Hoy
me permito presentar un pequeño experimento, por el que espero sepan perdonarme
los puristas.
Se trata de un artículo publicado en la revista Verbo en 1989 por Don Rafael Gambra, con ocasión de tres efemérides de aquel año, el décimo cuarto centenario del III Concilio de Toledo, origen de nuestra unidad religiosa y nacional, el 2º centenario de la Revolución Francesa y el vigésimo quinto aniversario del Concilio Vaticano II.
El experimento consiste en “actualizar” el artículo, para lo cual solamente me he permitido extraer lo fundamental de lo expuesto, esquematizar algo el formato y sumar 25 años a los cómputos de tiempo.
El resultado es un análisis de la situación absolutamente actual, y un resumen perfecto del pensamiento político y religioso, dado que son aspectos inseparables, que comparto por completo:
Se trata de un artículo publicado en la revista Verbo en 1989 por Don Rafael Gambra, con ocasión de tres efemérides de aquel año, el décimo cuarto centenario del III Concilio de Toledo, origen de nuestra unidad religiosa y nacional, el 2º centenario de la Revolución Francesa y el vigésimo quinto aniversario del Concilio Vaticano II.
El experimento consiste en “actualizar” el artículo, para lo cual solamente me he permitido extraer lo fundamental de lo expuesto, esquematizar algo el formato y sumar 25 años a los cómputos de tiempo.
El resultado es un análisis de la situación absolutamente actual, y un resumen perfecto del pensamiento político y religioso, dado que son aspectos inseparables, que comparto por completo:
En
el III Concilio de Toledo el rey godo Recaredo abjura del arrianismo para
abrazar, junto con los obispos y magnates a él asistentes, la fe católica.
Pueblos y culturas diferentes se funden allí sobre cimientos religiosos firmes creando de este modo la comunidad histórica que durante mil cuatrocientos veinticinco años se ha llamado España.
A él se debió, ante todo, el efecto sobrenatural de la salvación de innúmeras almas arropadas en su fe por un ambiente religioso sin fisuras, pero también cuantiosas repercusiones, tanto nacionales como universales. Dentro de nuestra patria, el que ésta viviera durante tres siglos en paz interior, ajena a las luchas religiosas que asolaban a Europa y libre de las tensiones familiares y educativas que nacen de una pluralidad de confesiones.
En un ámbito universal, ella permitió una reconquista de nuestro suelo frente al Islam que conservará su sentido y empuje durante ocho siglos hasta una victoria final que salvaría para la Cristiandad los límites de Europa. Ella hizo posible la conquista y civilización de América que, católica por la fe unánime de sus protagonistas, se incorporará así a la Cristiandad occidental. Ella sostendrá en Europa la lucha contra la herejía, por cuya virtud Francia y Bélgica son hoy básicamente católicas. La lucha, asimismo, contra el turco, detenido en el sitio de Viena y en Lepanto por obra, en gran medida, de las armas españolas, salvando así a Europa y a América de ser hoy musulmanas. Ella inspiró al propio tiempo la gran reforma tridentina, de cuyos beneficios ha vivido la Iglesia hasta nuestra época.
A lo largo de la historia, los españoles tuvimos a honra la preservación de esa unidad religiosa católica desde la alta Edad Media hasta la época actual. Así se mantuvo, en efecto, hasta la vigente Constitución laica de 1978, con la sola excepción de los cinco años de la II República.
Incluso las Constituciones liberales del siglo pasado, por más que afirmasen como origen del poder el propio pacto constitucional, incluían en el mismo la unidad religiosa y la confesionalidad católica del Estado como puntos primordiales de esa convención. Es decir, él rey y las leyes reconocieron siempre a la religión católica como religión oficial, y los cultos públicos, la enseñanza y las costumbres se regularon dentro de los supuestos básicos de la fe católica.
A quienes afirmamos hoy que es moralmente obligatorio y prácticamente necesario tratar de restablecer en España la confesionalidad del Estado y la unidad católica, se nos suelen oponer tres objeciones aparentemente de peso:
1. La primera es de carácter a la vez teológico y psicológico, y tiene su origen remoto en el nominalismo ockhamista y en el protestantismo: ¿Por qué la Iglesia defendió siempre como necesaria la confesionalidad del Estado y valoró sobre toda otra situación la unidad religiosa de un pueblo? ¿Por qué se opuso en todo tiempo a la libertad religiosa en el fuero externo (libertad civil) y a la laicidad del Estado? Si la fe es una virtud teologal, infusa en cada alma, y la profesión religiosa es lo más íntimo o personal del hombre, ¿por qué no ha de disponer éste de la más absoluta libertad de conciencia, de práctica y de expresión religiosas? ¿Por qué no admitir una completa independencia entre el orden civil y el religioso, entre el Estado y la Iglesia?
2. La segunda objeción es de carácter fáctico, existencial o histórico: De hecho la unidad religiosa no existe ya en la sociedad, ni siquiera en España, donde una gran parte de la población es ajena a la práctica del catolicismo, sea por indiferencia o descreimiento, sea por adhesión al marxismo ateo, sea por la propaganda reciente de otras religiones. Tan utópico como implantar la unidad católica en Japón sería implantarla hoy en cualquier latitud del planeta.
