jeudi 30 octobre 2014

La comunión de los Santos

Para que no olvidemos el motivo de las celebraciones de este fin de semana (¿calabazas, zombis, brujas?), traigo hoy un artículo extraído de Apologética Católica.


Hay tres estados en la Iglesia:
 
1- La iglesia peregrina en la tierra, estos somos nosotros hasta el día de nuestra muerte.
 
2- La iglesia purgante (en el purgatorio), son los difuntos que aún no han ido al cielo. Por estos oramos el día de los difuntos, el 2 de noviembre.
 
3- la iglesia triunfante, ya glorificada en el cielo, estos son los santos que celebramos el 1 de noviembre.
 
"Así pues, hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es." (LG #49)
 
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica, citando L.G. #49: "Como todos los creyentes formamos un solo cuerpo, es decir, (los del cielo y los de la tierra), el bien de los unos se comunica a los otros... es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza... Así, el bien de Cristo es comunicado a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia".
 
"La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más, aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales".

¿Qué significa esta cita de Lumen Gentium?
 
1. Los santos interceden por nosotros:
 
"Como ellos están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad... no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio de Jesucristo, los méritos que adquirieron en la tierra a través de sus vidas de santidad, de virtud, de buenas obras y de sufrimiento. Su solicitud fraterna ayuda, pues nuestra debilidad". (LG #49)
 
2. La comunión de los santos:
 
No sólo veneramos el recuerdo de los del cielo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea forzada por la práctica del amor fraterno.
 
Dice San Bernardo Abad, en uno de sus sermones (oficio del día de todos los santos):
 
¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos?
¿De qué les sirven los honores terrenos o nuestros elogios, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo?
 
Los santos no necesitan de nuestros honores, mas sin embargo, la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro.
 
Despierta en nosotros dos deseos:
 
1. El de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos con los bienaventurados, santos, patriarcas, mártires, apóstoles, confesores, las vírgenes, para resumir, asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos.
 
2. Que como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria.
 
3. La comunión con los difuntos:
 
"La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones - pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados" - (2 Ma 12:45)" (LG 50).
 
Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.
 
CONCLUSIÓN:
 
"Creemos en la comunión de todos los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones" (SPF 30).
 
***
 
LA COMUNION DE LOS SANTOS
ÁNGELUS Meditación del Papa en la solemnidad de Todos los Santos, 1 de noviembre 97.
 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1. Los primeros dos días del mes de noviembre constituyen para el pueblo cristiano un momento intenso de fe y oración, que pone de relieve de modo singular la orientación "escatológica" recordada con fuerza por el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, cap. VII). En efecto, al celebrar a todos los santos y al conmemorar a todos los fieles difuntos, la Iglesia peregrina en la tierra vive y expresa en la liturgia el vínculo espiritual que la une a la Iglesia celestial.
 
Hoy rendimos honor a los santos de todos los tiempos, mientras ya dirigimos oraciones en sufragio de nuestros queridos difuntos, visitando los cementerios. ¡Cómo nos consuela pensar que nuestros seres queridos, ya fallecidos, están en compañía de María, de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores de la fe, de las vírgenes y de todos los santos y santas del paraíso!
 
2. La solemnidad de hoy nos ayuda así a profundizar una verdad fundamental de la fe cristiana, que profesamos en el "Credo": la "comunión de los santos". A este propósito, el concilio Vaticano II afirma: "Todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en él (cf. Ef 4, 16). Por tanto, la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales (...). Su preocupación de hermanos ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad" (Lumen gentium, 49).
 
Esta admirable comunión se realiza del modo más alto e intenso en la divina liturgia y, sobre todo, en la celebración del sacrificio eucarístico: en él "nos unimos de la manera más perfecta al culto de la Iglesia del cielo: reunidos en comunión, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor; la de su esposo san José; la de todos los santos Apóstoles y mártires y la de todos los santos" (ib., 50).
 
3. En la gloriosa asamblea de los santos, Dios quiso reservar el primer lugar a la Madre del Verbo encarnado. A lo largo de los siglos y en la eternidad María sigue estando en la cumbre de la comunión de los santos, como protectora singular del vínculo de la Iglesia universal con Cristo, su Señor. Para quien quiere seguir a Jesús por el camino del Evangelio, la Virgen es la guía segura y experta, la Madre solícita y atenta a la que puede confiar todos sus deseos y dificultades.
 
Pidamos juntos a la Reina de todos los santos que nos ayude a responder con generosa fidelidad a Dios, que nos llama a ser santos como él es santo (cf. Lv 19, 2; Mt 5, 48).
 
(©L'Osservatore Romano - 7 de noviembre de 1997)
 
 

vendredi 24 octobre 2014

Para que Cristo reine socialmente (II)

Conveniencia y oportunidad de plantear los deberes cristianos de las sociedades.

1.       Durante los últimos treinta años, so pretexto del “espíritu del Concilio”, la doctrina de los deberes cristianos de las sociedades fue silenciada, se la quiso dar por abandonada, e incluso fue vituperada por algunos, llegando con todo ello a haber sido generalmente olvidada.

En tanto que forma parte de la doctrina de la Iglesia, su importancia intrínseca se ve aumentada de modo circunstancial por el relegamiento de que ha sido y es objeto. Conviene tratar de ella precisamente para salvar esa carencia que existe hoy en la formación social de los católicos. Conviene tratar de ella porque orienta y da sentido al conjunto de la doctrina social, que tanto interés despierta, pero manifestado en iniciativas parciales.

2.       Pero además de la conveniencia, existe también la oportunidad.

Los años noventa, con el derrumbe del bloque soviético, terminaron con el equívoco malminorista de la aproximación de los católicos a la democracia liberal. Desaparecida la amenaza del totalitarismo, cada vez es mayor la conciencia de que Occidente vive sumido en un ateísmo práctico, viviendo “como si no hubiera Dios”, lo que es claramente incompatible con la exigencia cristiana.

En cierto modo, la relación de la Iglesia respecto de la civilización ha retornado a la situación anterior a la irrupción de los totalitarismos de entreguerras. Y con ella ha vuelto el enfrentamiento con el liberalismo, que hacía a la Iglesia insistir en torno a la idea de los deberes cristianos de los Estados. La Iglesia, que no está en contra de la libertad ni los regímenes populares, muy al contrario, no puede admitir el principio liberal de la libertad absoluta de los hombres, legislando sin ningún límite, principio en el que reside todo el mal, aunque de él son siempre más visibles sus aplicaciones extremas. Es toda la “civilización de la muerte” que el Papa denuncia, a la par que reafirma el íntimo lazo de la moralidad con la verdad que se rechaza, lo que en ese principio liberal está contenido.

