Heme aquí de nuevo, habiendo recorrido ya una gran parte de mi viaje sin retorno previsto.
De momento, en este verano tan distinto a cualquier otro, aunque recuerdo pocos de mis veranos que se parezcan entre sí, lo único que permanece inalterado es la costumbre de leer aún más que de costumbre.
Finalizado el primer volumen de Los Cristianos de Max Gallo, sobre la vida de Saint Martin de Tours y el encuentro entre el cristianismo y la antigüedad clásica, una verdadera delicia cuya conclusión, y es el autor quien lo dice, es que sólo la Iglesia Católica puede considerarse la heredera del Imperio Romano, es decir de nuestra cultura greco-romana, y también el segundo volumen sobre Clovis, el primer rey católico de Francia, que más que leerlo lo he devorado, me dispongo a empezar el tercero y último, sobre San Bernardo.
¿Qué mejor compañía para cualquier época del año que la de San Martín de Tours, San Remigio de Reims, Santa Genoveva, Santa Clotilde, Clodoveo I…?
Sobre los sitios en los que hemos estado hablaré más adelante, con calma, porque a pesar de esa plaga de la modernidad que se llama “turismo”, aún quedan lugares de belleza material y espiritual incomparables, que merece la pena compartir con quién es capaz de apreciarlos, como estoy seguro que es el caso de los lectores habituales de esta humilde bitácora. (Dejo como pista para saber uno de los lugares por los que hemos pasado hace unos días, la foto de San Martín cortándose el manto para el pobre. El que reconozca la imágen y tenga tiempo y ganas, puede escribirlo en un comentario a esta entrada).
He sufrido en ocasiones auténticos rebaños de turistas, numerados con pegatinas de colores para distinguir una manada de otra, recorriendo lugares en los que como mínimo deberían hacer un examen básico de cultura general para permitir la entrada. Sin poder evitarlo, les he escuchado preguntas y comentarios dignos de ser castigados con la pena de muerte.
Y algo que me indigna un poco, y me mueve a reflexión, son las catedrales e iglesias en las que es necesario pagar una entrada y acceder como se accede a un museo o a una sala de conciertos y no a un templo (aunque también sea indignante en ocasiones el sistema de acceso a los museos, templos de la musas, sobre todo a aquellos pagados a expensas del erario público).
Se me ocurre que la Santa Madre Iglesia, que sin duda se ve obligada a un tremendo esfuerzo para mantener su incalculable patrimonio histórico material, podría expedir algo así como el “documento de identificación católico”, en el que estuviesen reflejados los datos básicos del creyente, las fechas de recepción de los sacramentos del bautismo, primera comunión, confirmación, matrimonio u orden sacerdotal, pongo yo por caso, con el que, debidamente actualizado, los fieles pudiesen entrar libremente a rezar en cualquier templo de la Cristiandad, ya fuera una humilde ermita románica o una catedral gótica.
De la situación política en nuestra pobre Patria, por muchos mundiales de fútbol que se ganen, mejor no hablar… de momento.
2 commentaires:
Realmente no sé qué me molesta más, que me pidan pagar entrada para rezar en una catedral, o encontrarme con cohortes de turistas con pantalón corto, sandalias y cámaras con flash en las iglesias que no piden entrada.
Sin embargo, amigo mío, lo uno no evita lo otro.
Es sin duda un asunto más complejo de lo que parece…
“Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y prohibió que transportaran cargas por el Templo. Y les enseñaba: « ¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones».” Mc, 15, 17
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