3. La tercera objeción se basa en un argumento de autoridad eclesiástica: la propia Iglesia, en la Declaración Dignitatis humarme del Concilio Vaticano II, ha decretado la libertad religiosa en el fuero externo de las conciencias y presionado sobre los gobiernos católicos para que la establezcan legalmente.
Pueblos y culturas diferentes se funden allí sobre cimientos religiosos firmes creando de este modo la comunidad histórica que durante mil cuatrocientos veinticinco años se ha llamado España.
A él se debió, ante todo, el efecto sobrenatural de la salvación de innúmeras almas arropadas en su fe por un ambiente religioso sin fisuras, pero también cuantiosas repercusiones, tanto nacionales como universales. Dentro de nuestra patria, el que ésta viviera durante tres siglos en paz interior, ajena a las luchas religiosas que asolaban a Europa y libre de las tensiones familiares y educativas que nacen de una pluralidad de confesiones.
En un ámbito universal, ella permitió una reconquista de nuestro suelo frente al Islam que conservará su sentido y empuje durante ocho siglos hasta una victoria final que salvaría para la Cristiandad los límites de Europa. Ella hizo posible la conquista y civilización de América que, católica por la fe unánime de sus protagonistas, se incorporará así a la Cristiandad occidental. Ella sostendrá en Europa la lucha contra la herejía, por cuya virtud Francia y Bélgica son hoy básicamente católicas. La lucha, asimismo, contra el turco, detenido en el sitio de Viena y en Lepanto por obra, en gran medida, de las armas españolas, salvando así a Europa y a América de ser hoy musulmanas. Ella inspiró al propio tiempo la gran reforma tridentina, de cuyos beneficios ha vivido la Iglesia hasta nuestra época.
A lo largo de la historia, los españoles tuvimos a honra la preservación de esa unidad religiosa católica desde la alta Edad Media hasta la época actual. Así se mantuvo, en efecto, hasta la vigente Constitución laica de 1978, con la sola excepción de los cinco años de la II República.
Incluso las Constituciones liberales del siglo pasado, por más que afirmasen como origen del poder el propio pacto constitucional, incluían en el mismo la unidad religiosa y la confesionalidad católica del Estado como puntos primordiales de esa convención. Es decir, él rey y las leyes reconocieron siempre a la religión católica como religión oficial, y los cultos públicos, la enseñanza y las costumbres se regularon dentro de los supuestos básicos de la fe católica.
A quienes afirmamos hoy que es moralmente obligatorio y prácticamente necesario tratar de restablecer en España la confesionalidad del Estado y la unidad católica, se nos suelen oponer tres objeciones aparentemente de peso:
1. La primera es de carácter a la vez teológico y psicológico, y tiene su origen remoto en el nominalismo ockhamista y en el protestantismo: ¿Por qué la Iglesia defendió siempre como necesaria la confesionalidad del Estado y valoró sobre toda otra situación la unidad religiosa de un pueblo? ¿Por qué se opuso en todo tiempo a la libertad religiosa en el fuero externo (libertad civil) y a la laicidad del Estado? Si la fe es una virtud teologal, infusa en cada alma, y la profesión religiosa es lo más íntimo o personal del hombre, ¿por qué no ha de disponer éste de la más absoluta libertad de conciencia, de práctica y de expresión religiosas? ¿Por qué no admitir una completa independencia entre el orden civil y el religioso, entre el Estado y la Iglesia?
2. La segunda objeción es de carácter fáctico, existencial o histórico: De hecho la unidad religiosa no existe ya en la sociedad, ni siquiera en España, donde una gran parte de la población es ajena a la práctica del catolicismo, sea por indiferencia o descreimiento, sea por adhesión al marxismo ateo, sea por la propaganda reciente de otras religiones. Tan utópico como implantar la unidad católica en Japón sería implantarla hoy en cualquier latitud del planeta.
3. La tercera objeción se basa en un argumento de autoridad eclesiástica: la propia Iglesia, en la Declaración Dignitatis humarme del Concilio Vaticano II, ha decretado la libertad religiosa en el fuero externo de las conciencias y presionado sobre los gobiernos católicos para que la establezcan legalmente.
***
Para
responder a estas objeciones parece necesario aclarar previamente lo que
entendemos por unidad religiosa. La
unidad religiosa y la confesionalidad del Estado no suponen imponer a nadie
una fe religiosa (lo que es moralmente ilícito y físicamente
imposible), ni menos aún, su práctica.
Ni siquiera prohibir el culto privado - o público localizado - de otras
religiones. Supone, sí, que las leyes
se atengan a una moral inmutable cuyo cimiento religioso se basará, en
último término, en los Mandamientos de la Ley de Dios. Y que el Estado profesará
y protegerá la religión católica como única verdadera y exteriorizable
públicamente.
Aclarado
esto, nos cumple responder a aquellas tres objeciones.