Las últimas encíclicas de Juan Pablo II, ya en los años 90, reflejan esa confrontación con el liberalismo, sea en su teoría de la libertad, sea como absolutismo democrático o en faceta económica.

Y a la vez, por consecuencia providencial de los movimientos católicos “comprometidos”, incluso de sus corrientes desviadas, existe un mayor despego de los católicos hacia el sistema político imperante.

El escándalo de un sistema que legaliza sistemáticamente toda inmoralidad, y muy particularmente el aborto, sin que partido alguno se atreva desmarcarse de esa tiranía denunciando sus principios, hace que los católicos se encuentren a la espera de una política distinta, que sea satisfactoriamente católica. De una política que reconozca a Cristo Rey.

3.       Desde el punto de vista doctrinal, la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica en 1992 también ha supuesto el fin de la etapa de confusión, y abre nuevas oportunidades de predicar los deberes cristianos de las sociedades.

Frente a la difundida hipótesis del abandono de dicha parte de la doctrina católica, el Nuevo Catecismo reafirma, con solemne y postconciliar autoridad, la existencia de una obligación social para con Cristo, derivada del Primer Mandamiento de la Ley de Dios. Y no sólo eso: recoge literalmente las dos cláusulas en que la Dignitatis humanae afirma la continuidad de la doctrina tradicional y la compatibilidad de la confesionalidad y la libertad religiosa; restringe el abuso sobre el sentido de dicha libertad religiosa; y expresamente se remite a los documentos preconciliares más elocuentes sobre la materia, por lo que no se les puede descartar sin más por decaídos.

Y como el resto del Catecismo está transido de llamadas a cristianizar la sociedad, y enseña especialmente que toda sociedad, explícita o implícitamente, profesa una cosmovisión rectora, y que sólo si se ajusta a la verdad católica no se convierte en totalitaria, facilita todas las bases de la argumentación de la confesionalidad pública. Se trata ahora sólo de extraer y mostrar su fruto.

4.       Se dan por otra parte circunstancias concretas que facilitan una oportunidad adicional, casi un pretexto, para plantear de nuevo toda la cuestión.

En el año 1995 coincidió el setenta aniversario de la encíclica Quas primas, que establece la doctrina de Cristo Rey, e instituye su fiesta con finalidad de recordatorio político, con el trigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, que hizo referencia explícita a que «deja íntegra la doctrina tradicional acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo».

5.       Y en cuanto a los encargados de hacerlo, pocos más adecuados que los amigos de la Ciudad Católica, en torno a la revista Verbo. El primer libro de la Editorial Speiro, libro de cabecera de la Ciudad Católica, lleva precisamente el título de “Para que Él reine”, y desde entonces, a pesar del ambiente adverso, se ha mantenido fiel a ese espíritu.

Por eso, nos contamos entre la minoría de católicos que hoy mantiene una conciencia clara de ese deber, y por eso mismo estamos, no ya posibilitados, sino obligados a transmitir esa parte de la doctrina que los demás no han recibido o conservado bien.

Ninguna contribución nuestra al orden social cristiano es tan preciosa y tan difícilmente sustituible. Embarcados en la lucha contra el aborto o en ensalzar el fundamento de Derecho Natural del Orden Cristiano hay muchos otros hermanos en la Fe, pero son escasos los debidamente capacitados para plantear correctamente la cuestión de la confesionalidad. Por lo tanto es nuestro deber de caridad concentrarnos en este punto específico, pues, ¿cómo oirá ni creerá nadie si no hay quien le predique? (Rom. 10,14).

Recomponer, reafirmar, reproponer.

1.      Realizar el Reinado Social de Cristo, contribuyendo a ello con todas nuestras fuerzas, forma parte de los deberes de todos los cristianos por el mismo hecho de serlo, y muy especialmente de los laicos.

La primera piedra de dicho Reinado consiste hoy en reconstruir y reproponer la doctrina católica acerca del deber de las sociedades para con Cristo Rey.

Decimos reconstruir siguiendo la tesis de un importantísimo artículo al respecto del obispo de Cuenca, José Guerra Campos.

En la medida en que la opinión, la predicación y las actitudes generalizadas de los pastores han acogido todo tipo de dudas, reservas, reticencias y negaciones para con la antigua tesis de confesionalidad católica, en que han admitido la existencia de un corte en la historia, y han omitido o puesto la máxima sordina a las conclusiones que se derivan de los pasajes del propio Concilio acerca de los deberes de las sociedades para con la verdadera religión, se ha hecho preciso volver a erigir, con todo rigor, el edificio doctrinal correspondiente, teniendo en cuenta todos los principios al respecto, esto es, junto a «lo de siempre», «lo nuevo» que a ello se haya auténticamente añadido.

Siendo los deberes sociales cristianos un punto clave en la vida de los fieles, tiene que estar bien iluminado por una doctrina auténtica y rigurosa. Reelaborarla —por supuesto que nunca puede haber una reelaboración con mutación sustancial en la Iglesia— es una necesidad, la primera en este campo.

Porque, inmediatamente después, urge volver a presentarla, reproponerla, al pueblo cristiano. Para que se cumpla lo que se enseña hay que volver a enseñar lo que se ha de cumplir, y «hará falta mucha reafirmación y quizá recomposición de la doctrina para que numerosos fieles y pastores reconozcan de verdad "in iure" lo que hay de vigente en el Magisterio. Sólo entonces se moverán a darle vigencia "in facto". Algo parecido ocurrió durante decenios con la llamada "doctrina social" de la Iglesia.

No tienen razón quienes alegan que no se puede predicar una doctrina que ningún partido está dispuesto a cumplir ni de lejos. Precisamente, si, al cabo de decenios de no exponer los deberes morales concretos a que está sujeto toda sociedad, remitiéndose a una conciencia vaga, se ha llegado a la situación de que, incluso los partidos que reciben la mayor parte del voto de los católicos no procederán a modificar la legalidad del aborto y sancionarán legalmente las uniones sodomitas, será necesario un buen número de años de predicación intensa de la doctrina del Reinado Social de Cristo para que se llegue a crear entre los fieles el estado de opinión preciso para que funden partidos dispuestos a asumir tales deberes, partidos que luego todavía habrán de crecer.

Y, por lo mismo que el proceso ha de ser lento, urge iniciarlo con entusiasmo cuanto antes.

jeudi 23 octobre 2014

Mensaje de Benedicto XVI, Papa Emérito

Mensaje de Benedicto XVI a los estudiantes de la Pontificia Universidad Urbaniana

Quisiera en primer lugar expresar mi cordial agradecimiento al Rector Magnífico y a las autoridades académicas de la Pontificia Universidad Urbaniana, a los oficiales mayores, y a los representantes de los estudiantes por su propuesta de titular en mi nombre el Aula Magna reestructurada. Quisiera agradecer de modo particular al Gran Canciller de la Universidad, el Cardenal Fernando Filoni, por haber acogido esta iniciativa. Es motivo de gran alegría para mí poder estar siempre así presente en el trabajo de la Pontificia Universidad Urbaniana.
 
