Me precio de haber leído muchísimos libros, unos mejores y otros peores. Pero el que estoy leyendo estos días, voy por algo más de la mitad, es especial. Un libro para reír a carcajadas, para llorar como un niño, y sobre todo, para sentir en lo más profundo del alma la esencia de eso que se llama ser español.
Podría hablar del autor, que no sé muy bien si es Manuel Chaves Nogales o el propio Juan Belmonte García, pero lo único que voy a hacer es recomendar a todos que lo lean.
No se puede ser español, lo siento, sin sentir un gusto especial por el toreo, y si no se ha leído este libro, yo el primero, no se tiene ni puñetera idea de toros.
Pero el libro, esta biografía titulada “Juan Belmonte, matador de toros”, no habla sólo de tauromaquia, porque de este arte genuinamente español poco se puede decir con palabras y con muy pocas palabras ya está todo dicho. Es un retrato de España, la de verdad, la de la calle, en los inicios del siglo XX, desde los ojos de uno de sus más destacados protagonistas y testigo de excepción, ya que convivió con los más humildes de entre los humildes y con las figuras más destacadas del arte y el pensamiento, como Don Ramón María del Valle-Inclán, y además se paseó por el mundo, descubriendo cuán diferente resulta más allá de los límites patrios.
Es realmente impresionante descubrir de primera mano qué diferente era aquella España, y al mismo tiempo lo poco que ha cambiado.
Dejo un pequeño fragmento para animar:
El miedo llega sigilosamente antes de que uno se despierte, y en ese estado de laxitud, entre el sueño y la vigilia, en que nos sorprende, se adueña de nosotros antes de que podamos defendernos de su asechanza. Cuando el torero que ha de torear aquel día guiña un ojo al ras de la almohada y le hiere la luz de la mañana que se filtra por las rendijas, es ya una infeliz presa del miedo. El mozo de espadas, encargado de despertarle, lo sabe bien. Si no hay grande hombre para su ayuda de cámara, ¿qué torero habrá que sea valiente a los ojos de su mozo de estoques?
Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo con él una vivísima polémica.
No sé lo que harán los demás toreros. Al miedo yo le venzo o, al menos, le contengo a fuerza de dialéctica. Es un diálogo incoherente, como el de un loco con un ser sobrenatural.
“Ea, mocito -me dice el miedo, con su feroz impertinencia, apenas me he despertado-: a levantarte y a irte a la plaza a que un toro te despanzurre. “
“Hombre -replica uno desconcertado-, yo no creo que eso ocurra…”
“Bueno, bueno -reitera el miedo-; allá tú. Pero yo, que soy tu amigo de veras, te advierto que esto que haces es una temeridad. Llevas demasiado tiempo tentando a la fortuna.”
“No todo es buena fortuna. Yo sé torear.”
“A veces los toros tropiezan, ¿no lo sabes? ¿Qué necesidad tienes de correr ese albur insensato?”
“Es que como ya estoy comprometido…”
“¡Bah! ¿Qué importancia tienen los compromisos? El único compromiso serio que se contrae es el de vivir. No seas majadero. No vayas a la plaza.”
“No tengo más remedio que ir.”
“¿Pero es que crees que se hundiría el mundo si no fueses?”
“No se hundiría el mundo, pero yo quedaría mal ante la gente…”
“¿Qué más te da quedar mal o bien? ¿Crees que dentro de cinco años, de diez, se acordará nadie de ti ni de cómo has quedado hoy?”
“Sí se acordarán… Hay que vivir decorosamente hasta el final. Me debo a mi fama. Dentro de muchos años los aficionados a los toros recordarán que hubo un torero muy valiente.”
“Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros. ¿Estás seguro de que las generaciones venideras tendrán en alguna estima el valor de los toreros? ¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de sus héroes? Precisamente, los gobiernos socialistas…”
“Eso sí es verdad. Puede ocurrir que los socialistas, cuando gobiernen…”
“¡Naturalmente, hombre! ¡Pues imagínate que ha ocurrido ya! No torees más. No vayas esta tarde a la plaza. ¡Ponte enfermo! ¡Si casi lo estás ya!”
