Juan Manuel de Prada ABC 27 de febrero de 2012 |
¿Cuál es el alma del capitalismo? No es, como ingenuamente se cree, el mercado libre, ni la propiedad privada, ni la iniciativa individual: todo esto ya existía antes de que el capitalismo adquiriese credenciales como sistema económico; y en su evolución hacia un capitalismo internacional y financiero lo único que ha hecho ha sido erosionar tales pilares, hasta dejarlos inoperantes o irreconocibles.
Lo que en verdad distingue al capitalismo, lo que define su esencia es la limitación de la responsabilidad del capitalista respecto de su capital, separando su persona individual de la personalidad jurídica de la empresa que dirige. La idea de limitación de la responsabilidad rompió con los conceptos tradicionales de propiedad y de sociedad, ligados indisolublemente a la responsabilidad personal de sus titulares, para propiciar la conversión de la propiedad en un ente con vida propia, una suerte de kéfir monstruoso e insaciable, que mientras crece reparte beneficios entre los titulares, pero que cuando se declara en quiebra deja a acreedores y trabajadores a dos velas, obligados a repartirse los exiguos despojos de la sociedad, mientras el capitalista disfruta a salvo de su patrimonio intacto. Esta idea de la limitación de la responsabilidad, en volandas de la burbuja especulativa propiciada por las bolsas de valores, es la que ha favorecido la concentración propietaria, la economía transnacional, la quiebra de los bancos y la deuda externa desenfrenada; y todos estos males, en lugar de remediarlos en su origen, pretenden nuestros mandamases arreglarlos con parches que no hacen sino expoliar la maltrecha economía real. A esto se reducía aquel eslogan canallesco —«esto lo arreglamos entre todos»— popularizado hace algún tiempo por los amos del cotarro: los dividendos y los pelotazos nos los llevamos unos pocos; las pérdidas las pagamos «entre todos», porque nuestros patrimonios son intocables, gracias al principio de responsabilidad limitada.
El otro día quebraba un periódico de progreso, y sus trabajadores hacían público un comunicado en el que reclamaban a la empresa editora que «sea fiel ahora a sus pretendidos principios progresistas». Pero sospecho que a los titulares de tal empresa editora, que contemplan la laceria de sus trabajadores con los patrimonios intactos, les ocurrirá lo mismo que le ocurrió a Bernard Shaw, en palabras de Chesterton: «Después de castigar durante años a gran número de personas por no ser progresistas, Shaw ha descubierto que es muy dudoso que pueda resultar progresista ningún ser humano existente. Al dudar que la humanidad pueda combinarse con el progreso, las más de las personas habrían elegido abandonar el progreso y quedarse con la humanidad. El señor Shaw, no contentándose con cualquier cosa, decide romper con la humanidad y opta por el progreso por su propio bien». Optar por el progreso por su propio bien y romper con la humanidad es lo que hace el capitalismo en la hora presente: lo hacen las empresas de progreso y lo hacen los bancos europeos, que según acaba de revelarnos el publicano Almunia han recibido, entre los años 2008 y 2010, 1,6 billones de euros en «rescates», como «inyección de liquidez» y para tapar sus «activos tóxicos». Dado que, en el caso de los bancos, el capitalismo refuerza todavía más el principio general de limitación de la responsabilidad que rige para cualquier empresa, podemos imaginarnos fácilmente de dónde sale ese pastizal. Cedamos nuevamente la voz a Chesterton: «Los Rothschild y los Rockefeller son partidarios de la propiedad; pero no desean la propiedad propia, sino la ajena». Que en esto se resume, al fin y a la postre, el alma del capitalismo.