En el curso de las diversas visitas que he podido hacer como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, siempre me ha impresionado la atmosfera de la universalidad que se respira en esta universidad, en la cual jóvenes provenientes prácticamente de todos los países de la tierra se preparan para el servicio al Evangelio en el mundo de hoy. También hoy veo interiormente ante mí, en este aula, una comunidad formada por muchos jóvenes que nos hacen percibir de modo vivo la estupenda realidad de la Iglesia Católica.
 
«Católica»: Esta definición de la Iglesia, que pertenece a la profesión de fe desde los tiempos antiguos, lleva consigo algo del Pentecostés. Nos recuerda que la Iglesia de Jesucristo no miró a un solo pueblo o a una sola cultura, sino que estaba destinada a la entera humanidad. Las últimas palabras que Jesús dice a sus discípulos fueron: “Id y haced discípulos a todos los pueblos”. Y en el momento del Pentecostés los apóstoles hablaron en todas las lenguas, manifestando por la fuerza del Espíritu Santo, toda la amplitud de su fe.
 
Desde entonces la Iglesia ha crecido realmente en todos los continentes. Vuestra presencia, queridos estudiantes, refleja el rostro universal de la Iglesia. El profeta Zacarías anunció un reino mesiánico que habría ido de mar a mar y sería un reino de paz. Y en efecto, allá donde es celebrada la Eucaristía y los hombres, a partir del Señor, se convierten entre ellos un solo cuerpo, se hace presente algo de aquella paz que Jesucristo había prometido dar a sus discípulos. Vosotros, queridos amigos, sed cooperadores de esta paz que, en un mundo rasgado y violento, hace cada vez más urgente edificar y custodiar. Por eso es tan importante el trabajo de vuestra universidad, en la cual queréis aprender a conocer más de cerca de Jesucristo para poder convertiros en sus testigos.
 
El Señor Resucitado encargó a sus discípulos, y a través de ellos a los discípulos de todos los tiempos, que llevaran su palabra hasta los confines de la tierra y que hicieran a los hombres sus discípulos.
 
El Concilio Vaticano II, retomando en el decreto Ad Gentes una tradición constante, sacó a la luz las profundas razones de esta tarea misionera y la confió con fuerza renovada a la Iglesia de hoy.
 
¿Pero todavía sirve? Se preguntan muchos hoy dentro y fuera de la Iglesia ¿de verdad la misión sigue siendo algo de actualidad? ¿No sería más apropiado encontrarse en el diálogo entre las religiones y servir junto las causa de la paz en el mundo? La contra-pregunta es: ¿El diálogo puede sustituir a la misión?
 
Hoy muchos, en efecto, son de la idea de que las religiones deberían respetarse y, en el diálogo entre ellos, hacerse una fuerza común de paz. En este modo de pensar, la mayoría de las veces se presupone que las distintas religiones sean una variante de una única y misma realidad, que “religión” sea un género común que asume formas diferentes según las diferentes culturas, pero que expresa una misma realidad. La cuestión de la verdad, esa que en un principio movió a los cristianos más que a nadie, viene puesta entre paréntesis. Se presupone que la auténtica verdad de Dios, en un último análisis es alcanzable y que en su mayoría se pueda hacer presente lo que no se puede explicar con las palabras y la variedad de los símbolos. Esta renuncia a la verdad parece real y útil para la paz entre las religiones del mundo. Y aun así sigue siendo letal para la fe.
 
En efecto, la fe pierde su carácter vinculante y su seriedad si todo se reduce a símbolos, en el fondo intercambiables, capaces de posponer solo de lejos al inaccesible misterio divino.
 
Queridos amigos, veis que la cuestión de la misión nos pone no solamente frente a las preguntas fundamentales de la fe, sino también frente a la pregunta de qué es el hombre. En el ámbito de un breve saludo, evidentemente no puedo intentar analizar de modo exhaustivo esta problemática que hoy se refiere a todos nosotros. Quisiera al menos hacer mención a la dirección que debería invocar nuestro pensamiento. Lo hago desde dos puntos de partida.
 
PRIMER PUNTO DE PARTIDA
 
1. La opinión común es que las religiones estén por así decirlo, una junto a otra, como los continentes y los países en el mapa geográfico. Todavía esto no es exacto. Las religiones están en movimiento a nivel histórico, así como están en movimiento los pueblos y las culturas. Existen religiones que esperan. Las religiones tribales son de este tipo: tienen su momento histórico y todavía están esperando un encuentro mayor que les lleve a la plenitud.
 
Nosotros como cristianos, estamos convencidos que, en el silencio, estas esperan el encuentro con Jesucristo, la luz que viene de Él, que sola puede conducirles completamente a su verdad. Y Cristo les espera. El encuentro con Él no es la irrupción de un extraño que destruye su propia cultura o su historia. Es, en cambio, el ingreso en algo más grande, hacia el que están en camino. Por eso, este encuentro es siempre, al mismo tiempo, purificación y maduración. Por otro lado, el encuentro es siempre recíproco. Cristo espera su historia, su sabiduría, su visión de las cosas.
 
Hoy vemos cada vez más nítido otro aspecto: mientras en los países de su gran historia, el cristianismo se convirtió en algo cansado y algunas ramas del gran árbol nacido del grano de mostaza del Evangelio se secan y caen a la tierra, del encuentro con Cristo de las religiones en espera brota nueva vida. Donde antes solo había cansancio, se manifiestan y llevan alegría las nuevas dimensiones de la fe.
 
2. Las religiones en sí mismas no son un fenómeno unitario. En ellas siempre van distintas dimensiones. Por un lado está la grandeza del sobresalir, más allá del mundo, hacia Dios eterno. Pero por otro lado, en esta se encuentran elementos surgidos de la historia de los hombres y de la práctica de las religiones. Donde pueden volver sin lugar a dudas cosas hermosas y nobles, pero también bajas y destructivas, allí donde el egoísmo del hombre se ha apoderado de la religión y, en lugar de estar en apertura, la ha transformado en un encerrarse en el propio espacio.
 
