Reconozco que no había oído hablar de William Morris hasta que una tarde en Bruselas, después de un largo día de trabajo, un tipo que más que un oscuro pasado tenía un oscuro presente, sin ser por ello carente de cultura o pasión por el arte, lo mencionó mientras me ayudaba a encontrar un tapiz para el salón de mi casa.
El tapiz que compré aquella tarde no tenía nada que ver con William Morris, pero años más tarde, de nuevo en la capital belga y esta vez acompañado por mi mujer, finalmente compramos otro para nuestro dormitorio, esta vez sí basado en un diseño de aquel inglés del siglo XVIII.
Sin embargo mi conocimiento sobre Morris no iba más allá de su serie de tapices medievales sobre el ciclo artúrico, hasta que leyendo el último libro de Houellebecq, “La carte et le territoire” (“El mapa y el territorio”), de lo mejorcito que he leído últimamente y que al parecer está siendo publicado ya en castellano, he descubierto que se trata de una figura mucho más interesante de lo que podría suponerse.
De entrada me llamó la atención su relación el movimiento pictórico conocido como prerrafaelitas, que fueron también un agradable descubrimiento cuando hace algunos años se organizó una exposición en Madrid.
Animo a todos a leer sobre el tema, y para ello dejo aquí unas pinceladas de lo que a mí me resulta más atrayente:
Como primera idea sorprendente, la consideración de que el arte se encuentra en decadencia desde el fin de la edad media, en concreto desde el renacimiento, que popularmente está considerado como la cumbre de las manifestaciones artísticas humanas.
El renacimiento, en consideración de Morris y los prerrafaelitas, supuso el comienzo de la industrialización del arte, actuando los grandes maestros como Miguel Ángel, más como directores de empresa que como artistas, organizando los contactos con clientes y mecenas, limitándose a supervisar el trabajo de los miembros de su taller y firmando las obras ya finalizadas.
Esta separación entre el diseño y la realización, entre el artista y el artesano, supuso el comienzo de la degeneración de las artes.
Esta idea me resulta especialmente familiar, toda vez que mi mujer, la persona con mejor gusto y el mejor crítico de arte que conozco, siempre se ha sentido inmensamente más subyugada por una talla románica de la Virgen con el Niño del siglo XII, por poner un ejemplo, que con la Piedad de Miguel Ángel.
El arte como expresión de ideas, sentimientos y pasiones humanas, reflejo finalmente del origen divino del hombre, y no como la imitación fidedigna de la realidad sensorial que ha finalizado por sustituir la pintura por la fotografía, ejemplo muy de actualidad en el Congreso de los Diputados, por ejemplo.
William Morris decidió romper esta tendencia industrializadora, revindicando la artesanía como fundamento artístico y defendiendo la necesidad y el derecho de todo ser humano a vivir rodeado de arte y belleza.
Fundó talleres de artesanía donde se creaban desde cristales y tapices hasta papel pintado, donde los artistas-artesanos disfrutaban de condiciones de trabajo inmejorables, con espacio suficiente, luz, entorno agradable y además recibían un porcentaje elevado de los beneficios, mientras el mundo estaba inmerso en la revolución industrial en cuyas fábricas los obreros se trasformaban en auténticos esclavos.
Y lo que es más interesante, sus talleres fueron un éxito permanente, produciendo beneficios sin conocer jamás una situación de quiebra o ruina.
A pesar de que William Morris emprendiese también una carrera política en la que militó como socialista, sus ideas, vistas desde la perspectiva del tiempo, tienen mucho más que ver con el distributismo, en todos los aspectos, que con esa pesadilla llamada marxismo que asoló la humanidad en el siglo XX. En su relación Chesterton o su influencia sobre Tolkien podemos encontrar importantes pistas al respecto.
Morris es una figura compleja y polifacética cuya presentación sucinta supondría un tratado de varios tomos, al igual que el prerrafaelismo y los fundamentos de la dicotomía entre lo que conocemos como arte moderno, que ha degenerado en ese sucio negocio que se conoce como “mercado del arte”, y las verdaderas expresiones artísticas basadas en la búsqueda sincera de la Verdad y la Belleza (con mayúsculas).
Especialmente interesante resulta la aplicación de estos criterios a la arquitectura, que actualmente obliga, por ejemplo, a la mayoría de los españoles a vivir y trabajar en edificios horrendos, monstruosos, funcionales e inhumanos, tema que también desarrolla el autor de “Partículas elementales” en su último libro, que mereció, como ya conté hace poco tiempo, el premio Goncourt 2010.
Termino como empecé, animando a los amigos de esta humilde bitácora, a los que supongo una formación suficiente para elevarse más allá de la desesperación y misantropía que destilan los personajes de Houellebecq y él mismo, a leer “El mapa y el territorio” y a aproximarse a la figura de William Morris.
Y por supuesto a compartir conmigo, si les place, sus opiniones al respecto.
3 commentaires:
Houllebecq siempre vuelve a los mismos temas pero el aura de vacío vital se encarna en 'El mapa y el territorio'como nunca, incluyendo su propio asesinato...
Efectivamente es el elemento central de esta novela, la presencia real del autor como personaje, pero no en primera persona ni como protagonista... y su asesinato como hilo conductor de la parte final.
Sin duda amigo "manipulador", es difícil ir más allá en eso que muy bien define como "vacío vital".
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