…Sabéis muy bien, Venerables
Hermanos, que en nuestro tiempo hay no pocos que, aplicando a la sociedad civil
el impío y absurdo principio llamado del naturalismo, se atreven a enseñar
"que la perfección de los gobiernos y el progreso civil exigen imperiosamente
que la sociedad humana se constituya y se gobierne sin preocuparse para nada de
la religión, como si esta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción
alguna entre la verdadera religión y las falsas". Y, contra la doctrina de
la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar
que "la mejor forma de gobierno es aquella en la que no se reconozca al
poder civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los
violadores de la religión católica, sino en cuanto la paz pública lo
exija". Y con esta idea de la gobernación social, absolutamente falsa, no
dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia
católica y a la salud de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro
Predecesor, de f. m., locura, esto es, que "la libertad de conciencias y
de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido
debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen
derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad
-ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera-, sin que autoridad
civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma". Al
sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que con ello
predican la libertad de perdición, y que, si se da plena libertad para la
disputa de los hombres, nunca faltará quien se atreva a resistir a la Verdad,
confiado en la locuacidad de la sabiduría humana pero Nuestro Señor Jesucristo
mismo enseña cómo la fe y la prudencia cristiana han de evitar esta vanidad tan
dañosa.
Y como, cuando en la sociedad
civil es desterrada la religión y aún repudiada la doctrina y autoridad de la
misma revelación, también se oscurece y aun se pierde la verdadera idea de la
justicia y del derecho, en cuyo lugar triunfan la fuerza y la violencia, claramente
se ve por qué ciertos hombres, despreciando en absoluto y dejando a un lado los
principios más firmes de la sana razón, se atreven a proclamar que “la voluntad
del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo,
constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el
orden político los hechos consumados, por lo mismo que son consumados, tienen
ya valor de derecho”. Pero ¿quién no ve y no siente claramente que una
sociedad, sustraída a las leyes de la religión y de la verdadera justicia, no
puede tener otro ideal que acumular riquezas, ni seguir más ley, en todos sus
actos, que un insaciable deseo de satisfacer la indómita concupiscencia del
espíritu sirviendo tan solo a sus propios placeres e intereses? Por ello, esos
hombres, con odio verdaderamente cruel, persiguen a las Órdenes Religiosas, tan
beneméritas de la sociedad cristiana, civil y aun literaria, y gritan blasfemos
que aquellas no tienen razón alguna de existir, haciéndose así eco de los
errores de los herejes. Como sabiamente lo enseñó Nuestro Predecesor, de v. m.,
Pío VI, “la abolición de las Órdenes Religiosas hiere al estado de la profesión
pública de seguir los consejos evangélicos; hiere a una manera de vivir
recomendada por la Iglesia como conforme a la doctrina apostólica; finalmente,
ofende aun a los preclaros fundadores, que las establecieron inspirados por
Dios”. Llevan su impiedad a proclamar que se debe quitar a la Iglesia y a los
fieles la facultad de “hacer limosna en público, por motivos de cristiana
caridad”, y que debe “abolirse la ley prohibitiva, en determinados días, de las
obras serviles, para dar culto a Dios”: con suma falacia pretenden que aquella
facultad y esta ley “se hallan en oposición a los postulados de una verdadera
economía política”. Y, no contentos con que la religión sea alejada de la
sociedad, quieren también arrancarla de la misma vida familiar.
Apoyándose en el funestísimo
error del comunismo y socialismo, aseguran que “la sociedad doméstica debe toda
su razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil
se derivan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos y, sobre
todo, del derecho de la instrucción y de la educación”. Con esas máximas tan
impías como sus tentativas, no intentan esos hombres tan falaces sino sustraer,
por completo, a la saludable doctrina e influencia de la Iglesia la instrucción
y educación de la juventud, para así inficionar y depravar míseramente las
tiernas e inconstantes almas de los jóvenes con los errores más perniciosos y
con toda clase de vicios. En efecto; todos cuantos maquinaban perturbar la
Iglesia o el Estado, destruir el recto orden de la sociedad, y así suprimir
todos los derechos divinos y humanos, siempre hicieron converger todos sus
criminales proyectos, actividad y esfuerzo -como ya más arriba dijimos- a
engañar y pervertir la inexperta juventud, colocando todas sus esperanzas en la
corrupción de la misma. Esta es la razón por qué el clero -el secular y el
regular-, a pesar de los encendidos elogios que uno y otro han merecido en
todos los tiempos, como lo atestiguan los más antiguos documentos históricos,
así en el orden religioso como en el civil y literario, es objeto de sus más
nefandas persecuciones; y andan diciendo que ese Clero “por ser enemigo de la
verdad, de la ciencia y del progreso debe ser apartado de toda injerencia en la
instrucción de la juventud”.
