mercredi 1 octobre 2014

La teoría de la separación entre la Iglesia y el Estado

La existencia de dos sociedades, Iglesia y Estado, implica distinción entre ellas; pero esta distinción exige, al mismo tiempo la necesidad de una relación unitiva entre ambas, basada sobre el reconocimiento mutuo de la existencia y los derechos específicos de cada una de ellas.

El error fundamental de la tesis separatista no reside en la afirmación de la justa autonomía de ambos poderes dentro de su esfera jurisdiccional respectiva, sino en la pretensión del Estado por virtud de la cual se considera éste capacitado para negar el orden sobrenatural y para desconocer el carácter divino y los derechos imprescriptibles de la Iglesia, como sociedad fundada por Dios.

El Estado no puede condicionar la acción de Dios. Es Dios el que ha condicionado la acción del Estado. Un gobierno que no respeta este orden, se rebela contra Dios, injuria a la Iglesia y desconoce, por lo tanto, la verdadera naturaleza de la sociedad política.

No soy yo quien lo dice, es San Pío X el que en 1906 condenó la tesis general de la separación entre la Iglesia y el Estado en la encíclica “Vehementer Nos”, prolongando la doctrina explicitada por León XIII en la “Immortale Dei” y en la “Sapientiae christianae”:

Es falsa y engañosa

…Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva.
 
Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no solamente el culto privado, sino también el culto público.
 
En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible.
 
En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque ambas sociedades, aunque cada una dentro de su esfera, ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entrambas potestades, y que perturbarán el juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las almas.
 
Finalmente, esta tesis inflige un daño gravísimo al propio Estado, porque éste no puede prosperar ni lograr estabilidad prolongada si desprecia la religión, que es la regla y la maestra suprema del hombre para conservar sagradamente los derechos y las obligaciones.

Ha sido condenada por los Romanos Pontífices

Por esto los Romanos Pontífices no han dejado jamás, según lo exigían las circunstancias y los tiempos, de rechazar y condenar las doctrinas que defendían la separación de la Iglesia y el Estado. Particularmente nuestro ilustre predecesor León XIII expuso repetida y brillantemente cuán grande debe ser, según los principios de la doctrina católica, la armónica relación entre las dos sociedades; entre éstas, dice, «es necesario que exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo». Y añade además después: «Los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil. Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia»…
 
…Pero, para iniciar dignamente y mantener útil y acertadamente la defensa de la religión, os son necesarias principalmente dos condiciones: primera, que ajustéis vuestra vida a los preceptos de la ley cristiana con tanta fidelidad, que vuestra conducta y vuestra moralidad sean una patente manifestación de la fe católica; segunda, que permanezcáis estrechamente unidos con aquellos a quienes pertenece por derecho propio velar por los intereses religiosos, es decir, con vuestros sacerdotes, con vuestros obispos y, principalmente, con esta Sede Apostólica, que es el centro sobre el que se apoya la fe católica y la actividad adecuada a esta fe. Armados de este modo para la lucha, salid sin miedo a la defensa de la Iglesia; pero procurad que vuestra confianza descanse enteramente en Dios, cuya causa sostenéis, y, por tanto, no ceséis de implorar su eficaz auxilio
 
En un importante discurso, de 19 de abril de 1909, a una peregrinación francesa, San Pío X, después de señalar que la Iglesia domina al mundo por ser esposa de Jesucristo, se expresaba con los siguientes términos:
 
«El que se revuelve contra la autoridad de la Iglesia con el injusto pretexto de que la Iglesia invade los dominios del Estado, pone límites a la verdad; el que la declara extranjera en una nación, declara al mismo tiempo que la verdad debe ser extranjera en esa nación; el que teme que la Iglesia debilite la libertad y la grandeza de un pueblo, está obligado a defender que un pueblo puede ser grande y libre sin la verdad. No, no puede pretender el amor un Estado, un Gobierno, sea el que sea el nombre que se le dé, que, haciendo la guerra a la verdad, ultraja lo que hay en el hombre de más sagrado. Podrá sostenerse por la fuerza material, se le temerá bajo la amenaza del látigo, se le aplaudirá por hipocresía, interés o servilismo, se le obedecerá, porque la religión predica y ennoblece la sumisión a los poderes humanos, supuesto que no exijan cosas contrarias a la santa ley de Dios. Pero, sí el cumplimiento de este deber respecto de los poderes humanos, en lo que es compatible con el deber respecto de Dios, hace la obediencia más meritoria, ésta no será por ello ni más tierna, ni más alegre, ni más espontánea, y desde luego nunca podrá merecer el nombre de veneración y de amor».
 
 

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