Hace unos meses, un buen amigo mío me regaló un ejemplar de las “Oeuvres anthumes” de Charles-Alphonse Allais, escritor y periodista francés (1854-1905).
El libro me ha deparado agradables ratos de lectura relajada, muy adecuada para alguien como yo, con tendencia a centrarme demasiado en los “grandes asuntos” de la realidad cercana, casi siempre demoledoramente trágica.
Al tratarse fundamentalmente de libros humorísticos, género considerado menor, Allais no recibe el reconocimiento que merecería como escritor y ni tan siquiera ha sido publicado nunca en castellano, que yo sepa, problema del que ya he hablado en otras ocasiones (¡Hay bastantes libros de Dumas que no han sido publicados nunca en castellano!).
El humor de Allais es un tipo de crítica social muy diferente a la que estamos acostumbrados, basada en el absurdo, en el disparate, y tratando de modo divertido asuntos verdaderamente dramáticos. De hecho, en el prólogo del libro que me regaló mi amigo, se dice que entre los relatos de Allais hay más muertes violentas que en una recopilación de cuentos fantásticos o en una novela negra, por lo que se recomienda al lector que los vaya contando para poder sorprenderse, al final, de la cantidad de cadáveres sobre los que se ha reído. El título del libro recopilatorio de sus escritos, normalmente narraciones cortas de carácter periodístico, con cierto aire de artículos de Larra, “Oeuvres anthumes”, algo así como “obras ántumas”, por oposición a las obras póstumas, es de un humor cuando menos bastante original.
Incluyo como ejemplos, algunos de los pocos relatos que he encontrado en Internet traducidos al castellano:
La Mutua del delito
(Compañía de Seguros Contra los Riesgos de la Detención penal)
El Profesor Casimir, reputado jurisconsulto, me envía la siguiente comunicación, rogándome en términos conmovedores que le preste la mayor difusión y publicidad en mi periódico Le Sourire.
Tiene usted la palabra, querido Profesor:
LA MUTUA DEL DELITO
Hace apenas dos años, se fundó en París una “Compañía de seguros contra el robo” cuya prosperidad creciente es la mejor prueba de que el ejercicio del delito ha entrado definitivamente en nuestras costumbres y constituye incluso una especie de pasatiempo de lo más corriente. La idea que inspira esta institución es ingeniosa y aplaudiríamos sin reserva su aplicación práctica si no fuera porque esta Compañía, que se muestra tan celosa por defender los intereses del robado, no se ha preocupado lo más mínimo de los del autor del robo. Si hay robados es porque hay ladrones y uno no entiende por qué se otorga una protección a los primeros y se les niega a los segundos.
Bajo un régimen perfecto de igualdad y libertad como el que disfrutamos, este olvido, voluntario o no, se nos aparece como una clamorosa injusticia. Y añado más, es completamente inmoral; pues, en resumidas cuentas ¿en quién recae el honor de la acción siempre atrevida y a menudo peligrosa si no es en el ladrón mismo?
Un viejo amigo, Juez de Instrucción que ha extraído del estudio de los dosieres criminales un conocimiento profundo en los asuntos del ladronicio, lo que le hace un hombre doblemente peligroso, me contaba las hazañas de uno de sus mejores clientes. Es maravilloso. Son proezas, prodigios de audacia hacia los cuales, las grandes gestas de los caballeros de antaño eran simples sanjuanadas. Cuando se piensa en todo lo que se ha necesitado en paciencia y largos estudios para dominar esta ciencia en medio de una sociedad casi siempre hostil a este tipo de comportamientos, uno sólo puede experimentar un verdadero sentimiento de admiración por estos humildes trabajadores de la ganzúa y la palanqueta.
Por otra parte, el oficio no puede ser más ingrato; pues, mientras el asaltado, confiando en la policía, permanece impasible en su casa sin hacer nada que facilite el robo sino todo lo contrario, poniendo trabas a su ejecución, el ladrón no tiene un solo minuto de reposo; día y noche patea los caminos de nuestros campos o las calles de nuestras ciudades. Incluso a veces, tiene que batirse con burgueses recalcitrantes que tratan de dificultar aún más su labor. Los gendarmes, estimulados por magistrados crueles, emprenden contra él una caza feroz; verdadera presa de la Ley, es acosado sin descanso. Su libertad, incluso su vida, está siempre en juego.
¿Y cree usted que tras tantas vicisitudes, si un robo ha sido limpia y elegantemente concebido y ejecutado, se le hará justicia a su autor? No se equivoque; todas las simpatías irán hacia el atracado, hacia “la víctima”, que decimos. Del ladrón no se dirá nada, o si se dice, será para verter sobre su persona los epítetos más desagradables.
Ante tamaña injusticia no quiero ni pensar en lo que ocurriría si, desengañados de un oficio que no engrandece su talento, a los carteristas, a los reventadores y afines, les diera por ponerse en huelga. La huelga de los ladrones; sería como decir el fin de todo. Primero, si “la propiedad es el robo” (Proudhon); ¡sin robo no hay propiedad, y por consiguiente, tampoco propietarios, ni notarios, ni contratos! ¿Se da usted cuenta? Y a esto habría que sumarle la desaparición de los tribunales: ¿De qué vivirían los jueces y los funcionarios de justicia?