Diremos a la primera: El primer y fundamental de los Mandamientos que obligan al hombre es el de amar a Dios sobre todas las cosas, y esto le obliga, tanto en el plano individual, como en el colectivo o social. Porque el hombre es social por naturaleza, y no cabe distinguir una naturaleza individual sujeta al deber religioso y otra social exenta de tal vínculo, es decir, religiosamente neutra. El cristiano debe formar una sociedad cristiana, con leyes, instituciones y costumbres inspiradas en su fe o, al menos, no hostiles a ella. Y lo mismo que en el plano personal tiene el cristiano obligación de preservar su fe, de no exponerla a peligros, así también asiste al gobernante católico el deber de preservar la fe ambiental, de promover las condiciones idóneas para su mantenimiento y expansión.
Al igual que el hombre no puede subsistir físicamente en estado de aislamiento, sin ayuda de la sociedad, así tampoco la fe y la virtud pueden conservarse ambientalmente sin el apoyo de un medio adecuado que está formado por la estructura familiar, las costumbres y las instituciones cristianas.
La expansión del cristianismo en sus primeros siglos frente al Imperio romano y frente a las propias pasiones humanas tuvo un cierto carácter milagroso, como lo tuvieron las súbitas conversiones de los pueblos bárbaros. Pero no pueden pedirse milagros cuando está en la mano - y en el deber - de los hombres preservar y ampliar el patrimonio de fe que han heredado de sus padres. Para Platón, la ciudad (la polis) es, ante todo, un sistema de adecuación (paideia), y no cabe una trasmisión moral sin una previa comunión religiosa.
Si este deber de formar sociedad religiosa fuera susceptible de más o de menos, reconoceríamos un caso cumbre en la génesis de nuestra propia patria, nacida de los reductos primeros de la Reconquista, cuyo factor diferencial fue precisamente el cristianismo, como religioso fue el sentido de su lucha.
Pero esto, además de un deber religioso, es para el hombre una necesidad práctica en el orden político: si la vida social y las leyes dejan de apoyarse en unos principios trascendentes para convertirse en opinión y sufragio, todo queda sometido a discusión, y el desorden moral y civil crece hasta hacerse incontenible. Como acaeció a los romanos en su última decadencia, llega el momento en que la sociedad no soporta ni sus males ni sus remedios.
No puede subsistir, en efecto, un gobierno estable que no se asiente en lo que se ha llamado una «ortodoxia pública», es decir, un punto de referencia que permita apelar a criterios superiores de autoridad y obligatoriedad, base de las instituciones, las leyes y las sentencias. Y un consenso ambiental - más o menos consciente - sobre las normas de conducta y los valores vigentes en esa sociedad, normas que van más allá de la mera voluntad humana o de la utilidad pública. Al igual que toda civilización histórica se ha formado siempre en torno a una vivencia religiosa (piénsese en la Cristiandad o en el Islam), el gobierno de los hombres ha de poseer una referencia última a ese cimiento religioso o sacral. Cuando éste falta o se niega - como en la democracia moderna - se cae en el puro positivismo jurídico, y se vive de lo que quede de fe ambiental en las conciencias, en las familias y en las costumbres. Cuando nada queda ya, todo se hace incierto y discutible, y la sociedad se desmorona.
La pérdida de la unidad religiosa es el origen de la actual disolución - más o menos rápida - de las nacionalidades y civilizaciones. La democracia moderna es el régimen nacido de la Revolución Francesa. En él se elimina del mundo moral y político cuanto trascienda al hombre mismo: ya no existirán principios superiores ni imperativos de validez absoluta; todo será relativo al hombre y a las mayorías, meras opiniones computables en el sufragio y cambiantes por su misma naturaleza. La Revolución va a representar en el orden político lo que el pecado original supuso para la naturaleza humana.
Los revolucionarios de París rechazan el fundamento religioso de la sociedad y adoran a la diosa Razón en figura de una prostituta encaramada en el altar de la catedral de París. La Convención establecerá que la sociedad es un mero acuerdo entre los hombres que se regirá por la Voluntad General sin referencia alguna religiosa. Tal es el sentido de la Convención (contrato) o Constitución.
El antiguo régimen cristiano es simbólicamente guillotinado en la persona del rey y del clero y la nobleza que lo representaban. El genocidio se extenderá bajo el Terror a todo sospechoso de fidelidad a la fe o a la monarquía. Se fundaba así el nuevo Estado laico, liberal y democrático: la sociedad nueva basada en la voluntad humana y no en la ley de Dios. La Revolución francesa se universaliza merced a la expansión napoleónica y a las sociedades secretas («sociedades de pensamiento») de corte masónico.
Este régimen «de opinión», antropocéntrico y relativista, excluye de la política al cristiano consciente. Sólo podrá participar en ella desde partidos de oposición, no ya al gobierno, sino al sistema mismo; es decir, desde partidos marginales de carácter meramente testimonial. Porque, por principio, el católico no puede admitir la Voluntad General como fuente de la ley y de poder.
En rigor, excluye también al hombre mismo, a todo hombre sinceramente interesado en la labor política al destruir la consistencia misma de esa labor.