Por eso, la religión nunca es un simple fenómeno solo positivo o solo negativo: en ella los dos aspectos se mezclan. En sus inicios, la misión cristiana percibió de modo muy fuerte sobre todo los elementos negativos de las religiones paganas que encontró. Por esta razón, el anuncio cristiano fue en un primer momento estrechamente crítico con las religiones. Solo superando sus tradiciones que en parte consideraba también demoníacas, la fe pudo desarrollar su fuerza renovadora. En base a elementos de este tipo, el teólogo evangélico Karl Barth puso en contraposición religión y fe, juzgando la primera en modo absolutamente negativo como comportamiento arbitrario del hombre que trata, a partir de sí mismo, de apoderarse de Dios. Dietrich Bonhoeffer retomó esta impostación pronunciándose a favor de un cristianismo sin religión. Se trata sin duda de una visión unilateral que no puede aceptarse. Y todavía es correcto afirmar que cada religión, para permanecer en el sitio debido, al mismo tiempo debe también ser siempre crítica de la religión. Claramente esto vale, desde sus orígenes y en base a su naturaleza, para la fe cristiana, que, por un lado mira con gran respeto a la profunda espera y la profunda riqueza de las religiones, pero, por otro lado, ve en modo crítico también lo que es negativo. Sin decir que la fe cristiana debe siempre desarrollar de nuevo esta fuerza crítica respecto a su propia historia religiosa.
 
Para nosotros los cristianos, Jesucristo es el Logos de Dios, la luz que nos ayuda a distinguir entre la naturaleza de las religiones y su distorsión.
 
3. En nuestro tiempo se hace cada vez más fuerte la voz de los que quieren convencernos de que la religión como tal está superada. Solo la razón crítica debería orientar el actuar del hombre. Detrás de símiles concepciones está la convicción de que con el pensamiento positivista la razón en toda su pureza se ha apoderado del dominio. En realidad, también este modo de pensar y de vivir está históricamente condicionado y ligado a determinadas culturas históricas. Considerarlo como el único válido disminuiría al hombre, sustrayéndole dimensiones esenciales de su existencia. El hombre se hace más pequeño, no más grande, cuando no hay espacio para un ethos que, en base a su naturaleza auténtica retorna más allá del pragmatismo, cuando no hay espacio para la mirada dirigida a Dios. El lugar de la razón positivista está en los grandes campos de acción de la técnica y de la economía, y todavía esta no llega a todo lo humano. Así, nos toca a nosotros que creamos abrir de nuevo las puertas que, más allá de la mera técnica y el puro pragmatismo, conducen a toda la grandeza de nuestra existencia, al encuentro con Dios vivo.
 
SEGUNDO PUNTO DE PARTIDA
 
1. Estas reflexiones, quizá un poco difíciles, deberían mostrar que hoy, en un modo profundamente mutuo, sigue siendo razonable el deber de comunicar a los otros el Evangelio de Jesucristo.
 
Todavía hay un segundo modo, más simple, para justificar hoy esta tarea. La alegría exige ser comunicada. El amor exige ser comunicado. La verdad exige ser comunicada. Quien ha recibido una gran alegría, no puede guardársela solo para sí mismo, debe transmitirla. Lo mismo vale para el don del amor, para el don del reconocimiento de la verdad que se manifiesta.
 
Cuando Andrés encontró a Cristo, no pudo hacer otra cosa que decirle a su hermano: “Hemos encontrado al Mesías”. Y Felipe, al cual se le donó el mismo encuentro, no pudo hacer otra cosa que decir a Bartolomé que había encontrado a aquél sobre el cual habían escrito Moisés y los profetas. No anunciamos a Jesucristo para que nuestra comunidad tenga el máximo de miembros posibles, y mucho menos por el poder. Hablamos de Él porque sentimos el deber de transmitir la alegría que nos ha sido donada.
 
Seremos anunciadores creíbles de Jesucristo cuando lo encontremos realmente en lo profundo de nuestra existencia, cuando, a través del encuentro con Él, nos sea donada la gran experiencia de la verdad, del amor y de la alegría.
 
2. Forma parte de la naturaleza de la religión la profunda tensión entre la ofrenda mística de Dios, en la que se nos entrega totalmente a Él, y la responsabilidad para el prójimo y para el mundo por Él creado. Marta y María son siempre inseparables, también si, de vez en cuando, el acento puede recaer sobre la una o la otra. El punto de encuentro entre los dos polos es el amor con el cual tocamos al mismo tiempo a Dios y a sus Criaturas. “Hemos conocido y creído al amor”: esta frase expresa la auténtica naturaleza del cristianismo. El amor, que se realiza y se refleja de muchas maneras en los santos de todos los tiempos, es la auténtica prueba de la verdad del cristianismo.
 
Benedicto XVI
 
 

mercredi 22 octobre 2014

Para que Cristo reine socialmente (I)

Por Luis María Sandoval

Introducción

1.       Nuestro Señor Jesucristo es Rey.

Cristo Jesús, incluso como hombre, es Rey del Universo, de la Creación entera, que ha de recapitular, esto es, encabezar, para, sometida, entregarla al Padre. Pero, muy particularmente, es Rey de las sociedades humanas. Esta es la enseñanza central de la encíclica Quas primas de Pío XI, estableciendo la fiesta litúrgica de Cristo Rey, en 1925.

Ese particular aspecto del universal dominio de Cristo Rey, que se resalta especialmente, es lo que se conoce como Realeza Social de Cristo (también Reinado Social de Cristo, o Soberanía de Cristo).

El Reinado Social de Cristo concreta y perfila la tradicional enseñanza católica acerca de la existencia de un deber moral de las sociedades para con la única verdadera religión. Y la aplicación, práctica y formal, al orden político de dichas enseñanzas tradicionales, dogmáticas y morales, es lo que se ha acostumbrado a llamar confesionalidad católica de las sociedades, a lo que nos referiremos en adelante aquí, por mor de la brevedad, como confesionalidad, aunque bien sepamos, y advirtamos, que la confesionalidad puede tener como sujeto a las sociedades inferiores y no sólo a la soberana, y que tanto unas como otras puedan confesar formas cismáticas o heréticas de la religión cristiana y otras religiones falsas.

La confesionalidad puede definirse como el compromiso público y formal de una sociedad de rendir culto público al verdadero Dios, y de ajustar sus normas e inspirar su acción de gobierno por la moral cristiana, tal y como la Iglesia Católica nos la presenta.
 

La importancia y trascendencia de la cuestión.

1.       La confesionalidad católica de las sociedades es una cuestión absolutamente central para los ciudadanos católicos.

Por supuesto, no es la cuestión central de la Religión, pero sí lo es para la vida social de los fieles. Una vez acotado el campo en que nos moveremos, es preciso reiterar y justificar esa condición clave que atribuimos a la confesionalidad en la Doctrina Social de la Iglesia y en la participación política de sus fieles.

El hombre vive naturalmente en sociedad, en una pluralidad de sociedades, y por eso residía imposible vivir una vida, no ya íntegramente cristiana, sino al menos satisfactoriamente cristiana, sin tener en cuenta la relación de dicho marco social con nuestra Religión. El católico debe vivir cristianamente su vida social, que no es la parte menor de su vida entera. Hay, pues, una vida social en cristiano, una política católica. Sólo si el cristiano se abstuviera de toda participación social, o fuera marginado de ella, se justificaría la ausencia de dicha política católica. Y éstos son casos no deseables ni recomendables.

