lundi 26 juillet 2010

Una etapa más

En mi largo viaje, que aún ha de durar algún tiempo, este fin de semana lo he pasado en soledad en Francia. Por circunstancias diversas, mi familia ha tenido que tomarme algunas etapas de ventaja en el viaje, que al igual que el gran viaje de nuestra existencia, hemos decidido hacer juntos.

Fue Thomas Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos de América, el que dijo que “todo hombre tiene dos países, el suyo y Francia”. Aunque mis lazos con Francia no tengan nada que ver con los de Thomas Jefferson, uno de los redactores de su declaración de independencia y defensor de la “declaración de derechos del hombre”, que curiosamente poseía un gran número de esclavos en sus plantaciones, en este caso debo darle la razón.

El viernes aproveché la oportunidad para ir al cine a ver la última película de Jean Becker, con Gérard Depardieu y Gisèle Casadesus, titulada “la tête en friche”, algo así como “la cabeza en barbecho”. Ignoro si llegará o no a los cines de España, pero es sin duda una película que merece la pena ver. Una historia deliciosa de relaciones humanas, esperanza y literatura, realizada con fino humor y buen gusto. En resumen, todo lo contrario de lo que es habitual en el cine español, contemporáneo.

El sábado debo reconocer que lo pase por completo entre el caldarium, el frigidarium y el tepidarium de unas antiguas termas romanas, convenientemente modernizadas, donde aparte de recuperar fuerzas de las jornadas anteriores de mi viaje, que falta me hacía, y purificar el cuerpo, tuve de nuevo la oportunidad de dedicar tiempo a la lectura reposada.

El domingo, como es natural, fue el día para la purificación del alma. Algo que resulta mucho más sencillo de hacer en el territorio de la república laica francesa que en el otrora católico Reino de España, es encontrar, como hice yo ayer, una iglesia en la que se celebre la misa según el rito extraordinario, es decir la misa católica tradicional.

Resulta en estos tiempos un privilegio impagable ver al sacerdote, correctamente vestido, realizar con la debida precisión cada uno de los pequeños detalles del ritual, al igual que los acólitos, y sentirse sumergido en el recogimiento y la profunda adoración de la renovación incruenta del sacrificio de Cristo, como verdaderamente sólo se puede sentir entre los cánticos, el incienso y las eternas palabras recogidas en el misal romano, las mismas que Nuestro Señor Jesucristo pronunció el día de su Pasión.

No hace mucho leí en la prensa un artículo sobre la esperanzadora situación de nuestros hermanos de la Iglesia Ortodoxa en Rusia, en el que uno de sus representantes achacaba los males que padece la Iglesia Católica al “intento de modernizarse a costa de perder signos de identidad esenciales y sin que encima ello haya dado ningún resultado positivo”.

La vida cristiana no se limita a la misa, no hace falta decirlo, pero la misa constituye el centro de gravedad y el pilar fundamental de la vida de la fe. Lutero lo vio con claridad, “destruyamos la misa y destruiremos la Iglesia”. Gracias a Dios la promesa de inmortalidad hecha a la Santa Madre Iglesia no tiene fecha límite y durará hasta el fin de los tiempos, y “el poder del infierno no prevalecerá contra ella”.

PS. Escuchar de nuevo el himno nacional de España en los Champs-Elysées (los de Paris, no los de Dante) en la ceremonia final del Tour de France, precisamente el día de Santiago Apóstol, Patrón de España, ha contribuido a cerrar brillantemente un fin de semana todo lo agradable que podía llegar a ser a pesar de sentir la lejanía de los míos.

lundi 19 juillet 2010

Desde la ruta

Heme aquí de nuevo, habiendo recorrido ya una gran parte de mi viaje sin retorno previsto.

De momento, en este verano tan distinto a cualquier otro, aunque recuerdo pocos de mis veranos que se parezcan entre sí, lo único que permanece inalterado es la costumbre de leer aún más que de costumbre.

Finalizado el primer volumen de Los Cristianos de Max Gallo, sobre la vida de Saint Martin de Tours y el encuentro entre el cristianismo y la antigüedad clásica, una verdadera delicia cuya conclusión, y es el autor quien lo dice, es que sólo la Iglesia Católica puede considerarse la heredera del Imperio Romano, es decir de nuestra cultura greco-romana, y también el segundo volumen sobre Clovis, el primer rey católico de Francia, que más que leerlo lo he devorado, me dispongo a empezar el tercero y último, sobre San Bernardo.

¿Qué mejor compañía para cualquier época del año que la de San Martín de Tours, San Remigio de Reims, Santa Genoveva, Santa Clotilde, Clodoveo I…?

Sobre los sitios en los que hemos estado hablaré más adelante, con calma, porque a pesar de esa plaga de la modernidad que se llama “turismo”, aún quedan lugares de belleza material y espiritual incomparables, que merece la pena compartir con quién es capaz de apreciarlos, como estoy seguro que es el caso de los lectores habituales de esta humilde bitácora. (Dejo como pista para saber uno de los lugares por los que hemos pasado hace unos días, la foto de San Martín cortándose el manto para el pobre. El que reconozca la imágen y tenga tiempo y ganas, puede escribirlo en un comentario a esta entrada).

He sufrido en ocasiones auténticos rebaños de turistas, numerados con pegatinas de colores para distinguir una manada de otra, recorriendo lugares en los que como mínimo deberían hacer un examen básico de cultura general para permitir la entrada. Sin poder evitarlo, les he escuchado preguntas y comentarios dignos de ser castigados con la pena de muerte.

Y algo que me indigna un poco, y me mueve a reflexión, son las catedrales e iglesias en las que es necesario pagar una entrada y acceder como se accede a un museo o a una sala de conciertos y no a un templo (aunque también sea indignante en ocasiones el sistema de acceso a los museos, templos de la musas, sobre todo a aquellos pagados a expensas del erario público).

Se me ocurre que la Santa Madre Iglesia, que sin duda se ve obligada a un tremendo esfuerzo para mantener su incalculable patrimonio histórico material, podría expedir algo así como el “documento de identificación católico”, en el que estuviesen reflejados los datos básicos del creyente, las fechas de recepción de los sacramentos del bautismo, primera comunión, confirmación, matrimonio u orden sacerdotal, pongo yo por caso, con el que, debidamente actualizado, los fieles pudiesen entrar libremente a rezar en cualquier templo de la Cristiandad, ya fuera una humilde ermita románica o una catedral gótica.

De la situación política en nuestra pobre Patria, por muchos mundiales de fútbol que se ganen, mejor no hablar… de momento.