¿Quién edificará con fe y empeño si sabe que construye sobre arena movediza, que cuanto afirme o establezca no poseerá más vigencia y validez que la opinión mudable de las mayorías? El régimen de partidos o de opinión elimina en la política el sentido de la acción al negar objetivos y referencias válidas por sí mismas, y elimina la estabilidad o consistencia que toda obra humana requiere, al menos en su intención. La política deja así de ser empresa humana para convertirse en juego de partidos y profesión de políticos.
Cuando se establece la democracia moderna como sistema y se acepta la «libertad religiosa» (y el consecuente laicismo de Estado), resulta ya imposible mandar ni prohibir cosa alguna.
¿En nombre de qué se preservará en una tal sociedad el matrimonio monógamo e indisoluble? ¿Bajo qué título se prohibirá el aborto, la eutanasia o el suicidio? ¿Qué se podrá oponer al nudismo, a la objeción de conciencia militar, a las drogas o a la promiscuidad de las comunas? Bastará con que el afectado por el mandato o la prohibición apele a una religión cualquiera – incluso inventada o individual - que autorice tal práctica o la prohíba. ¿Qué límite podrá poner d Estado a esa libertad religiosa si se la supone basada en «el derecho de la persona»? Quien desee divorciarse o vivir en poligamia no tendrá sino declararse adepto a múltiples religiones orientales o al Islam o a los mormones. Quien desee practicar la eutanasia o inducir al suicidio, podrá declararse sintoísta. El que quiera practicar el nudismo público alegará su adscripción a la religión de los bantúes, y los objetores al servido militar buscarán su apoyo en los Testigos de Jehová. En fin, los que vivan en promiscuidad o se droguen hallarán un recurso en los antiguos cultos dionisíacos o báquicos.
La inviabilidad última de cualquier gobierno humano (que no recurra a la arbitrariedad y la fuerza) se hace así patente. La llamada «libertad religiosa» es, por su misma esencia, la muerte de toda autoridad y gobierno.
Mientras esto llega - y está a la vista en el horizonte histórico - la religión verdadera pierde rápidamente audiencia al verse privada del apoyo de las leyes y las costumbres, al ser relegada a la condición de una opción entre mil y enfrentada al estallido de las pasiones. Y otras religiones - sobre todo las ocultistas e hinduistas - ocupan en el corazón de los hombres el puesto que ha dejado, por su propia abdicación, la religión de sus padres y de su civilización.
De donde se deduce que ni una religiosidad ambiental o popular puede subsistir sin el apoyo de una sociedad religiosamente constituida, ni el poder público puede ejercerse con autoridad y estabilidad si se prescinde de una instancia superior – religiosa - de común aceptación.
Diremos a la primera: El primer y fundamental de los Mandamientos que obligan al hombre es el de amar a Dios sobre todas las cosas, y esto le obliga, tanto en el plano individual, como en el colectivo o social. Porque el hombre es social por naturaleza, y no cabe distinguir una naturaleza individual sujeta al deber religioso y otra social exenta de tal vínculo, es decir, religiosamente neutra. El cristiano debe formar una sociedad cristiana, con leyes, instituciones y costumbres inspiradas en su fe o, al menos, no hostiles a ella. Y lo mismo que en el plano personal tiene el cristiano obligación de preservar su fe, de no exponerla a peligros, así también asiste al gobernante católico el deber de preservar la fe ambiental, de promover las condiciones idóneas para su mantenimiento y expansión.
Al igual que el hombre no puede subsistir físicamente en estado de aislamiento, sin ayuda de la sociedad, así tampoco la fe y la virtud pueden conservarse ambientalmente sin el apoyo de un medio adecuado que está formado por la estructura familiar, las costumbres y las instituciones cristianas.
La expansión del cristianismo en sus primeros siglos frente al Imperio romano y frente a las propias pasiones humanas tuvo un cierto carácter milagroso, como lo tuvieron las súbitas conversiones de los pueblos bárbaros. Pero no pueden pedirse milagros cuando está en la mano - y en el deber - de los hombres preservar y ampliar el patrimonio de fe que han heredado de sus padres. Para Platón, la ciudad (la polis) es, ante todo, un sistema de adecuación (paideia), y no cabe una trasmisión moral sin una previa comunión religiosa.
Si este deber de formar sociedad religiosa fuera susceptible de más o de menos, reconoceríamos un caso cumbre en la génesis de nuestra propia patria, nacida de los reductos primeros de la Reconquista, cuyo factor diferencial fue precisamente el cristianismo, como religioso fue el sentido de su lucha.
Pero esto, además de un deber religioso, es para el hombre una necesidad práctica en el orden político: si la vida social y las leyes dejan de apoyarse en unos principios trascendentes para convertirse en opinión y sufragio, todo queda sometido a discusión, y el desorden moral y civil crece hasta hacerse incontenible. Como acaeció a los romanos en su última decadencia, llega el momento en que la sociedad no soporta ni sus males ni sus remedios.