2.       La Realeza Social de Cristo es el punto central y el ideal que inspira toda la política católica.

Constituiría una visión desencarnada, si es que no clericalista, de la política católica el que los deberes cívicos de los fieles, en tanto que ciudadanos cristianos, terminaran con garantizar la justa libertad de la Iglesia y sus demás derechos.

La política católica contiene dos partes: una, el reconocimiento —nunca concesión— por la sociedad civil de los derechos que a la Iglesia le son propios; la otra, el cumplimiento por la sociedad civil de los deberes morales y religiosos que atañen a ésta constitutivamente.

Y así como para la Iglesia el mínimo imprescindible es la primera, respecto del Estado —y del cristiano como ciudadano—, la más importante con mucho de ambas es la confesionalidad católica, porque no se refiere a las relaciones externas del Estado con la Iglesia —caso de los concordatos—, sino a los propios deberes intrínsecos del mismo.

La Iglesia jerárquica podrá, si lo desea, renunciar a establecer todo tipo de Concordatos, y por lo tanto impedirlos, puesto que es una de las partes que son necesarias para tal acuerdo; e incluso puede renunciar al ejercicio de algunos de sus legítimos derechos, cual si fueran privilegios, si lo considera conveniente para su testimonio; pero, de igual modo que no puede dispensar o absolver a la sociedad de sus obligaciones morales y aun religiosas, tampoco puede relevarla de establecer las instituciones al efecto: la confesionalidad, en tanto que forma jurídica por la que la sociedad satisface su obligación para con su Señor y Legislador Divino.

3.       La Realeza Social de Cristo, y a su servicio la confesionalidad, es la culminación del edificio de la política católica.

Pero culminación no en el sentido de un pináculo, situado en lo más alto pero decorativo y superfluo, sino en el de la clave del arco, sin la cual el conjunto no puede sostenerse sobre el vacío. El orden cristiano tiene su fundamento arriba, en lo alto y de ello cuelga lo demás con nuestra colaboración, pero sin que repose principalmente en nuestras propias fuerzas.

Si hubiera que esperar a que las leyes fueran cristianas sustancialmente antes de proclamarlas como tales, bien pudiera luego considerarse innecesario o inconveniente esto último poseyendo lo importante. En suma, se estaría desmereciendo el nombre de Cristo y la necesidad de su Gracia, poniendo la confianza en las propias fuerzas y habilidades, y apostando por que los incrédulos no percibirían tan sutil maniobra. Todo lo cual suena muy poco cristiano, y no más prudente.

La Realeza Social de Cristo y la confesionalidad católica confieren a todas y cada una de las empresas sociales católicas su fundamento, su dinamismo, su ideal, y su sentido de conjunto, además de aportar la contribución de los poderes civiles a las iniciativas individuales o asociativas.

4.       La confesionalidad católica de las sociedades no es meramente importante, sino de gran trascendencia, como se puede fácilmente comprender.

Ante todo, su finalidad inmediata está de por sí orientada a la trascendencia por antonomasia: la alabanza y gloria de Dios. La confesionalidad católica no se debe nunca plantear sólo desde una perspectiva moralizadora, haciendo abstracción del elemento de culto público que contiene. Una sociedad se confiesa católica, hace profesión de Fe en Cristo de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, y sólo después, como consecuencia, se ajusta a las normas del Dios al que reconoce y venera. Esta es la justa perspectiva católica, en la cual las sociedades se unen ya en este mundo al coro celeste que glorifica a Dios.

También es trascendente, en su sentido más riguroso, el fruto de la confesionalidad católica, en cuanto que promueve y facilita el bien de las almas, cooperando así, y no poco, a su salvación eterna.

Finalmente, la confesionalidad de las sociedades es trascendente en el propio orden político, en el sentido vulgar de resultado importante, porque lo penetra y transfigura por completo.

Y, si, de un lado, le marca límites y obligaciones, de otro brinda a las comunidades y a los ciudadanos una prosperidad insospechada.

Nadie puede ser un soberano tan benévolo, ni dictar leyes tan sabias ni beneficiosas como Cristo Rey. Esta última afirmación es absoluta, y de Fe para un cristiano. Es triste observar la debilitación de la Fe y la deformación subjetivista, por la cual parece que importa más la opinión que de la ley se hagan los súbditos que la bondad objetiva de la misma. En los ámbitos más discrecionales (así la economía) muchas disposiciones buenas son impopulares.

La prohibición legal del aborto es la mejor ley posible, aunque algunos no lo consideran así, e incluso también para éstos, por cuanto protegió su nacimiento y les disuade de convertirse en parricidas, pero otro tanto ha de decirse, exactamente igual, de la prohibición del divorcio o de la libre expresión pornográfica.

Hay que combatir la convicción difusa de que la adecuación a la Ley de Dios sería lo mejor solamente de un modo vago, pero que lo mejor es obtener el consenso en torno a una moral civil de fundamento puramente natural. Así, la Ley de Dios no es tan buena para la sociedad como la transaccional, en cuanto práctica, aplicable o pacificadora.

Lo mejor, lo único bueno, no puede ser sino la plena conformidad con la Ley de Dios. Plena conformidad que puede alcanzarse por la razón natural pero es muy rara por los efectos del pecado. Y entretanto, los consensos en torno a criterios subjetivos son mutables y nunca absolutamente unánimes: irreales. Cualquier legislación que dicten desestima la opinión de algunos y sin embargo se adopta, ¿por qué debería detener a los ciudadanos cristianos la existencia de opiniones contrarias hasta el punto de renunciar por principio a unas leyes cristianas?

En cualquier caso, no debe consentirse que un cristiano se llegue a persuadir de que una legislación puramente humana es más adecuada y realista que la cristiana, todo lo más, que es la menos mala posible por ahora.

5.       Sentada su importancia, ¿hasta qué punto es necesaria la confesionalidad católica de las sociedades?

Ciertamente, en absoluto, tanto las sociedades terrenas como la comunidad de los fieles pueden subsistir de hecho sin ella, Pero la práctica también demuestra que es ordinariamente necesaria, y mucho, como no puede ser menos tratándose de su perfección.

Se puede decir que la confesionalidad pública es una necesidad relativa que manifiesta una necesidad más profunda, puesto que su alternativa es la confesionalidad privada de las asociaciones católicas, dado que, cuando la potestad civil no reconoce y ampara los límites de la política católica, los fieles deben subordinar su pluralismo legítimo a la unidad de acción en torno a lo genéricamente católico, lo cual implica no ya partidos, sino un conjunto de jerarquías paralelas católicas.

