jeudi 1 mai 2014

Dos de mayo

D. Luis Daoiz y Torres nació en Sevilla el 10 de febrero del Año de Gracia de 1767. A los 15 años ingresó en el Real Colegio de Artillería de Segovia, institución que celebra este año 2014 su 250 aniversario, y a los 19 egresó con el empleo de Subteniente.

Participó brillantemente en las defensas frente al moro de las plazas españolas de Ceuta y de Orán, alcanzando el empleo de Teniente.

Un año más tarde, pasó destinado al Ejército del Rosellón, donde por primera vez se enfrentaría a las tropas revolucionarias, en aquella guerra del Reino de España contra el gobierno francés denominado Convención Nacional que, tras ajusticiar su Rey, sometería a su propia nación al periodo conocido como El Terror.

Allí sufrió cautiverio siendo trasladado a Toulouse.

Liberado en 1797, embarcó en la Escuadra de la Mar Océana donde ejerció como artillero e intérprete, gracias a su dominio de cinco idiomas.

Fue a la edad de 33 años cuando alcanzó el empleo de Capitán Segundo y con 35 era ya Capitán Primero.

Desempeñó diversas comisiones facultativas, hasta que en 1808, después de haber servido desde 1805 en el Departamento de Artillería de Sevilla, pasó al de Segovia y posteriormente fue destinado a Madrid como responsable de la tropa de artillería de la Plaza, en el Parque de Artillería de Monteleón.

La moderación, la prudencia y la templanza destacaron en su proceder de forma muy precoz, tanto, que ya en su época de cadete sus compañeros le apodaban “el anciano”. Entre sus virtudes cabe destacar el culto a la disciplina y la lealtad, que alimentó siempre con una conducta meditada e irreprensible.

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D. Pedro Velarde y Santillán nació doce años más tarde,  el 19 de octubre de 1779, en Muriedas, en el valle cántabro de Camargo, y también con apenas 15 años ingresó en el Real Colegio de Artillería de Segovia, esa fuente inagotable de héroes y prohombres de la Patria, donde desde el primer momento dio pruebas de clarísima inteligencia, constante aplicación y vivo espíritu. Durante su último año como alumno fue Brigadier de Cadetes. A los 19 años finalizó sus estudios en el Real Colegio con el empleo de Subteniente, iniciando una meteórica carrera.

Tomó parte en aquella grave consecuencia de las manipulaciones de los gobernantes españoles por parte de Napoleón, la Guerra de las Naranjas contra Portugal.

Con 22 años ascendió a Teniente y con 24 a Capitán Segundo, empleo con el que fue destinado como profesor al Real Colegio de Artillería.

En 1806, y debido a sus conocimientos, fue destinado a la Secretaría de la Junta Superior de Artillería de Madrid, donde permanecía al llegar el 2 de Mayo de 1808.

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Recordemos ahora la situación de nuestra Patria en los funestos albores del siglo XIX, marcados por aquel baño de sangre que conocemos como Revolución Francesa.

Sangre hasta entonces del propio pueblo francés, primera víctima de los agitadores, y que con la ascensión de aquel corso llamado Napoleone Buonaparte, tornó en horrible sangría por todo el continente europeo.

En 1807, los ejércitos de Napoleón habían sometido ya a sangre y fuego toda Europa y se habían adentrado también en el norte de África.

Reinaba en España Su Católica Majestad Carlos IV de Borbón, y en su nombre gobernaba Manuel Godoy, de tan triste recuerdo.

Bajo el pretexto de tomar parte en una nueva guerra contra Portugal, un ejército napoleónico al mando de Jean-Andoche Junot había cruzado ya la frontera entrando en la península.

La felonía del pequeño usurpador corso se consumaba, siendo su primera y única intención derrocar al legítimo Rey de España y sustituir en toda Europa la centenaria dinastía de los Capetos por la suya propia.

El Rey de España, incapaz de imaginar en un emperador tal desprecio por el honor y la dignidad, sería una víctima fácil en los perversos planes napoleónicos.

A primeros de marzo de 1808 las fuerzas francesas dentro de España sumaban 90.000 hombres, que se habían apoderado ya de enclaves fundamentales. Las órdenes que tenían los capitanes generales y gobernadores españoles eran no dar motivo de queja a los generales franceses y conservar con sus tropas la mejor armonía.

Mas no tardarían mucho tiempo en conocerse las aviesas intenciones de los bonapartistas, cuyo objetivo nunca fue atacar Portugal, si no anexionarse el Reino de España y combatir su Tradición.

