Juan Manuel de Prada |
Nuestros clásicos ya nos advirtieron contra la figura del arbitrista, que tal vez sea después del pícaro el tipo degenerativo humano de más honda raigambre española. Aunque, bien mirado, el arbitrista no es sino el pícaro con ínfulas, que en vez de sablear al vecino aspira a sablear al príncipe (hoy diríamos Estado).
Quevedo nos advertía que «los príncipes pueden ser pobres, mas en tratando con arbitristas para dejar de ser pobres, dejan de ser príncipes». Y esta es la trágica calamidad de los Estados modernos: los arbitristas lograron comerle el tarro a los príncipes, con la golosina de hacerlos ricos, y acabaron ocupando su puesto, pasando desde entonces a llamarse «políticos». Toda la política contemporánea es arbitrismo de la peor ralea, disfrazado muy diversas zalemas embaucadoras, sin otro fin sino consumir los caudales públicos y secar las haciendas.
En La hora de todos y la fortuna con seso, Quevedo ponía ejemplos de arbitrios que parecen extraídos del programa electoral de cualquiera de nuestros partidos políticos, que es como ahora se designa finamente a las cofradías de arbitristas: «Arbitrio para tener inmensas riquezas en un día, quitando a todos cuanto tienen, y enriqueciéndolos con quitárselo; arbitrio para tener gran suma de millones, en el que los que han de pagar no han de sentir, antes han de entender que se les dan», etcétera.
Un arbitrio que siempre ha gozado de especial predicamento y fortuna es el arbitrio del «Estado federal», que este fin de semana han vuelto a sacar en romería los socialistas. El arbitrio del Estado de la autonomías, que mientras duró el «café para todos» mantuvo a la pobre gente embaucada, empieza a oler a fiambre, ahora que ya se han consumido los caudales públicos y secado las haciendas. Y antes que se derrumbe definitivamente el trampantojo hay que inventarse otro trampantojo sustitutivo.
Montoro ha calificado este arbitrio socialista de «proyecto quimérico», lo cual es una perogrullada, pues todo arbitrio es por definición una quimera, urdida para engañar a los incautos; pero, urdiéndola, los socialistas demuestran ser muy previsores (que es exactamente lo contrario de ser quiméricos), pues así se aseguran de que el derrumbe del arbitrio autonómico no los pille a la intemperie.
¡Ay, el Estado federal, cuán amablemente acaricia nuestras orejas! A simple vista puede confundirse, incluso, con aquella España que logró su unidad sobre el reconocimiento de las instituciones jurídicas propias de cada reino o región. Pero aquella unidad política fue posible porque se fundaba sobre un sentido de pertenencia y participación en un proyecto común, cuya naturaleza última era religiosa; desaparecido ese sentido, la unidad sólo puede fundarse sobre arbitrios, que a la postre se revelan sucedáneos de alfeñique.
El Estado autonómico fue el arbitrio que se inventaron para contener la natural tendencia a la disgregación que aflora en toda comunidad política cuando le falta sentido de pertenencia; y creyeron que esa natural tendencia podría reprimirse con el soborno del dinero. Ahora se sacan del magín el arbitrio federal, con la esperanza de poder seguir sumando millones, haciendo creer a los que han de pagar que se les dan, como diría Quevedo. Y es que el saqueo de sus bienes materiales es el destino inexorable de los pueblos que primeramente se han dejado arrebatar sus bienes eternos. Con el arbitrio federal, como con el arbitrio autonómico, a España no le queda otra sino volver al cantonalismo de los reinos de taifas.
Pero, entretanto, nuestros arbitristas seguirán chupando del bote, que es la razón de su existencia, según nos enseñan los clásicos.