“La Comunión Tradicionalista levanta a todos los vientos, con un grito de alerta, su proclama de la unidad católica al servicio de la Iglesia y de la Patria, y llama a todos los españoles a defender la Soberanía social de Nuestro Señor Jesucristo, que la religión Católica, única verdadera, es la oficial de España, y la unidad católica es la base de la unidad nacional”.
Con este toque a rebato, la Comunión recordó, a una sociedad adormilada por la victoria, algo que la dinastía legítima siempre mantuvo cuando estaba en pie de guerra. El Rey Carlos V tenía por “deber tan grato como sagrado el proteger y promover la religión santa de nuestros padres”. Carlos VII juró “que nos sacrificaríamos todos sin descanso por el triunfo de Cristo en el mundo, por la Unidad Católica”. Más solemnemente, la Princesa de Beira declaró en su carta al Infante D. Juan (1861) que “las leyes fundamentales de la Monarquía española obligan al Rey a jurar que profesará y observará y hará que profese y observe, la religión Católica, Apostólica y Romana, en toda la Monarquía, con exclusión de todo otro culto o de cualquier otra doctrina”.
Y en 1936, con el laconismo que la circunstancia requería, el Rey Alfonso Carlos I condensó esta fervorosa defensa de la unidad católica poniendo “la Religión Católica, Apostólica y Romana con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue servida y amada tradicionalmente en nuestros Reinos” como primer fundamento inmutable de la legitimidad española. No hacía falta decir más. Porque por entonces bastaba con que alguien se declarase católico, para que se diera por sentado que era defensor de la unidad católica, de la obligación que todo gobernante tiene de dar culto público a Cristo y de someterse a la ley moral natural que la Iglesia custodia, y que rechazaba la libertad religiosa. Tales doctrinas no procedían de algún sistema filosófico o político peculiar del carlismo, sino que eran sencilla expresión de lo que siempre ha enseñado la Iglesia Católica. Pues desde los tiempos de San Gelasio, Bonifacio VIII o Gregorio VII hasta los pontífices del siglo XIX y primera parte del XX, los papas siempre defendieron la suprema potestad de la Iglesia, unas veces contra quienes querían usurpar su poder, como hicieron los monarcas absolutos, y –otras– contra los que tratan de menospreciarlo y arrinconarlo, como viene haciendo invariablemente la democracia liberal. Y, en esa defensa, la Iglesia, poniendo todo el peso de su autoridad en la empresa, hizo caer las más terribles condenas sobre sus enemigos.
Pío XI, por ejemplo, declaró la encíclica Quas Primas: “Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos”.
Si conviene recordar estas palabras sobre el laicismo y los supuestos beneficios de que el Estado no asuma ninguna posición confesional, no menos necesario es traer a colación lo que Pío X dijo a propósito de nuestra sagrada religión, convertida en expresión concreta del factor religioso. Ese santo Papa, tras condenar en la Pascendi la doctrina modernista según la cual “el sentimiento religioso (…) es el germen de toda religión”, incluso de la católica que “queda al nivel de las demás en todo”, lanzó sobre dicha doctrina estas palabras terribles: “¡Estupor causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia! ¡Y, sin embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más adelante, a saber: hasta afirmar que nuestra santísima religión, lo mismo en Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada, en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural”.
Fácil cosa sería multiplicar las citas, pero bastan las mencionadas para mostrar cuán bien fundada en el magisterio eclesiástico estaba la doctrina sostenida por el carlismo. Por eso, la Comunión Tradicionalista, completamente segura de que “Dios no se muda” y confortada por las palabras del Papa San Simplicio: “Lo que por manos apostólicas, con asentimiento de la Iglesia universal, mereció ser cortado al filo de la navaja evangélica no puede cobrar vigor para renacer”, o por aquellas otras, según las cuales “no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina”, ha querido hoy reafirmar su fe en la única religión verdadera, la defensa que siempre hizo del culto público y del sometimiento del Estado al orden moral y su ardiente deseo de restablecer en nuestra Patria la unidad católica que le dio su grandeza. Lo ha hecho con el mismo énfasis que puso Manuel Fal Conde cuando, en 1950, dijo: “la Unidad Católica es un derecho irrenunciable de la Comunión Tradicionalista”, pues es “el mayor bien y la mayor gloria de España, don preciosísimo, más precioso que la misma independencia nacional” y ha animado a todo carlista, y a todo católico, a seguir ese ejemplo.
José Miguel Gambra