“No, no, Todavía no se han abolido las corridas de toros. “
“¡Pero no es culpa tuya que no lo hayan hecho! Y no vas a pagar tú las consecuencias de ese abandono de los gobernantes.”
“¡Claro! -exclama uno, muy convencido-. ¡La culpa es de los socialistas, que no han abolido las corridas de toros, como debían! ¡Ya podrían haberlo hecho!”
Advierto al llegar aquí que el miedo, triunfante, me está haciendo desvariar, y procuro reaccionar enérgicamente.
“Bueno, bueno. Basta de estupideces. Vamos a torear. Venga el traje de luces.”
“¡Eso es! A vestirse de torero y a jugarse el pellejo por unos miles de pesetas que maldita la falta que te hacen.”
“No. Yo toreo porque me gusta.”
“¡Que te gusta! Tú no sabes siquiera qué es lo que te gusta. A ti te gustaría irte ahora al campo a cazar o sentarte sosegadamente a leer, o enamorarte quizá. ¡Hay tantas mujeres hermosas en el mundo! Y esta tarde puedes quedar tendido en la plaza, y ellas seguirán siendo hermosas y harán dichosos a otros hombres más sensatos que tú…”
Al llegar a este punto, uno se sienta en el borde de la cama, abatido por un profundo desaliento. El mozo de estoques va y viene silenciosamente por la habitación, mientras prepara el complicado atalaje del torero. Éste, como un autómata, deja que el servidor le maneje a su antojo. El miedo se ha hecho dueño del campo momentáneamente. Hay una pausa penosísima. El torero intenta sobornar al miedo.
“¡Si yo comprendo que tienes razón! Verás… Esto de torear es realmente absurdo; no lo niego. Hasta reconozco, si quieres, que he perdido el gusto de torear que antes tenía. Decididamente, mo torearé más. En cuanto termine los compromisos de esta temporada dejaré el oficio.”
“¿Pero cómo te haces la ilusión de salir indemne de todas las corridas que te quedan?”
“Bueno; no torearé más que las dos o tres corridas indispensables.”
“Es que en esas dos o tres corridas, un toro puede acabar contigo.”
“Basta. No torearé más que la corrida de esta tarde.”
“Es que hoy mismo puede…”
“¡Basta he dicho! La corrida de hoy la toreo aunque baje el Espíritu Santo a decirme que no voy a salir vivo de la plaza.”
El miedo se repliega al verle a uno irritado, y hace como que se va; pero se queda allí, en un rinconcito, al acecho. Uno, satisfecho de su momentáneo triunfo va y viene nerviosamente por la habitación. Luego se pone a canturrear. Yo empiezo a tararear cien tonadillas y no termino ninguna. Entretanto, voy haciendo las reflexiones más desatinadas. Por la menor cosa se enfada uno con el mozo de estoques y discute violentamente. La irritabilidad del torero en esos momentos es intolerable. Todo le sirve de pretexto para la cólera. El mozo de estoques, eludiéndole, le viste poco a poco. Y así una hora y otra, hasta que, poco antes de salir para la plaza comienzan a llegar los amigos. Antes de que llegue el primero, por muy íntimo que sea, uno le pega una patada al miedo y le acorrala en un rincón donde no se haga visible.
“¡Si chistas, te estrangulo!”
“¡Qué más quisieras tú que poder estrangularme! Anda, anda, disimula todo lo que puedas delante de la gente; pero no te olvides de que aquí estoy yo escondidito.”
“Me basta con que seas discreto y no escandalices”, le dice uno a ver si por las buenas se le domina.
Este altercado con el miedo es inevitable. Yo, por lo menos, no me lo ahorro nunca, y creo que no hay torero que se libre de tenerlo. El ser valiente en la plaza o no serlo depende de que previamente haya sido reducido a la impotencia este formidable contradictor, este enemigo malo que es el miedo. Para mí es, como digo, una cuestión de dialéctica.