No puede subsistir, en efecto, un gobierno estable que no se asiente en lo que se ha llamado una «ortodoxia pública», es decir, un punto de referencia que permita apelar a criterios superiores de autoridad y obligatoriedad, base de las instituciones, las leyes y las sentencias. Y un consenso ambiental - más o menos consciente - sobre las normas de conducta y los valores vigentes en esa sociedad, normas que van más allá de la mera voluntad humana o de la utilidad pública. Al igual que toda civilización histórica se ha formado siempre en torno a una vivencia religiosa (piénsese en la Cristiandad o en el Islam), el gobierno de los hombres ha de poseer una referencia última a ese cimiento religioso o sacral. Cuando éste falta o se niega - como en la democracia moderna - se cae en el puro positivismo jurídico, y se vive de lo que quede de fe ambiental en las conciencias, en las familias y en las costumbres. Cuando nada queda ya, todo se hace incierto y discutible, y la sociedad se desmorona.
La pérdida de la unidad religiosa es el origen de la actual disolución - más o menos rápida - de las nacionalidades y civilizaciones. La democracia moderna es el régimen nacido de la Revolución Francesa. En él se elimina del mundo moral y político cuanto trascienda al hombre mismo: ya no existirán principios superiores ni imperativos de validez absoluta; todo será relativo al hombre y a las mayorías, meras opiniones computables en el sufragio y cambiantes por su misma naturaleza. La Revolución va a representar en el orden político lo que el pecado original supuso para la naturaleza humana.
Los revolucionarios de París rechazan el fundamento religioso de la sociedad y adoran a la diosa Razón en figura de una prostituta encaramada en el altar de la catedral de París. La Convención establecerá que la sociedad es un mero acuerdo entre los hombres que se regirá por la Voluntad General sin referencia alguna religiosa. Tal es el sentido de la Convención (contrato) o Constitución.
El antiguo régimen cristiano es simbólicamente guillotinado en la persona del rey y del clero y la nobleza que lo representaban. El genocidio se extenderá bajo el Terror a todo sospechoso de fidelidad a la fe o a la monarquía. Se fundaba así el nuevo Estado laico, liberal y democrático: la sociedad nueva basada en la voluntad humana y no en la ley de Dios. La Revolución francesa se universaliza merced a la expansión napoleónica y a las sociedades secretas («sociedades de pensamiento») de corte masónico.
Este régimen «de opinión», antropocéntrico y relativista, excluye de la política al cristiano consciente. Sólo podrá participar en ella desde partidos de oposición, no ya al gobierno, sino al sistema mismo; es decir, desde partidos marginales de carácter meramente testimonial. Porque, por principio, el católico no puede admitir la Voluntad General como fuente de la ley y de poder.
En rigor, excluye también al hombre mismo, a todo hombre sinceramente interesado en la labor política al destruir la consistencia misma de esa labor.
¿Quién edificará con fe y empeño si sabe que construye sobre arena movediza, que cuanto afirme o establezca no poseerá más vigencia y validez que la opinión mudable de las mayorías? El régimen de partidos o de opinión elimina en la política el sentido de la acción al negar objetivos y referencias válidas por sí mismas, y elimina la estabilidad o consistencia que toda obra humana requiere, al menos en su intención. La política deja así de ser empresa humana para convertirse en juego de partidos y profesión de políticos.
Cuando se establece la democracia moderna como sistema y se acepta la «libertad religiosa» (y el consecuente laicismo de Estado), resulta ya imposible mandar ni prohibir cosa alguna.
¿En nombre de qué se preservará en una tal sociedad el matrimonio monógamo e indisoluble? ¿Bajo qué título se prohibirá el aborto, la eutanasia o el suicidio? ¿Qué se podrá oponer al nudismo, a la objeción de conciencia militar, a las drogas o a la promiscuidad de las comunas? Bastará con que el afectado por el mandato o la prohibición apele a una religión cualquiera – incluso inventada o individual - que autorice tal práctica o la prohíba. ¿Qué límite podrá poner d Estado a esa libertad religiosa si se la supone basada en «el derecho de la persona»? Quien desee divorciarse o vivir en poligamia no tendrá sino declararse adepto a múltiples religiones orientales o al Islam o a los mormones. Quien desee practicar la eutanasia o inducir al suicidio, podrá declararse sintoísta. El que quiera practicar el nudismo público alegará su adscripción a la religión de los bantúes, y los objetores al servido militar buscarán su apoyo en los Testigos de Jehová. En fin, los que vivan en promiscuidad o se droguen hallarán un recurso en los antiguos cultos dionisíacos o báquicos.
La inviabilidad última de cualquier gobierno humano (que no recurra a la arbitrariedad y la fuerza) se hace así patente. La llamada «libertad religiosa» es, por su misma esencia, la muerte de toda autoridad y gobierno.
Mientras esto llega - y está a la vista en el horizonte histórico - la religión verdadera pierde rápidamente audiencia al verse privada del apoyo de las leyes y las costumbres, al ser relegada a la condición de una opción entre mil y enfrentada al estallido de las pasiones. Y otras religiones - sobre todo las ocultistas e hinduistas - ocupan en el corazón de los hombres el puesto que ha dejado, por su propia abdicación, la religión de sus padres y de su civilización.