El peligro es real y se trata de conjurarlo, y para ello hay que interesarse por la suerte que corren estas valientes personas. Por tanto, proponemos la creación de una “Compañía de Seguros Contra los Riesgos de la Detención penal” destinada a indemnizar a los desgraciados que una sociedad madrastra envía a lamentarse sobre la paja mojada de los calabozos.
LA MUTUA DEL DELITO es el nombre que propongo para la nueva Compañía. Tendrá sede central en París y sucursales en todas las provincias; también en localidades en las que el peligro de condena sea previsible.
La Compañía asumiría todos los riesgos derivados de la detención, incluidos los de asesinato o delito político. En este último caso, la prima sería mayor, dado que estos delitos son cada vez más frecuentes. Por lo demás, LA MUTUA DEL DELITO no asumirá los riesgos derivados de persecuciones ante el Tribunal Supremo. Mediante un ligero aumento de la prima, la póliza cubrirá también palizas, redadas y cualquier otro riesgo o accidente a los que expone la vida en la calle. Para una orden de registro e interrogatorio ante el Juez de instrucción se establecerá una tasa especial en función de la ideología del magistrado o la divisa política del asegurado.
El seguro contra los riesgos de la detención penal se recomienda no sólo al ladrón de profesión, sino a todas las personas que puedan ser objeto de una orden de ingreso en prisión. En este sentido, puede ser tal útil al Diputado, Senador o Ministro, como al ladrón normal o al pequeño ladronzuelo. Para finalizar: en una época en la que los errores judiciales tienden a multiplicarse, una póliza suscrita en nuestra Compañía, será para el pobre inocente condenado el único medio práctico de evitar la ruina total.
Este es, en resumen, el organismo que de una vez por todas quisiéramos ver funcionando en Francia. Y sobre él llamo la atención a nuestros lectores con la completa seguridad de que le prestarán toda la atención moral y financiera que merece. Se trata de humanidad y patriotismo.
Alphonse Allais (Traducción de Elías Alfonso)
Irreverencia
La juventud actual tiene muchos defectos, pero desde luego entre ellos no está el que se les pueda acusar de profesar un excesivo respeto por sus antepasados ilustres o por sus mayores.
La juventud actual considera en suma, que una porción importante de la humanidad nacida antes de la guerra se compone básicamente de viejos estúpidos o de sórdidos crápulas.
Yo no pienso entretenerme en aumentar lo exagerado de tales aseveraciones y paso a continuación a la parte puramente anecdótica del asunto.
El día de las exequias de Pasteur, el hijo de uno de mis amigos se encogía de hombros y decía:
- ¡Pasteur! ¡Si tuviéramos un gobierno serio en lugar de los fantoches que nos dirigen, en una casa de locos tenía que haber muerto este viejo tarambana que envenena a la humanidad con sus sucias vacunas!
Diréis que para empezar no está mal, pero él iba todavía más lejos:
-¿Encuentra usted algo bueno en este gusano? ¡Pero si es como la poesía completamente empalagosa de Víctor Hugo!
Todas las afirmaciones de nuestro joven se mantienen en el mismo tono.
A Monsieur de Monthyon, cuya memoria es respetada por todos, ¿sabéis cómo le llama?
Le llama: ¡el viejo cochino de Monthyon!
Y todo porque este hombre, dice él, habría dado su nombre a una calle en la que los placeres del amor son variados y no exentos de un lado comercial.
¿Qué podemos contestar ante tanta mala fe?
¿Conoce alguien en la historia del Arte industrial un ejemplo más conmovedor, más heroico que el de Bernard de Palissy quemando su mobiliario y sus grabados para terminar la cocción de sus remarcables cerámicas?
Pues bien, tampoco la gesta de Bernard de Palissy ha encontrado reconocimiento ante la irrespetuosidad de este joven tan moderno: le llama, la vieja chocha de Palissy.
¿Por qué? le pregunté yo, algo desconcertado.
- ¡Pues porque no se puede ser más tonto! ¡Hay que ser un cretino integral como lo era este hugonote, para quemar un maravilloso mobiliario de época: soberbios armarios Henri II, bellísimas camas Charles IX, admirables sillones François I, y todo esto para obtener un plato que se puede conseguir por 4,50 francos en cualquier gran almacén de la calle Drouot! ¡Tenía que haber muerto en la Bastilla, su Bernard! ¡Y bien que han hecho!
Y la conversación se mantiene todo el tiempo en los mismos términos.
Ya empezaba a cansarme.