Aquel mismo mes de marzo, la Corte acosada se desplazó a Aranjuez, y fue allí donde, por primera vez, el pueblo español con sus nobles señores al frente, empezó a tomar parte activa en la terrible situación.

En aquel motín terminó apaleado y preso el felón Godoy, y la Corona de España pasó al Príncipe de Asturias, Su Católica Majestad Fernando VII de Borbón, por abdicación de su augusto padre.

Conocida por el pueblo español la exaltación al trono de su nuevo Rey legítimo, el júbilo se extendió por todo el Reino de España.

Pero como esta sucesión en la corona de España chocaba con sus execrables planes, los agentes napoleónicos se aprestaron de nuevo a manipular con métodos perversos a Carlos IV, obligándole a desdecirse de la abdicación e iniciando un artificial pleito sucesorio favorable a los revolucionarios.

¡Cuánta sangre española se habría de derramar aún aquel siglo por las maquinaciones de los agentes de la revolución contra la tradición sucesoria del Reino a la muerte del Rey Fernando!

Napoleón empleó de nuevo la deslealtad, la traición y el engaño para trasladar cautiva a Bayona a la familia real, y los destinos del Reino de España quedaron en manos de la Junta Suprema de Gobierno, presidida por el Infante D. Alfonso, tío de Fernando VII.

Y así llegó el día dos de mayo de 1808, y el pueblo español de Madrid se agolpó a las puertas del Palacio Real, alarmado por los rumores del inminente traslado a Bayona del último de los miembros de la familia de su amado soberano, el infante D. Francisco.

Allí empezaron las masacres de la mano de aquella bestia inhumana llamada Joachim Murat, que aspiraba a ceñir la Corona Real de España en sus indignas sienes, y que cuando Napoleón la entregase vilmente a su hermano José, no tendría reparo en ceñir la de Nápoles, que también había sido arrebatada por los revolucionarios a su legítimo Rey, pasando sobre la sangre de sus fieles súbditos.

Al mariscal del usurpador no le cupieron escrúpulos para masacrar a la multitud con descargas de fusilería y de metralla, sembrando el suelo patrio de cadáveres de hombres, mujeres y niños.

La noticia se propagó como un reguero de pólvora y la lucha se generalizó por toda la villa de Madrid, dirigiéndose un gran número de paisanos al Parque de Artillería de Monteleón en busca de armas.
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El capitán Pedro Velarde, que llegó muy temprano a su despacho en la Junta Superior Facultativa; descompuesto el semblante, inquieto, reflejando su nerviosa  y exaltada agitación, dijo a su jefe: “Mi comandante, vamos a batirnos con los franceses

En esto, sonó por la calle vecina el estruendo de fusiles y de pasos de fuerza disciplinada; al oírlo corrió el capitán Velarde en dirección al Regimiento de Voluntarios del Estado, donde consiguió de su coronel una compañía para reforzar las fuerzas del Parque de Artillería.

El capitán Luis Daoiz, al llegar a su destino, encontró a la compañía napoleónica que guarnecía el Parque, formada y dispuesta para masacrar a tiros a los civiles españoles que en el exterior vitoreaban a España y a su legítimo Rey Fernando, al tiempo que insultaban a los revolucionarios enemigos de Dios y su Tradición.

Sin perder un instante, pasó Daoiz a disponer de su escasa fuerza, dieciséis  artilleros entre sargentos, cabos y soldados, para vigilar tanto la puerta como los movimientos de las tropas que ya sin duda eran las del enemigo.

Cuando Velarde llegó al frente de la Compañía de Voluntarios, se produjo el delirio de la multitud popular de leales súbditos de Su Majestad el Rey de España que inundaba las proximidades del Parque.

El capitán Velarde se dirigió resueltamente al capitán francés, y con su audaz lenguaje, acertó a desarmar y encerrar en las caballerizas a la compañía revolucionaria.

En aquel supremo instante se le planteaba un grave dilema al veterano y reflexivo Daoiz; de un lado, las órdenes recibidas y su responsabilidad como oficial más antiguo del Parque, y de otro el  pueblo español que, a las puertas del Parque, le pedía las armas para defenderse.

Superada cualquier duda, como no podía ser de otro modo, se impuso su sagrada obligación de oficial español ante la que ninguna orden contraria reviste valor alguno, y ordenó abrir las puertas del Parque y armar al pueblo.

Siglos más tarde aún se discutía en otros pueblos si la obediencia debida exime de responsabilidad al que cumple órdenes criminales, cuando ningún militar español en la historia ha dudado un instante ser plenamente responsable de sus actos en toda circunstancia.