La confesionalidad es necesaria en la medida en que se plantea el dilema: o Estado Católico o partidos católicos.

6.       La confesionalidad de las sociedades está implícita necesariamente en la mera existencia de una Doctrina Social de la Iglesia.

En su Doctrina Social la Iglesia no sólo hace un llamamiento a practicar las distintas virtudes en la vida social, sino que enseña verdades —y no sólo morales— acerca de la sociedad: luego está pidiendo que se profesen. Y que se profesen socialmente.

Las doctrinas acerca de la vida individual pueden ponerse en práctica individualmente, pero las que atañen a la vida social han de ser puestas en práctica por sociedades.

La Doctrina Social católica es un conjunto orgánico en el que todos los elementos son interdependientes. Será mejor que nada, que se ponga en práctica alguna de sus partes, pero no es ese su propósito.

Efectivamente, también tales verdades aisladas pueden ser aplicadas por no católicos, bien por una coincidencia parcial, bien por incongruencia con lo que se derivaría de sus principios.

Pero, ¿acaso hemos de confiar y conformarnos con semejante aplicación parcial y aleatoria? Por el contrario, ¿no hay que esperar la aplicación de la doctrina—aun con desfallecimientos y faltas— fundamentalmente de quien primero la confiese y se proponga deliberadamente su aplicación?

Se medita poco en el hecho de que, en tanto se multiplican los documentos de doctrina social, no obtienen frutos proporcionales por la supresión de la confesionalidad de sindicatos, asociaciones y partidos que se propongan su aplicación consciente y completa, no accidental o vagamente inspiradora.

7.       Otra prueba de esa necesidad práctica de la confesionalidad es la reflexión sobre la influencia del ambiente.

Es habitual en organizaciones apostólicas intercambiar preocupaciones acerca de los hijos de los buenos católicos que, sin embargo, pese a sus esfuerzos, no salen a sus padres. La postura acusatoria de que no serán padres tan verdaderamente católicos es cómoda e injusta para explicarlo siempre. Hay que considerar que en nuestra sociedad la influencia del ambiente conjugado de la escuela, la televisión y las instituciones es opuesta a la de los padres, y superior incluso en cuanto a su volumen.

Nadie consideraría prudente emprender una educación sometiendo a los pupilos a adoctrinamientos y estímulos contrapuestos.

Por eso no basta la enseñanza de la Religión en las escuelas, sino una enseñanza religiosa de todas las materias bajo una visión unitaria, para que el niño no crezca en una incipiente esquizofrenia entre lo que se le enseña en Religión y lo que se le inculque en historia, ciencias naturales o filosofía.

Del mismo modo, hace falta en general una completa cultura católica, un entorno social que no obstaculice el acceso y la práctica de la Religión sino que lo faciliten. Y el ambiente social depende primero de cada particular, pero no puede consolidarse y preservarse sin la sanción oficial de la autoridad civil.

Además de que, como el bien es difusivo, es lógico que la impregnación católica alcance el nivel legal y no se detenga en el de las costumbres.

8.       Y también habla de la necesidad práctica de la confesionalidad una consideración de tipo estratégico.

No ha de escandalizar el término porque la Iglesia viadora es Iglesia militante, y, particularmente en nuestra época, hace frente a una ofensiva coordinada contra la familia y contra la vida, derrocado ya en los dos últimos siglos el orden político que las salvaguardaba.

La realidad cotidiana enseña cuál es nuestra penosa situación, perdida la confesionalidad española: permanentemente padecemos agresiones y ultrajes en todos los frentes, y no se vislumbran perspectivas de evitarlos en lo sucesivo: la inmoralidad de los medios de comunicación, la enseñanza de la Religión en las escuelas, el escarnio de todo lo sagrado, la eutanasia, la asignación económica del clero, la supervivencia de las escuelas católicas, los impuestos sobre los bienes eclesiásticos, el divorcio, las leyes escandalosas, la proliferación de las sectas, el aborto.

Se impone la necesidad de conseguir una garantía permanente y global —que eso es la confesionalidad— que ponga término a esta situación.

Es una necesidad estratégica concentrar el esfuerzo en un punto decisivo, con el que se ganan los demás, y no acudir sin tregua a infinidad de cuestiones, siempre a la defensiva, dispersando la atención, desgastando las fuerzas, sin vislumbrar final previsible, y carentes de objetivos definitivos que perseguir y consolidar.

Porque la batalla por la confesionalidad no es sólo la decisiva, sino ineludible. Antes o después, en cada batalla parcial, sean el aborto, la enseñanza, o las fiestas, hay que esgrimir —y ponerse entonces a justificar improvisadamente— los argumentos que conciernen a la autoridad dé la Iglesia para dilucidar el Derecho Natural de pretendidos falsos derechos, o su fundación divina que le confiere derecho a la independencia o a enseñar.

9.       Por último, que no lo menor, no debe descuidarse la necesidad de que el bien que se hace por causa de Cristo —y con su auxilio— le sea atribuido explícitamente, para que redunde en su Gloria y mueva a conversión.

Cuando un religioso hace por sus semejantes lo que nadie haría por dinero, no oculta que actúa por amor de Dios, y con ello mueve muchos corazones. También si una política promueve la paz, la justicia y la prosperidad es necesario que se proclame y sepa que su bondad dimana de la Doctrina Social Católica.

lundi 20 octobre 2014

Soy carlista: pásalo.

He optado por emplear el término “carlista” en el título de esta entrada, en vez de “tradicionalista”, porque creo que expresa mejor lo que quiero decir y además le imprime el imprescindible carácter español.


Aunque las leyes actualmente en vigor son absolutamente intrascendentes y carentes de todo fundamento digno, lo cierto es recientemente me he convertido en el padre de un joven al que la administración de justicia puede exigir responsabilidades legales por sus acciones u omisiones, y con derecho a ser titular pleno de una cuenta bancaria y a tomar parte en esas parodias de participación popular conocidas como procesos electorales.

Se trata de otro de esos casos en los que los legisladores se empeñan en modificar la realidad, como cuando llegue el día en que por decreto los cuadrados sean redondos o los burros tengan alas, ya que, independientemente de la consideración de mayoría de edad legal, el dinero de la cuenta corriente de la que puede ser titular pleno seguirá viniendo del salario de su padre, que seguirá manteniéndole y costeándole los estudios hasta el día en que pueda ganarse la vida por sí mismo y entonces sí que será mayor de edad. Su padre seguirá amándole, velando por él en la medida de sus fuerzas, y rezando cada día por su alma, hasta la eternidad.

Pues el mayor de mis tres hijos, que reside ahora fuera del domicilio familiar para poder cursar sus estudios superiores, se encontraba hace poco tiempo en un restaurante de una conocida cadena,  a la entrada de cuyos locales suele haber una tienda de libros, juguetes, alimentación y artilugios varios, y mientras esperaba al resto de comensales, avistó en una estantería un llamativo libro con una boina roja con borla amarilla en la portada y la palabra “carlismo” en grandes caracteres.