Pero, la verdad es que no pude contener un vivo sobresalto cuando oí proferir a mi joven interlocutor:
-¡Es como ese viejo granuja de San Vicente de Paúl! …
La verdad, no creo que se me pueda acusar de ser un ultramontano insensible: he leído a Voltaire, Diderot y los enciclopedistas, pero conservo suficiente libertad de espíritu para reconocer el mérito allá donde se encuentre y siento, sin compartir sus ideas, una profunda estima por la personalidad de San Vicente de Paúl. Por tanto me indigné:
- No atentes a la memoria de San Vicente de Paúl, que era un santo, un verdadero santo cuyo nombre brilla entre los mártires de la Humanidad.
Soltó una risotada enorme:
- ¡San Vicente de Paúl! ¿Dígame que ha hecho de extraordinario su admirado San Vicente?
- Salvó de la muerte a miles y miles de huérfanos.
- ¡Salvó de la muerte a miles y miles de huérfanos! Bonito verso.
- ¿Y los mencionados huérfanos donde están a esta hora?
- Pues…muertos
- ¡Ah, para que vea, usted lo ha dicho! ¡Están muertos! ¡El no ha salvado de nada a estos famosos huérfanos! ¡DE NADA! ¡Era un estafador y usted un snob incurable!
Después de todo, fue un alivio que este joven sólo me calificara como snob.
Alphonse Allais (Traducción de Elías Alfonso)
Otro sorprendente asunto para el Derecho
“No ha comentado usted nada, me reprochan algunos lectores, sobre el caso de M. Laguille, uno de nuestros más recientes decapitados”.
No he dicho nada sobre este caso, sencillamente porque no había nada que decir sobre un vulgar delincuente.
Pero donde voy a desquitarme es con lo que sigue:
Tomad nota, por favor, de este artículo extraído de un órgano de lo más serio (su nombre lo garantiza): Anales de la Medicina y Cirugía extranjera
El 18 de abril de 1868, en la prisión de Villarica (provincia de Mines-Geras), en Brasil, ha tenido lugar la doble ejecución capital de los llamados Aveiro y Carines.
Según la costumbre, la ejecución se realizó a puerta cerrada en la misma prisión y en presencia del doctor Lorenzo Carmo, de Río de Janeiro, sabio bien conocido por sus remarcables trabajos sobre la electricidad aplicada a la fisiología y sus grandes éxitos en operaciones de cirugía plástica.
Apenas las dos cabezas rodaron por el suelo, el doctor Lorenzo y uno de sus ayudantes volvieron a colocar la cabeza de Aveiro sobre su tronco, uniéndola nuevamente con numerosos puntos de sutura.
Los polos de una potente batería eléctrica fueron aplicados a la base del cuello y al pecho; por influencia del contacto, volvieron los movimientos respiratorios. La sangre fluía abundantemente oponiéndose al paso del aire y el doctor Lorenzo se vio obligado a practicar una traqueotomía. La respiración comenzó a normalizarse.
Tras setenta y dos horas de trabajo ininterrumpido, el doctor Lorenzo pudo comprobar con satisfacción que se reanudaba la circulación sanguínea. Tres días después, la respiración, ya sin ayuda eléctrica, quedó completamente restablecida. Los miembros, hasta entonces inmóviles, comenzaron a agitarse débilmente.
El doctor Lorenzo, sorprendido por los resultados obtenidos, continuaba su tarea con increíble ardor. Alimentos líquidos fueron introducidos en el estómago mediante una sonda esofágica.
Pero estaba escrito que al doctor le esperaría una sorpresa tras otra. Y así fue como el director de la prisión, penetrando por primera vez en la sala de los experimentos, reconoció un error trascendental, resultado de la precipitación con la cual se había realizado la operación. Le habían colocado a Aveiro la cabeza de Carines.
Después de tres meses, añaden los Anales, la cicatrización era completa y los movimientos eran cada vez más fluidos.
Al cabo de siete meses y medio, Aveiro-Carines pudo levantarse y andar sin experimentar otra cosa que un ligero picor en el cuello y una mínima debilidad en los miembros.
Ahora bien, esta mañana he recibido las siguientes líneas:
Querido amigo:
Mi tío Carines, del cual te he hablado a menudo, acaba de morir por segunda vez, y esta es la definitiva.
Como yo esperaba, me ha legado toda su fortuna, que es considerable.
Pero he aquí que, otros herederos más próximos que yo se disponen a impugnar la validez del legado bajo pretexto de que el testamento no está firmado con su mano, sino con la de su antiguo compinche Aveiro.
¿Tú que piensas?
Si fuera cierto que el óbito de mi pobre tío Carines hubiera ocurrido el 18 de abril de 1868 yo no tendría nada que alegar.
¿Pero, después de transcurridos treinta y siete años, la antigua mano de Aveiro no se ha convertido propiamente en la de mi tío?
Tú que te llevas bien con Heckel, pregúntale a ese viejo mercader de psicoplasma que te aclare este curioso berenjenal psico-fisiológico.
A la espera, querido amigo, etc., etc.,
Tuyo.
PEDRO CARINES
Las palabras “berenjenal psico-fisiológico”, en efecto, no resultan excesivas en esta circunstancia.
Que la ciencia se pronuncie.
Pero yo os agradecería cualquier sugerencia.
Alphonse Allais (traducción de Elías Alfonso)