Otros, en cambio, renovando los
errores, tantas veces condenados, de los protestantes, se atreven a decir, con
desvergüenza suma, que la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica
Sede, que le otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en absoluto de la
autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la Iglesia todos los
derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden exterior. Ni se
avergüenzan al afirmar que “las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia,
sino se promulgan por la autoridad civil; que los documentos y los decretos de
los Romanos Pontífices, aun los tocantes de la Iglesia, necesitan de la sanción
y aprobación -o por lo menos del asentimiento- del poder civil; que las
Constituciones Apostólicas -por las que se condenan las sociedades clandestinas
o aquellas en las que se exige el juramento de mantener el secreto, y en las
cuales se excomulgan sus adeptos y fautores- no tienen fuerza alguna en
aquellos países donde viven toleradas por la autoridad civil; que la excomunión
lanzada por el Concilio de Trento y por los Romanos Pontífices contra los
invasores y usurpadores de los derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en una
confusión del orden espiritual con el civil y político, y que no tiene otra
finalidad que promover intereses mundanos; que la Iglesia nada debe mandar que
obligue a las conciencias de los fieles en orden al uso de las cosas
temporales; que la Iglesia no tiene derecho a castigar con penas temporales a
los que violan sus leyes; que es conforme a la Sagrada Teología y a los
principios del Derecho Público que la propiedad de los bienes poseídos por las
Iglesias, Órdenes Religiosas y otros lugares piadosos, ha de atribuirse y
vindicarse para la autoridad civil”. No se avergüenzan de confesar abierta y
públicamente el herético principio, del que nacen tan perversos errores y
opiniones, esto es, “que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino
distinta e independientemente del poder civil, y que tal distinción e independencia
no se pueden guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los
derechos esenciales del poder civil”. Ni podemos pasar en silencio la audacia
de quienes, no pudiendo tolerar los principios de la sana doctrina, pretenden
“que a las sentencias y decretos de la Sede Apostólica, que tienen por objeto
el bien general de la Iglesia, y sus derechos y su disciplina, mientras no
toquen a los dogmas de la fe y de las costumbres, se les puede negar
asentimiento y obediencia, sin pecado y sin ningún quebranto de la profesión de
católico”. Esta pretensión es tan contraria al dogma católico de la plena
potestad divinamente dada por el mismo Cristo Nuestro Señor al Romano Pontífice
para apacentar, regir y gobernar la Iglesia, que no hay quien no lo vea y
entienda clara y abiertamente.
En medio de esta tan grande
perversidad de opiniones depravadas, Nos, con plena conciencia de Nuestra
misión apostólica, y con gran solicitud por la religión, por la sana doctrina y
por la salud de las almas a Nos divinamente confiadas, así como aun por el
mismo bien de la humana sociedad, hemos juzgado necesario levantar de nuevo
Nuestra voz apostólica. Por lo tanto, todas y cada una de las perversas
opiniones y doctrinas determinadamente especificadas en esta Carta, con Nuestra
autoridad apostólica las reprobamos, proscribimos y condenamos; y queremos y
mandamos que todas ellas sean tenidas por los hijos de la Iglesia como reprobadas,
proscritas y condenadas.
Aparte de esto, bien sabéis,
Venerables Hermanos, como hoy esos enemigos de toda verdad y de toda justicia,
adversarios encarnizados de nuestra santísima Religión, por medio de venenosos
libros, libelos y periódicos, esparcidos por todo el mundo, engañan a los
pueblos, mienten maliciosos y propagan otras doctrinas impías, de las más
variadas.
No ignoráis que también se
encuentran en nuestros tiempos quienes, movidos por el espíritu de Satanás e
incitados por él, llegan a tal impiedad que no temen atacar al mismo Rey Señor
Nuestro Jesucristo, negando su divinidad con criminal procacidad. Y ahora no
podemos menos de alabaros, Venerables Hermanos, con las mejores y más merecidas
palabras, pues con apostólico celo nunca habéis dejado de elevar nuestra voz
episcopal contra impiedad tan grande.
Así, pues, con esta Nuestra carta
de nuevo os hablamos a vosotros que, llamados a participar de Nuestra solicitud
pastoral, Nos servís -en medio de Nuestros grandes dolores- de consuelo,
alegría y ánimo, por la excelsa religiosidad y piedad que os distinguen, así
como por el admirable amor, fidelidad y devoción con que, en unión íntima y
cordial con Nos y esta Sede Apostólica, os consagráis a llevar la pesada carga
de vuestro gravísimo ministerio episcopal. En verdad que de vuestro excelente
celo pastoral esperamos que, empuñando la espada del espíritu -la palabra de
Dios- y confortados con la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, redobléis
vuestros esfuerzos y cada día trabajéis más aún para que todos los fieles
confiados a vuestro cuidado se abstengan de las malas hierbas, que Jesucristo
no cultiva porque no son plantación del Padre. Y no dejéis de inculcar siempre
a los mismos fieles que toda la verdadera felicidad humana proviene de nuestra
augusta religión y de su doctrina y ejercicio; que es feliz aquel pueblo, cuyo
Señor es su Dios. Enseñad que los reinos subsisten apoyados en el fundamento de
la fe católica, y que nada hay tan mortífero y tan cercano al precipicio, tan
expuesto a todos los peligros, como pensar que, al bastarnos el libre albedrío
recibido al nacer, por ello ya nada más hemos de pedir a Dios: esto es,
olvidarnos de nuestro Creador y abjurar su poderío, para así mostrarnos
plenamente libres. Tampoco omitáis el enseñar que la potestad real no se dio
solamente para gobierno del mundo, sino también y sobre todo para la defensa de
la Iglesia; y que nada hay que pueda dar mayor provecho y gloria a los reyes y
príncipes como dejar que la Iglesia católica ponga en práctica sus propias
leyes y no permitir que nadie se oponga a su libertad, según enseñaba otro
sapientísimo y fortísimo Predecesor Nuestro, San Félix cuando inculcaba al
emperador Zenón... Pues cierto es que le será de gran provecho el que, cuando
se trata de la causa de Dios conforme a su santa Ley, se afanen los reyes no
por anteponer, sino por posponer su regia voluntad a los Sacerdotes de
Jesucristo…
Dado en Roma, junto a San Pedro,
el 8 de diciembre 1864, año décimo después de la definición dogmática de la
Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios, año décimonono de Nuestro
Pontificado.
P.P. PÍO IX