De donde se deduce que ni una religiosidad ambiental o popular puede subsistir sin el apoyo de una sociedad religiosamente constituida, ni el poder público puede ejercerse con autoridad y estabilidad si se prescinde de una instancia superior – religiosa - de común aceptación.
La
segunda objeción se refería, como dijimos, a la imposibilidad de restablecer la
unidad religiosa en España porque, de hecho, esta unidad se ha perdido en la
sociedad contemporánea y sobre una sociedad «plural» no se puede gobernar
confesionalmente.
A ello cabe responder: cuando decimos que el pueblo español sigue siendo, no sólo histórica, sino básica y visceralmente católico, no ignoramos el gran proceso de descristianización que ha sufrido de un siglo a esta parte, ni cómo ese proceso se ve hoy intensamente reforzado. No obstante lo cual:
a) Ninguna otra religión se ha afianzado en nuestra patria desde tiempos de Recaredo ni ha obtenido más que adhesiones muy localizadas y pasajeras. Tampoco ha brotado de nuestro suelo ninguna otra religión ni aun herejía, por más que algunas de éstas hayan encontrado cierto eco.
b) Si en una hipótesis, un inmenso cataclismo (un terremoto generalizado o una guerra atómica, como ejemplos) se abatiera sobre nuestro suelo, el 80 % de sus habitantes recurriría al Cielo bajo los nombres de Cristo y de su Santísima Madre. Y el 20 % restante lo haría cuando el peligro fuera para ellos inminente. Nadie, por supuesto, invocaría a otro Dios ni bajo otros nombres, y casi ninguno moriría conscientemente sin esa invocación. Por más que esta reacción respondiera en muchos casos al miedo, no deja por eso de revelar la mentalidad religiosa profunda de la casi totalidad de la población.
Caso distinto sería si estos hechos no fueran ciertos y coexistieran entre nosotros varias confesiones, como sucede en otros países. En tal caso la prudencia política del gobernante exigiría una libertad religiosa dentro de los límites en que esas confesiones convengan entre sí, pero nunca una completa laicidad del Estado.
A ello cabe responder: cuando decimos que el pueblo español sigue siendo, no sólo histórica, sino básica y visceralmente católico, no ignoramos el gran proceso de descristianización que ha sufrido de un siglo a esta parte, ni cómo ese proceso se ve hoy intensamente reforzado. No obstante lo cual:
a) Ninguna otra religión se ha afianzado en nuestra patria desde tiempos de Recaredo ni ha obtenido más que adhesiones muy localizadas y pasajeras. Tampoco ha brotado de nuestro suelo ninguna otra religión ni aun herejía, por más que algunas de éstas hayan encontrado cierto eco.
b) Si en una hipótesis, un inmenso cataclismo (un terremoto generalizado o una guerra atómica, como ejemplos) se abatiera sobre nuestro suelo, el 80 % de sus habitantes recurriría al Cielo bajo los nombres de Cristo y de su Santísima Madre. Y el 20 % restante lo haría cuando el peligro fuera para ellos inminente. Nadie, por supuesto, invocaría a otro Dios ni bajo otros nombres, y casi ninguno moriría conscientemente sin esa invocación. Por más que esta reacción respondiera en muchos casos al miedo, no deja por eso de revelar la mentalidad religiosa profunda de la casi totalidad de la población.
Caso distinto sería si estos hechos no fueran ciertos y coexistieran entre nosotros varias confesiones, como sucede en otros países. En tal caso la prudencia política del gobernante exigiría una libertad religiosa dentro de los límites en que esas confesiones convengan entre sí, pero nunca una completa laicidad del Estado.
***
La
tercera objeción, en fin, esgrimía la autoridad del Concilio Vaticano II que,
en su Declaración Dignitatis humanae, parece consagrar como derecho humano
jurídicamente respetable la libertad religiosa y el consiguiente «pluralismo
político».
Las ideas liberales y democráticas de la Revolución francesa prendieron a mitad del siglo pasado en sectores intelectuales y del clero en el seno de la propia Iglesia. Es el movimiento llamado «modernismo» o catolicismo liberal que culminará en la obra de J, Maritain, para quien la verdadera cristiandad debe ser un orden laico sin otra impregnación religiosa que la proveniente de la actuación personal de sus miembros. Estos movimientos laicizadores fueron reprimidos por la Iglesia en su versión modernista hasta el Concilio Vaticano II.
En éste triunfa la fracción liberal-modernista y se decreta la llamada «libertad religiosa»: la equiparación civil de todas las religiones como asunto privado ante la ley neutralista del Estado laico. A partir de este momento la jerarquía eclesiástica toma sus distancias respecto a los Estados católicos, o, más bien, procura su desaparición.
Al propio tiempo un vago humanismo o culto al hombre se entremezcla con un cada vez más diluido culto a Dios, determinando un rápido declive en la fe ambiental y en las instituciones eclesiásticas.
A esa declaración conciliar Dignitatis humanae cabe replicar: es cierto que ese documento establece más o menos oscuramente la libertad religiosa en el fuero externo a las conciencias, y también que el sector progresista dominante hoy en la Iglesia lo ha utilizado para procurar el desmantelamiento de la unidad católica y de la confesionalidad del Estado en los países en que existían.
