A aquellos a quienes el mundo actual nos produce un profundo rechazo, a la par que un serio temor por el futuro de la humanidad, nos es muy necesario conocerlo desde una perspectiva crítica, prestando muchísima atención a sus fundamentos filosóficos. Igualmente debemos estudiar los fundamentos de nuestras ideas y creencias.
El mundo actual, la sociedad, la cultura y la política en que vivimos, es tributaria de la Ilustración, Kant, Hegel y más recientemente la Escuela de Frankfurt.
Por otra parte, como sabemos bien, para nuestra desgracia, existen diferentes posiciones en el seno de la Santa Madre Iglesia, sin dejar de ser sus defensores, en teoría, católicos practicantes.
Por un lado hay una escuela minoritaria que podríamos denominar neo-tomista, que trata de completar y actualizar el lenguaje del pensamiento de Santo Tomás.
Y la otra escuela es la del personalismo, una filosofía que intenta conjuntar la doctrina cristiana con las aportaciones de la modernidad, a través de la Ilustración. No es un pensamiento muy homogéneo, aunque comparten denominación autores que van desde Emmanuel Mounier hasta Karol Wojtyla.
Ambas son posiciones generalmente católicas aunque hay personalistas que no lo son. A riesgo de simplificar el debate, recordando que el personalismo tiene un muy amplio arco de posiciones, puede decirse que el neotomismo es una postura basada en la búsqueda de la verdad por sí misma con fundamento en la metafísica, mientras que el personalismo pone el énfasis en el aprovechamiento de las ideas que han enriquecido la historia más reciente de la filosofía, más cercanas a la persona humana, teniendo en cuenta el discurrir de la modernidad.
Así como Santo Tomás utilizó la metafísica de Aristóteles para, sobre ella, construir una visión compatible con la doctrina, el personalismo pretende hacer la misma labor incorporando a los filósofos de la modernidad al pensamiento cristiano.
Sin duda nuestro sitio está con Santo Tomás, que elaboró una síntesis completa de un sistema de valores universal, sancionado por la Iglesia.
Siguiendo mi estilo de siempre, me basaré en un francés, Jacques Maritain, el filósofo nacido en 1882 en París y fallecido en 1973 en Toulouse, que habiendo nacido en el seno de una familia protestante se convirtió al catolicismo, siendo León Bloy su padrino de bautismo. Maritain es uno de los grandes estudiosos divulgadores de la escolástica tomista.
Fue él el que en la celebración del sexto centenario de la canonización de Santo Tomás, en Aviñón, donde el papa Juan XXII lo había canonizado el 18 de julio de 1323, afirmó que «su doctrina aparece como la única poseedora de energías harto poderosas y suficientemente puras como para obrar con eficacia (...) sobre el universo entero de la cultura, para restablecer en el orden a la inteligencia humana y, con la gracia de Dios, conducir así por los senderos de la Verdad al mundo que agoniza por falta de conocer».
Precisó seguidamente, en su conferencia, que «el mal, que sufren los tiempos modernos, es ante todo, un mal de la inteligencia; comenzó por la inteligencia y ahora ha llegado hasta las más profundas raíces de la inteligencia ¿Por qué admirarnos si el mundo aparece como envuelto por las tinieblas? Si tu ojo estuviere malo, todo tu cuerpo estará entenebrecido (Mt 6, 23) (...) En el comienzo de todos nuestros desórdenes, podemos apreciar, por de pronto y ante todo, una ruptura de las normas supremas de la inteligencia. La responsabilidad de los filósofos es aquí inmensa».
Los principales síntomas de este mal son tres. El primero, de orden racional:
«La inteligencia cree afirmar su poder negando y rechazando, tras la teología, la metafísica como ciencia, renunciando a conocer la Causa primera y las realidades inmateriales y alimentando una duda, más o menos refinada, que hiere a la vez la percepción de los sentidos y los principios de la razón, es decir, aquello mismo de que depende nuestro conocimiento. Este presuntuoso hundimiento del conocer humano se puede calificar con una sola palabra: agnosticismo».
El segundo es de orden religioso:
La inteligencia «rechaza el orden sobrenatural que considera imposible, y esa negación se extiende a toda la vida de la gracia. Digámoslo con una sola palabra: naturalismo».
El tercero, moral, porque:
«la inteligencia se deja seducir por el espejismo de una concepción mítica de la naturaleza humana que atribuye a esta naturaleza las condiciones propias del espíritu puro y que la supone, en cada uno de nosotros, tan pura y tan íntegra como lo es en el ángel su propia naturaleza; de ahí que nos reivindique, con el completo dominio sobre la naturaleza, esa autonomía superior, esa plenitud de propia suficiencia (...) Esto es lo que, dando a la palabra su pleno sentido metafísico, se puede llamar individualismo; y que fuera más exacto calificar de angelismo».
Advierte Maritain que «los males que estamos sufriendo han penetrado de tal manera en la substancia humana, han causado destrucciones tan generales, que todos los medios defensivos, todos los apoyos extrínsecos, debidos, ante todo, a la estructura social, a las instituciones, al orden moral de la familia y de la ciudad –y de los que tanto la verdad como las más altas adquisiciones de la cultura tienen entre los hombres, tan apremiante necesidad–, se encuentran si no destruidos, al menos quebrantados. Todo cuanto era firme se halla comprometido, “las montañas se mueven y saltan”. El hombre está solo frente al océano del ser y de los trascendentales. Lo cual es, para la naturaleza humana, una situación anormal y tan peligrosa como posible. Pero en todo caso es la mejor prueba de que, en adelante, todo depende de la restauración de la inteligencia».
Para remediar este mal intelectual y sus consecuencias hay que tener presente, en primer lugar, que «nada inferior a la inteligencia puede remediar ese mal que la aqueja y que vino por ella; al contrario, la inteligencia misma es quien lo debe subsanar. Si no se salva la inteligencia, no se salvará nada». De manera que «ante todo la Verdad; “la verdad os hará libres” (Jn 8, 32). Desgraciados de nosotros si no llegamos a comprender que ahora, como en los días de la creación del mundo, el Verbo es el principio de las obras de Dios».
En segundo lugar, que «Santo Tomás es, ante todo y particularmente, el apóstol de la inteligencia (...), razón por la que debemos considerarle como el apóstol de los tiempos modernos». Por consiguiente, «el tomismo –y es ésta la (...) razón por la que Santo Tomás debe ser llamado el apóstol de los tiempos modernos– es el único que puede librar la inteligencia de los tres errores señalados al principio».
Debe también tenerse, en cuenta, en tercer lugar, que, «Apóstol de la inteligencia, doctor de la verdad, restaurador del orden intelectual, Santo Tomás no escribió para el siglo XIII, sino para nuestro tiempo. Su tiempo es el tiempo del espíritu que domina los siglos. Sostengo que es un autor contemporáneo, el más actual de todos los pensadores».
Para los que quieran profundizar, el mejor consejo es “Id a Tomás”: