentos papales, de modo que el monarca es el único transmisor de las disposiciones pontificias, o los “recursos de fuerza” mediante los que los reyes se constituyen en defensores de sus vasallos y naturales, en este caso los eclesiásticos, reservándose el inhibirles de la acción de las estructuras institucionales de la Iglesia, frenando la arbitrariedad de los jueces eclesiásticos.

El vicariato es la concepción expresamente manifestada por los monarcas y defendida por sus juristas de ser “Vicarios Generales” de la Sede Apostólica en territorios como América.

Mención especial merecen los derechos de presentación para la designación de determinados cargos eclesiásticos.

El Patronato, el Vicariato y el derecho de presentación, esto debe quedar claro, fueron únicamente una compensación casi honorífica por el gigantesco esfuerzo económico y logístico realizado por la Monarquía española para difundir  y defender la Religión Católica, sin el cual la Iglesia habría tenido muchísimas dificultades para su expansión doctrinal.


Así pues, en la España de Felipe II, el cuerpo político se vertebraba por vía de lo religioso. Y recuerdo que hemos empezado diciendo que todos los historiadores serios coinciden en señalar este periodo como el mejor, más benéfico y fructífero de la historia patria.

¿Cuáles eran las piezas o instituciones esenciales del Estado en la Monarquía hispánica? Aparte del monarca, que desdoblaba su eficacia mediante “duplicaciones de su personalidad”, gracias a la figura de los virreyes y otras múltiples delegaciones como los gobernadores o los corregidores, siete grandes piezas jurídico-políticas reciben su potestad del monarca. Los Consejos permanentes, temáticos o geográfico-políticos, asesores y resolutivos con carácter supremo, las Juntas “ad hoc” que canalizaban fundamentalmente el deber de consejo al rey, unas Cortes, más técnico-financieras en Castilla y más orientadas a la defensa de las oligarquías en los demás reinos, una burocracia cada vez más construida y eficaz, los Secretarios, que enlazan la figura omnipresente del monarca con los demás elementos, y por último los ejércitos permanentes y la diplomacia activa en los reinos extranjeros más sensibles en su relación con España.

Creo importante hacer hincapié en el tema de la potestad delegada en el caso de los virreyes. El monarca, como titular de la corona, conserva la supremacía derivada de retener la facultad de nombrarlos y cesarlos, pero mientras un virrey ejerce su cargo, se, como la doctrina de la época señala reiteradamente, la misma persona del rey. No cabe pues equipararlos a los gobernadores ni a los corregidores, que caen mucho más que aquellos en el núcleo de una delegación en sentido estricto.

Al estar conceptuados como la misma persona del rey, provocaban un efecto multiplicador de la acción y el prestigio de éste. Su eficacia era triple, aproximaba el rey a los súbditos, dotaba al rey de un hilo directo de relación, control e información, y en lo referente a la configuración constitucional del Estado, la identidad jurídica rey-virrey evita la presencia de estructuras intermedias entre el rey y sus súbditos, causantes de la fractura propia del feudalismo.

El especial cuidado puesto en corregir cualquier tendencia a la patrimonialización en los cargos muestra la conciencia que tuvo siempre la Corona de ese peligro feudalizante. Conviene a este respecto recordar la añorada figura de los juicios de residencia.

La institución virreinal supuso pues un original y hábil sistema que logró un triple éxito político. En primer lugar no delegar, sino colegiar, permitiendo el ejercicio de la realeza sin menoscabo de la jerarquía. En segundo lugar evitar la percepción de ausencia física continuada del rey y finalmente soslayar el peligro de desestructuración feudal de la Monarquía.

En otra ocasión, ya que hoy me estoy alargando demasiado, recordaremos las figuras del gobierno local, corregidores, alcaldes y alcaldes mayores.

Muchas son las enseñanzas evidentes de la historia de la Monarquía Hispánica para los fracasados modelos revolucionarios liberales que aún padecemos en los albores del siglo XXI. Terminaré con una cita de Leopold von Ranke, uno de los más ilustres historiadores universales que profundizó en el análisis de la Monarquía Hispánica, situándola en el contexto de aquellos Estados donde sus gobernantes actúan “descansando sobre la libertad del individuo (y eso) confiere al soberano simplemente el poder necesario para proteger esa libertad frente a los enemigos de dentro y de fuera”, sin duda algo que se edificaba por los conceptos de los cuales la Monarquía Hispánica quiso ser vicaria, los de la Religión Católica.