Sin embargo, ese concilio se declaró a sí mismo como meramente «pastoral» y «no dogmático». Y su doctrina se opone en este punto a la de todos los concilios anteriores (éstos, sí, dogmáticos) y a todas las encíclicas papales (algunas también dogmáticas).
La decisión no ofrece duda. Basta hacer un cotejo entre la declaración Dignitatis humanae y la encíclica Quanta cura de Pío IX, para apreciar sin ningún género de duda que lo que la una decreta coincide casi en los mismos términos con lo que la otra condena.
Por otra parte, una declaración es el rango menor entre las disposiciones de que consta el Concilio. Cabe interpretarla como una mera directiva circunstancial, táctica de «pastoral», que, como toda táctica, ha de probar en la práctica su eficacia y validez.
No faltan autores para quienes la formación de un criterio en esta materia no requiere llegar a esos extremos, ya que bastaría una recta interpretación del texto conciliar para ponerlo de acuerdo con la doctrina anterior. Una y mil veces nos dicen estos autores que no hemos entendido el sentido y el alcance verdaderos de esa declaración. De Roma ha venido reiteradamente la incitación a que sea interpretada «de acuerdo con la tradición». Muchos autores católicos derrochan prodigios de ingenio para hallarle un sentido en consonancia con la secular doctrina anterior.
Mientras tanto, otros, los progresistas que redactaron la declaración y que la aplican, han destruido en su nombre cuanto quedaba en el mundo de unidad católica y de confesionalidad en los Estados.
A todo esto, dicho texto conciliar cumple ahora 50 años. Si durante medio siglo multitud de personas medianamente cultas no han alcanzado a encontrarle un sentido compatible con la tradición, si son múltiples las interpretaciones vigentes, ¿podrá alguien dudar de que ese texto es, cuando menos, confuso o ambiguo, carente de la claridad y precisión que su importancia requeriría, a la que tiene derecho él pueblo fiel a quien va dirigido? Reiterar una y mil veces que no lo hemos entendido constituye, al cabo de 50 años, una ofensa contra la inteligencia más elemental de una extensa parte del pueblo fiel. En tal caso, ¿no entrará en las obligaciones de la autoridad el redactarlo de nuevo, precisarlo, rectificarlo si es necesario?
Pero la triste y descarnada verdad es que el texto es suficientemente claro, no reviste oscuridad ni se presta más que a una interpretación. Sólo que esa interpretación obvia es inconciliable con la doctrina anterior; es su contradicción literal, más aún si se relaciona con la Constitución conciliar Gaudium et spes, que es su filosofía.
Cabe también juzgar esa declaración por sus efectos, aplicándole la norma de juicio que el mismo Cristo nos enseñó: por sus frutos tos conoceréis. Y ello con la perspectiva indiscutible que nos ofrece ya medio siglo de su aplicación. Y esos efectos son ruinas de ruinas por doquier. No hay dogma, ni norma, ni costumbre de la Iglesia que se haya visto discutido y contestado. El catolicismo ha retrocedido en su ámbito más que lo que retrocedió en las más crueles invasiones de la historia. Compárese la situación moral y religiosa actual de cualquier parroquia, de las órdenes religiosas, de las familias, de los pueblos... con la de hace cincuenta años y la impresión resultará desoladora. Y más acusadamente en los países y regiones donde la influencia de la Iglesia era mayor.
El día - si llega - en que el hombre occidental emprenda su camino de Damasco, es decir, en que, desengañado de la Ciudad del Hombre, busque de nuevo la Ciudad de Dios, habrá de recorrer en sentido inverso y rectificándolas tanto las consecuencias de la Revolución Francesa como las del Concilio Vaticano II.
Ante todo, retornando la Iglesia a la doctrina política que siempre mantuvo: la necesidad de que la vida del hombre - tanto individual como colectiva - se funde en principios religiosos, en la Ley de Dios.
En segundo término, abjurando del racionalismo ateo de la Revolución y abrazando aquello que para España representó el III Concilio de Toledo: la fundamentación del hombre y de la sociedad humana bajo el dulce yugo de la ley divina.
Haga Dios que los terribles acontecimientos que se prodigan en estos tiempos, sirvan a la humanidad - y ante todo a la Iglesia – como punto de reflexión para rectificar los caminos torcidos y reencontrar la luz de la verdadera paz.
Las ideas liberales y democráticas de la Revolución francesa prendieron a mitad del siglo pasado en sectores intelectuales y del clero en el seno de la propia Iglesia. Es el movimiento llamado «modernismo» o catolicismo liberal que culminará en la obra de J, Maritain, para quien la verdadera cristiandad debe ser un orden laico sin otra impregnación religiosa que la proveniente de la actuación personal de sus miembros. Estos movimientos laicizadores fueron reprimidos por la Iglesia en su versión modernista hasta el Concilio Vaticano II.
