En mi largo viaje, que aún ha de durar algún tiempo, este fin de semana lo he pasado en soledad en Francia. Por circunstancias diversas, mi familia ha tenido que tomarme algunas etapas de ventaja en el viaje, que al igual que el gran viaje de nuestra existencia, hemos decidido hacer juntos.
Fue Thomas Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos de América, el que dijo que “todo hombre tiene dos países, el suyo y Francia”. Aunque mis lazos con Francia no tengan nada que ver con los de Thomas Jefferson, uno de los redactores de su declaración de independencia y defensor de la “declaración de derechos del hombre”, que curiosamente poseía un gran número de esclavos en sus plantaciones, en este caso debo darle la razón.
El viernes aproveché la oportunidad para ir al cine a ver la última película de Jean Becker, con Gérard Depardieu y Gisèle Casadesus, titulada “la tête en friche”, algo así como “la cabeza en barbecho”. Ignoro si llegará o no a los cines de España, pero es sin duda una película que merece la pena ver. Una historia deliciosa de relaciones humanas, esperanza y literatura, realizada con fino humor y buen gusto. En resumen, todo lo contrario de lo que es habitual en el cine español, contemporáneo.
El sábado debo reconocer que lo pase por completo entre el caldarium, el frigidarium y el tepidarium de unas antiguas termas romanas, convenientemente modernizadas, donde aparte de recuperar fuerzas de las jornadas anteriores de mi viaje, que falta me hacía, y purificar el cuerpo, tuve de nuevo la oportunidad de dedicar tiempo a la lectura reposada.
El domingo, como es natural, fue el día para la purificación del alma. Algo que resulta mucho más sencillo de hacer en el territorio de la república laica francesa que en el otrora católico Reino de España, es encontrar, como hice yo ayer, una iglesia en la que se celebre la misa según el rito extraordinario, es decir la misa católica tradicional.
Resulta en estos tiempos un privilegio impagable ver al sacerdote, correctamente vestido, realizar con la debida precisión cada uno de los pequeños detalles del ritual, al igual que los acólitos, y sentirse sumergido en el recogimiento y la profunda adoración de la renovación incruenta del sacrificio de Cristo, como verdaderamente sólo se puede sentir entre los cánticos, el incienso y las eternas palabras recogidas en el misal romano, las mismas que Nuestro Señor Jesucristo pronunció el día de su Pasión.
No hace mucho leí en la prensa un artículo sobre la esperanzadora situación de nuestros hermanos de la Iglesia Ortodoxa en Rusia, en el que uno de sus representantes achacaba los males que padece la Iglesia Católica al “intento de modernizarse a costa de perder signos de identidad esenciales y sin que encima ello haya dado ningún resultado positivo”.
La vida cristiana no se limita a la misa, no hace falta decirlo, pero la misa constituye el centro de gravedad y el pilar fundamental de la vida de la fe. Lutero lo vio con claridad, “destruyamos la misa y destruiremos la Iglesia”. Gracias a Dios la promesa de inmortalidad hecha a la Santa Madre Iglesia no tiene fecha límite y durará hasta el fin de los tiempos, y “el poder del infierno no prevalecerá contra ella”.
PS. Escuchar de nuevo el himno nacional de España en los Champs-Elysées (los de Paris, no los de Dante) en la ceremonia final del Tour de France, precisamente el día de Santiago Apóstol, Patrón de España, ha contribuido a cerrar brillantemente un fin de semana todo lo agradable que podía llegar a ser a pesar de sentir la lejanía de los míos.
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