Inmediatamente pensó en su padre y, tras comprobar someramente que el contenido no parecía contrario al ideario tradicionalista y que el precio era más que asequible (16 euros), decidió comprarlo para regalármelo.

Con ocasión de su reciente décimo octavo cumpleaños, vino a visitar a su madre (es así, los chicos visitan a su madre, los padres sólo nos beneficiamos del hecho de vivir en el mismo sitio que ellas) y me dio el libro.

Supuse que trataba del típico álbum de ilustraciones con una recopilación de diversos documentos gráficos poco originales, pero nada de eso. Se trata de una obra divulgativa que considero imprescindible. La presentación es más que atractiva, buen papel, impresión impecable, y diseño gráfico profesional moderno y con buen gusto, pero todo lo anterior al servicio en definitiva del evidente objetivo de divulgación.

El relato histórico mantiene el justo equilibrio entre el rigor y la ausencia de excesivos detalles que hagan perder el hilo al lector poco versado en la materia. El discurso es coherente y por tanto muy alejado de las retorcidas interpretaciones liberales que dominan todos los libros de historia oficiales. Los personajes o asuntos clave se tratan en cuadros aparte diferenciados del texto general y las ilustraciones acompañan armónicamente la narración.

Sin duda un muy necesario complemento a la gran cantidad de volúmenes publicados a lo largo de los siglos sobre esta cuestión fundamental de la historia, es decir sobre el secuestro y la aniquilación sistemática de la civilización a manos de la revolución.

Personalmente creo que además llega en un momento muy propicio.

Tal vez se trate de una sensación personal de la que no puedan extraerse conclusiones generales, pero desde hace ya algún tiempo viene sucediéndome que, al mostrar abiertamente en conversaciones de carácter político o religioso mis convicciones tradicionalistas, aplicando explícitamente el calificativo “carlista”, algún interlocutor me comenta que también él tiene un familiar, amigo, o conocido, que afirma abiertamente considerarse carlista.

Desde esta humilde bitácora me gustaría por ello invitar con entusiasmo a todos los correligionarios, a no desaprovechar ninguna oportunidad de hacer públicamente, en cualquiera que sea el entorno, declaraciones explícitas de lealtad intelectual y espiritual a la causa de Dios, la Patria y el Rey legítimo, que se condensa bajo el apelativo de “carlismo”.

En un momento como el actual, en el que es absolutamente patente la podredumbre y corrupción del régimen partitocrático de falsa y artificial alternancia, y cuando empieza a extenderse la siniestra sombra de aquellas experiencias bolcheviques que en el siglo pasado sembraron nuestro mundo de muerte y sufrimiento (incluso las disputas internas por el poder en “Podemos” son espeluznantemente similares a las de Lenin y Trotski), es preciso mostrar a todos, y sobre todo a los más jóvenes, que cuando descubrimos que un sendero nos ha llevado al borde un precipicio, lo lógico es dar media vuelta y retornar al camino correcto, y no dar el paso que nos haría despeñarnos.

Si este libro del que hablo puede servir de ayuda, comprándolo, regalándolo, o simplemente recomendándolo y hablando de él, con el añadido de su innegable buena relación entre calidad y precio, bienvenido sea.

Porque, como suele decirse, tenemos muchos frentes abiertos. Y me refiero ahora al escándalo del reciente sínodo de obispos de la Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica y Romana.

No creo que el documento final, incluya lo que incluya o excluya lo que sea, pueda regocijarnos en ningún modo. La realidad es que, aunque ya lo sabíamos, ahora son públicas y manifiestas las terribles desviaciones doctrinales de muchos pastores de la Iglesia, cuyo único calificativo correcto es heréticas.

Y es que en el carlismo, y no puede ser de otro modo, el tradicionalismo político y el religioso son uno solo.

España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio, esa es nuestra grandeza y nuestra unidad... No tenemos otra”.

Por eso nuestra defensa de España declarándonos fervientes partidarios de la Monarquía Hispánica Tradicional no estará completa si no defendemos con aun mayor fervor el Catolicismo tradicional, tomista y tridentino, mostrando en toda ocasión nuestra Fe inquebrantable en el Dogma Católico, desde la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar, que no nos permite plantear otra alternativa que permanecer de rodillas y en el más profundo recogimiento durante la Consagración en la Santa Misa, hasta el acercamiento frecuente y con la debida preparación al confesionario, de modo que podamos acercarnos también con frecuencia a comulgar, mostrando de nuevo nuestra profunda fe en la presencia real de Cristo en el sacramento absteniéndonos de tocar con nuestras manos no consagradas de pecador a Jesús Sacramentado y a ser posible arrodillándonos de nuevo.

Y por supuesto defendiendo contra el dominante totalitarismo liberal, en primer lugar la imprescindible confesionalidad católica del estado, y en consecuencia nuestra oposición frontal al amparo legal al divorcio, al aborto, a las uniones no matrimoniales, a los pseudocientíficos y criminales métodos de fertilidad artificial, a las manipulaciones y experimentos genéticos, a las prácticas sexuales degeneradas, etc.

Con todo ello no solamente procuraremos el bien de la Patria, si no que en un nivel más elevado y trascendental, defenderemos la única religión verdadera y la auténtica Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, que sin duda precisa de todo nuestro esfuerzo y dedicación para hacer cumplir la divina promesa “et portae inferi non praevalebunt adversum eam”.

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Atlas ilustrado del Carlismo
Editorial: SUSAETA
Año edición: 2014
Colección: Atlas ilustrado.
Encuadernación: Cartoné con cubierta plastificada mate, con estampación azul y brillo.
ISBN: 9788467727173
Tamaño: 23,5 x 27
Páginas: 254

mardi 14 octobre 2014

Serenidad

Al parecer ya no vamos a morir todos de ébola, gracias a una vacuna milagrosa que no será gratis, y tampoco van a organizar los politicastros catalanes un referéndum separatista. Que el político honrado es un personaje de ficción ya lo sabíamos todos mucho antes de lo de Pujol y las tarjetas negras, y a lo mejor ni siquiera ganan las próximas elecciones los bolcheviques de “Podemos”.
 
Por cierto que no se me ocurre un nombre más apropiado que ese de “Podemos” para un grupo de bolcheviques posmoderno como el que lidera con mano de hierro el tal Pablo Iglesias. Un nombre tan presuntuoso y vacuamente arrogante, que parece el alarido del demonio ante las palabras de Cristo: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.”
 
