Con permiso del Señor Embajador en el Infierno, publico hoy mi primera “conversación en el castillo”, por aquello del Marqués de Montauran, aunque con anterioridad he compartido ya en la bitácora varios fragmentos de nuestras interesantísimas tertulias familiares, normalmente sentados a la mesa durante la cena, de altísimo nivel intelectual y moral, faltaría más.
Ayer fue el mayor, que se dispone a comenzar este septiembre sus estudios de bachillerato y ya ha empezado a enfrentarse con la decisión sobre su futuro profesional, el que planteó una pregunta muy interesante.
Para entrar en situación, diré que esta semana, por varias circunstancias, la hemos pasado todos en Madrid. La próxima ya estarán los niños en el pueblo, disfrutando de sus merecidas vacaciones, montando en bicicleta, nadando en el río, etc. Mientras mi mujer y yo seguimos en Madrid trabajando y preparando el inminente traslado familiar.
La cuestión es que en Madrid, y con este calor insoportable, las posibilidades de entretenimiento son muchísimo más reducidas que en el pueblo, y aunque me pese, de vez en cuando “hay que ver la tele”.
Solemos ver el programa de Jordi Hurtado en la segunda cadena, compitiendo a ver quién acierta más preguntas (mi cuñada, que nos echa una mano en casa, se quedó de piedra al comprobar que el peque de ocho años sabía que “A sangre fría” era de Truman Capote, je, je, je). Luego ponen el clásico reportaje sobre la dura vida de las cebras y las gacelas “Thompson”, y sus conflictos con leones, guepardos y cocodrilos, que entre ñu y ñu siempre se meriendan un par de ellas. Por supuesto es cuando mi mujer y yo aprovechamos para dormir una pequeña siesta en el sofá.
La cuestión es que, como pequeña concesión a los niños y la modernidad, últimamente vemos también una serie americana de esas de risas enlatadas, que dos episodios son media hora de reloj escasa, llamada “The Big Bang Theory”, sobre unos científicos muy jovencitos que viven juntos en un piso de solteros. Reconozco que las situaciones cómicas basadas en el alto cociente intelectual de los protagonistas y sus dificultades para relacionarse con “gente normal” suelen ser bastante graciosas, aunque, por supuesto, los presupuestos morales sobre el matrimonio y el sexo sean los propios del relativismo imperante en nuestros días.
La cuestión es que los protagonistas de esta serie son doctores, en física y alguna otra cosa, y trabajan en una universidad. El mayor me preguntó si eran alumnos de la universidad, o profesores, o a qué se dedicaban.
Mi respuesta, que dejo aquí por si alguien la quiere rebatir o añadir alguna cosa, fue que una universidad no es un colegio o un instituto, donde los profesores enseñan a los alumnos los fundamentos de algo, normalmente siguiendo uno o varios libros de texto.
En una universidad que merezca tal nombre, la principal actividad es la investigación. Un doctor, que para obtener tal título ha debido, aparte de otros muchos requisitos, desarrollar una tesis que sea original en su campo, trabaja investigando, es decir haciendo que su materia avance más allá de lo que figura en los libros.
Por supuesto, en lo referente a las tesis, que tengan por finalidad presentar un avance o profundización nueva y original en la materia, no significa que no deban estar fundamentada en las aportaciones anteriores de otros, y de hecho los buenos trabajos suelen tener más referencias y notas a pié de página que texto propiamente dicho.
Es la base del progreso humano, que cada generación aporte algo nuevo partiendo de lo alcanzado hasta la generación anterior. Eso nos diferencia del resto de los animales, que no empezamos “de cero” una y otra vez.
Por eso los únicos “progresistas” de verdad somos los “tradicionalistas”. Lo demás es eso que se ha dado en llamar “adanismo” ("la humanidad estaba sumida en el error hasta que he llegado yo", ¿nos suena?).
Y siguiendo con mi pequeña perorata sobre las universidades, si de verdad su actividad central es la investigación, dedicando recursos para hacer que los “doctores” se dediquen a ella en cuerpo y alma, los alumnos que se formen con las enseñanzas teóricas y prácticas que esos mismos investigadores les imparten, aprenderán, no los fundamentos de una materia que podrían encontrar en los libros sin necesidad de matricularse en institución alguna, si no lo más novedoso y profundo de la mano de los mejores expertos.
Por eso el prestigio de una universidad se basa en los descubrimientos realizados por sus investigadores, sus artículos publicados en revistas especializadas, los premios y reconocimientos científicos, etc.
La triste conclusión final es que en España, a día de hoy, las universidades que merecen tal nombre, siendo generosos, se cuentan con los dedos de una mano, y no hacen falta todos. El resto no son más que escuelas de educación primaria con alumnos talluditos.
En fin, gracias a Dios la semana que viene mis hijos se dedicarán a correr por el campo y yo a seguir leyendo libros, que este verano voy a batir todos mis records, en gran parte, debo decirlo, gracias al libro electrónico.