Se reunió Daoiz en el patio con los oficiales y artilleros que, proclamando públicamente su lealtad al legítimo Rey Fernando VII y a la independencia del Reino de España, se conjuraron a morir antes que sucumbir al oprobio de la servidumbre a Napoleón. 

Desde los balcones el pueblo colaboraba con los defensores del Parque de Monteleón recibiendo con nutrido fuego al Batallón de Westfalia, que fue rechazado tantas veces como acometidas intentó para forzar la entrada y traspasar la línea defensiva tan fieramente defendida. 

Enterado el cruel y sanguinario Murat de la porfiada defensa del Parque y preso de la ira, dispuso que su propio ayudante, el general Lagrange, atacara sin piedad el recinto con la brigada Lefranc.

Así extendían su falsa liberación aquellos crueles carniceros que con inhumana hipocresía pretendían enarbolar los estandartes de la libertad, la igualdad y la fraternidad. 

Tres veces más fueron rechazados los napoleónicos, hasta que la escasez de municiones, el cansancio físico, nunca de espíritu, y la brutal desproporción de fuerzas, hicieron arribar la desdichada hora del declive y la muerte, en la lucha desigual del pueblo de España por la verdadera libertad.

Velarde fue alcanzado por una bala que le atravesó el corazón y sin un gemido entregó la vida al Altísimo, por su Patria y por su Rey.

Daoiz, con la espada en la mano, herido en una pierna y sosteniéndose a duras penas sobre uno de los cañones, esperaba el inminente final cuando el general Lagrange se dirigió a él de forma ofensiva tocando violentamente el sombrero del héroe.

Un oficial de artillería español, heredero de los cristianos de Covadonga y de Las Navas de Tolosa, no tolera la humillación.

Con el último aliento levantó Daoiz su espada para atacar al general napoleónico. Lagrange paró el golpe, e inmediatamente cayó sobre el bravo artillero la guardia personal del general, asestándole un cobarde bayonetazo.

Mortalmente herido fue llevado a su casa por unos leales, donde expiró a las dos de la tarde, mártir de la verdadera libertad.

…………

-Hay un mal grave, señores, un mal terrible, al cual es preciso combatir -continuó Garrote sin hacer caso de la vieja-.

¿Qué mal es este?

Que los franceses han traído acá la idea de cambiar nuestras costumbres, de echar por tierra todas las prácticas del gobierno de estos reinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos a todos franceses, descreídos, afeminados, badulaques, tontos de capirote y eunucos.

¿Y qué ha sucedido? que mientras la mayor parte de los españoles se echaban al campo para extirpar toda la maleza galaica y sahumar con el vapor de la guerra el país infestado de franceses, unos pocos de los nuestros han admitido aquella mudanza.

¡Abominables tiempos, señores! Ved cómo hay en Madrid una casta de miserables sabandijos a quien llaman afrancesados, que son los que visten a la francesa, comen a la francesa y piensan a la francesa. Para ellos no hay España, y todos los que guerreamos por la patria somos necios y locos.

Pero todavía existe una canalla peor que la canalla afrancesada, pues éstos al menos son malvados descubiertos y los otros hipócritas infames. ¿Sabéis a quién me refiero? pues os lo diré. Hablo de los que en Cádiz han hecho lo que llaman la Constitución y los que no se ocupan sino de nuevas leyes y nuevos principios y otras gansadas de que yo me reiría, si no viera que este torrente constitucional trae mucha agua turbia y hace espantoso ruido, por arrastrar en su seno piedras y cadáveres y fango.

¿Queréis pruebas? Pues oídlas. Estos hombres se fingen muy patriotas y aparentan odiar al francés, pero en realidad le aman. ¡Ah! Pasad la vista por sus abominables gacetas. ¿Las habéis leído? Decís que no. Pues yo las he leído y sé que respiran odio a los patriotas, al Rey y a la sacrosanta religión. Son los discípulos de Voltaire, que van por el mundo predicando la nueva de Satanás. 

El cura al oír esto sintió que las lagrimas se agolpaban a sus ojos. Eran lágrimas de admiración. Estaba pálido, mas no de envidia, aunque reconocía que él jamás había dicho en sus sermones cosas tan bellas. 

-Pues bien, señores -añadió Navarro-, hoy voy a combatir contra los franceses y mañana contra los afrancesados que son peores, y después contra los llamados liberales que son pésimos; y si yo no pudiere o si Dios se sirve llamarme a sí sobre el campo de batalla, aquí está mi hijo, a quien entregaré mi espada y que ya tiene mi espíritu.

Benito Pérez Galdós, El equipaje del rey José, capítulo XIV, Episodios Nacionales (Segunda Serie).

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