En éste triunfa la fracción liberal-modernista y se decreta la llamada «libertad religiosa»: la equiparación civil de todas las religiones como asunto privado ante la ley neutralista del Estado laico. A partir de este momento la jerarquía eclesiástica toma sus distancias respecto a los Estados católicos, o, más bien, procura su desaparición.
Al propio tiempo un vago humanismo o culto al hombre se entremezcla con un cada vez más diluido culto a Dios, determinando un rápido declive en la fe ambiental y en las instituciones eclesiásticas.
A esa declaración conciliar Dignitatis humanae cabe replicar: es cierto que ese documento establece más o menos oscuramente la libertad religiosa en el fuero externo a las conciencias, y también que el sector progresista dominante hoy en la Iglesia lo ha utilizado para procurar el desmantelamiento de la unidad católica y de la confesionalidad del Estado en los países en que existían.
Sin embargo, ese concilio se declaró a sí mismo como meramente «pastoral» y «no dogmático». Y su doctrina se opone en este punto a la de todos los concilios anteriores (éstos, sí, dogmáticos) y a todas las encíclicas papales (algunas también dogmáticas).
La decisión no ofrece duda. Basta hacer un cotejo entre la declaración Dignitatis humanae y la encíclica Quanta cura de Pío IX, para apreciar sin ningún género de duda que lo que la una decreta coincide casi en los mismos términos con lo que la otra condena.
Por otra parte, una declaración es el rango menor entre las disposiciones de que consta el Concilio. Cabe interpretarla como una mera directiva circunstancial, táctica de «pastoral», que, como toda táctica, ha de probar en la práctica su eficacia y validez.
No faltan autores para quienes la formación de un criterio en esta materia no requiere llegar a esos extremos, ya que bastaría una recta interpretación del texto conciliar para ponerlo de acuerdo con la doctrina anterior. Una y mil veces nos dicen estos autores que no hemos entendido el sentido y el alcance verdaderos de esa declaración. De Roma ha venido reiteradamente la incitación a que sea interpretada «de acuerdo con la tradición». Muchos autores católicos derrochan prodigios de ingenio para hallarle un sentido en consonancia con la secular doctrina anterior.
Mientras tanto, otros, los progresistas que redactaron la declaración y que la aplican, han destruido en su nombre cuanto quedaba en el mundo de unidad católica y de confesionalidad en los Estados.
A todo esto, dicho texto conciliar cumple ahora 50 años. Si durante medio siglo multitud de personas medianamente cultas no han alcanzado a encontrarle un sentido compatible con la tradición, si son múltiples las interpretaciones vigentes, ¿podrá alguien dudar de que ese texto es, cuando menos, confuso o ambiguo, carente de la claridad y precisión que su importancia requeriría, a la que tiene derecho él pueblo fiel a quien va dirigido? Reiterar una y mil veces que no lo hemos entendido constituye, al cabo de 50 años, una ofensa contra la inteligencia más elemental de una extensa parte del pueblo fiel. En tal caso, ¿no entrará en las obligaciones de la autoridad el redactarlo de nuevo, precisarlo, rectificarlo si es necesario?
Pero la triste y descarnada verdad es que el texto es suficientemente claro, no reviste oscuridad ni se presta más que a una interpretación. Sólo que esa interpretación obvia es inconciliable con la doctrina anterior; es su contradicción literal, más aún si se relaciona con la Constitución conciliar Gaudium et spes, que es su filosofía.
Cabe también juzgar esa declaración por sus efectos, aplicándole la norma de juicio que el mismo Cristo nos enseñó: por sus frutos tos conoceréis. Y ello con la perspectiva indiscutible que nos ofrece ya medio siglo de su aplicación. Y esos efectos son ruinas de ruinas por doquier. No hay dogma, ni norma, ni costumbre de la Iglesia que se haya visto discutido y contestado. El catolicismo ha retrocedido en su ámbito más que lo que retrocedió en las más crueles invasiones de la historia. Compárese la situación moral y religiosa actual de cualquier parroquia, de las órdenes religiosas, de las familias, de los pueblos... con la de hace cincuenta años y la impresión resultará desoladora. Y más acusadamente en los países y regiones donde la influencia de la Iglesia era mayor.
El día - si llega - en que el hombre occidental emprenda su camino de Damasco, es decir, en que, desengañado de la Ciudad del Hombre, busque de nuevo la Ciudad de Dios, habrá de recorrer en sentido inverso y rectificándolas tanto las consecuencias de la Revolución Francesa como las del Concilio Vaticano II.
Ante todo, retornando la Iglesia a la doctrina política que siempre mantuvo: la necesidad de que la vida del hombre - tanto individual como colectiva - se funde en principios religiosos, en la Ley de Dios.
En segundo término, abjurando del racionalismo ateo de la Revolución y abrazando aquello que para España representó el III Concilio de Toledo: la fundamentación del hombre y de la sociedad humana bajo el dulce yugo de la ley divina.
Haga Dios que los terribles acontecimientos que se prodigan en estos tiempos, sirvan a la humanidad - y ante todo a la Iglesia – como punto de reflexión para rectificar los caminos torcidos y reencontrar la luz de la verdadera paz.
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