Así que procuremos serenar nuestro ánimo y hablar de lo que verdaderamente importa.
Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta.”
Andan los obispos de la Santa Madre Iglesia reunidos en Roma con el Papa para hablar de las familias. Y dicen cosas que ponen los pelos de punta.
Sucesores de San Pedro ha habido en la historia que han dado ejemplo de santidad y fidelidad a Nuestro Señor Jesucristo y al Evangelio, siendo una bendición para el Pueblo de Dios.
Otros en cambio fueron escandalosamente pecadores y llevaron la barca de Pedro al límite del naufragio.
Eleva tu pensamiento, al cielo sube, por nada te acongojes, nada te turbe. A Jesucristo sigue con pecho grande, y, venga lo que venga, nada te espante.”
Parecen muy preocupados los pastores de la Iglesia con la situación de las familias, que es tanto como decir de la humanidad, pues esta no es otra cosa que el conjunto de aquellas.
Y viendo como ya es imposible negar que la humanidad sufre de un modo indecible una destrucción que ha comenzado por sus propias raíces, reflexionan sobre la actitud a adoptar. Y parece ser que todas sus reflexiones, de un modo u otro, consisten en hallar el modo de adaptarse a la nueva situación, en vez de combatirla.
En nombre de la caridad y la misericordia, se nos propone acoger a los pecadores sin tratar de arrancarlos del pecado, no sea que eso les cause dolor.
Pero la verdadera caridad, el amor al prójimo, para cualquiera que haya leído los Evangelios, consiste sin duda en hacer todo lo humanamente posible para liberar al pecador de la esclavitud del pecado, con la ayuda de Dios. Aunque que sea doloroso.
¿Ves la gloria del mundo? Es gloria vana; nada tiene de estable, todo se pasa. Aspira a lo celeste, que siempre dura; fiel y rico en promesas, Dios no se muda.”
Que los discípulos de Cristo no podemos adaptarnos al mundo es algo que debería ser evidente. “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo.” Son palabras de Nuestro Señor Jesucristo.
Y también fue Jesucristo el que dijo: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.”
No exagero ni un ápice si digo que la situación es catastrófica.
Los hombres modernos se encuentran absolutamente desamparados tras la destrucción sistemática de los principios sobre los que se asentaba la institución familiar. Sin familia el hombre se encuentra desesperadamente solo frente al mundo.
Se trata por tanto de llamar a las cosas por su nombre, denunciar públicamente las causas de tanto sufrimiento y luchar con todas nuestras fuerzas por que la humanidad recupere la cordura.
La familia proporciona al hombre el único entorno humano realmente estable donde desarrollarse como hombre. Los vínculos familiares son indestructibles, mis padres siempre serán mis padres pase lo que pase y mi hermano será siempre mi hermano.
Pero esos vínculos indestructibles tienen su origen en la fundación de cada familia, que se inicia con el matrimonio de los padres. “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.”
Si ese vínculo no es indestructible la familia se desmoronará antes o después.
Con el mismo ímpetu con el que denunciamos que el aborto es un crimen abominable en toda circunstancia, o de hecho con mucho más ímpetu y muchas menos concesiones que hasta la fecha, debemos denunciar y luchar contra el divorcio.
Si el matrimonio no es indisoluble, sencillamente no es matrimonio, y sin matrimonio no hay familia.
Que la generalización de los divorcios y uniones adúlteras entre divorciados es causa de terribles sufrimientos no es ninguna sorpresa para un católico. O no debiera serlo. “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.”
Ámala cual merece bondad inmensa; pero no hay amor fino sin la paciencia. Confianza y fe viva mantenga el alma, que quien cree y espera todo lo alcanza.”
No tengamos miedo a llamar a las cosas por su nombre. Defender la Verdad no es tratar de imponer nuestro criterio, es ofrecer a todos el tesoro que nos entregó Cristo y que gracias a la salvaguarda y transmisión de la Tradición que sólo las familias cristianas pueden hacer, se ha conservado hasta nuestros días.
Del infierno acosado aunque se viere, burlará sus furores quien a Dios tiene. Vénganle desamparos, cruces, desgracias; siendo Dios tu tesoro nada te falta.”
También parece preocupar al Sínodo el sufrimiento de los que se entregan a la sodomía y otras prácticas aberrantes, y de nuevo parecen plegarse los obispos a los planteamientos mundanos, buscando algo de bueno entre la podredumbre del pecado.
Sin duda debemos ofrecer a estos pecadores todo nuestro amor, y precisamente por ello nos es imposible aceptar sus pecados contra la familia y contra su propio cuerpo, templo del Espíritu Santo.
De nuevo es preciso llamar a cada cosa por su nombre, señalando cual es el significado de cada palabra, que es el que es y no el que cada cual quiera que sea.
Que el amor no entiende de diferencias entre seres humanos, ni por sexo ni por ninguna otra cosa, no es algo tenga que venir nadie a enseñarnos, porque ya nos lo enseño Nuestro Señor Jesucristo extensamente.
Pero de lo que hablan los enemigos de la familia y del hombre no es de amor, es de concupiscencia, egoísmo, prácticas aberrantes y placeres deshonestos.
Que muchos no son capaces de vencer las tentaciones del demonio ya lo sabemos y sabemos la causa. Sin Fe, sin oración y sin confianza en Dios es imposible vencer al pecado.
Id, pues, bienes del mundo; id dichas vanas; aunque todo lo pierda, sólo Dios basta.”
Así que empecemos de una vez a mostrar al mundo donde está la causa de la destrucción y el sufrimiento humano y no caigamos en la tentación de escoger el camino fácil de la transigencia y la mansedumbre desprovista de firmeza moral. Cristo es el único Camino, y se recorre con una Cruz a cuestas.
Nuestro Señor no nos ordenó ser estúpidos como borregos, lo que nos dijo fue que nos enviaba “como ovejas en medio de lobos: sed pues astutos como serpientes y sencillos como palomas.”
Seamos astutos y sencillos.
Si un matrimonio no es indisoluble no es un matrimonio, de modo que una unión civil en un juzgado, ayuntamiento o registro civil no es un matrimonio y un católico no debe rebajarse a participar en él. Mucho menos si se trata de la unión de divorciados.
Y si la unión civil con posibilidad de divorcio de un hombre y una mujer no es un matrimonio, qué decir de la de dos hombres, dos mujeres o lo siguiente que se les ocurra para atacar y ridiculizar la sagrada institución del matrimonio.
Si de verdad amamos a todos los hombres defendamos la Verdad y luchemos por ofrecer a la humanidad doliente lo que verdaderamente necesita.
No se puede ser católico y admitir leyes que promuevan el aborto, el divorcio, o la homosexualidad. Y el que comete cualquiera de estos pecados y se acerca a recibir a Jesús Sacramentado, por su sacrilegio condena eternamente su alma.
Esa es la defensa de la familia que nos exige nuestra Fe, que es la única verdadera.