Todos los que se interesan o estudian la historia de España coinciden en que su mayor esplendor se alcanza con Felipe II. Incluso una visión tan pesimista como la del propio Ortega en su “España invertebrada”, considera que el vigésimo año de su reinado constituye la cumbre y por tanto el momento en que comienza la decadencia española.
Partiendo de este acuerdo, me ha parecido conveniente echar un vistazo a la organización de España en dicho periodo, ya que si aceptamos que fue el mejor de nuestros tiempos pasados, parece lógico que nos fijemos en sus leyes e instituciones a la hora de buscar luz para encontrar soluciones a la catastrófica situación del siglo XXI.
Es necesario en primer lugar hacer frente a la falacia, tan extendida actualmente, de que la Monarquía Hispánica no fue más que un simple conjunto de reinos y entidades políticas yuxtapuestas. No puede caberle duda a ningún historiador serio que se acerque sin prejuicios, ni intereses espurios, a las fuentes documentales, que en los siglos XVI y XVII en concreto son abundantísimas, de que la Monarquía Hispánica tuvo siempre conciencia de ser un único Estado, cuyo elemento constituyente, y aquí está el núcleo de la cuestión, era la Religión Católica, ni más ni menos.
La constitución del Estado Español durante la Monarquía Hispánica no se fundamentaba en ninguna norma creada “ex novo”. Su “estatalismo constitucionalizado” se basaba en la Teología Moral Católica, siendo evidentes los grandes beneficios que produjo el constante efecto modelador ejercido por la norma teológica sobre la legislación y práctica del gobierno y justicia por parte del Estado. Doctrinas como la de los derechos fundamentales, que muchos desinformados atribuyen a textos franco-anglo-americanos inmensamente posteriores, son fruto evidente de las exposiciones hechas por los teólogos y juristas españoles del XVI y XVII. Sin duda la humanidad no le estará nunca lo suficientemente agradecida a la “Escuela de Salamanca”, por poner el ejemplo más notable.
Resulta paradigmático el caso de la consulta elevada por los procuradores de las Cortes de Madrid de 1583-1585 al agustino Fray Luis de León y otros teólogos jesuitas sobre la cuestión financiera de si era lícito invertir en limosnas parte de lo recaudado en el “servicio de millones”, y por tanto emplear el dinero fuera del destino al que estaba vinculado por la condición del otorgamiento. Preguntaban a fin de cuentas si estaban cometiendo malversación de fondos públicos.
Una vez aclarado que hablamos de un único Estado, con una constitución evidente, la Religión Católica, establezcamos sus fundamentos organizativos.
Lógicamente, en la cúspide de la organización de la Monarquía Hispánica, se encontraba el Rey. ¿Pero qué tipo de reinado era el suyo? Creo que la definición más fiel al modelo monárquico de Felipe II es el de “vicaría”. Vicario es quien “tiene las veces, poder y facultades de otra persona o la sustituye”, y el principio “constituyente” del Estado Español durante la Monarquía Hispánica fue hacer las veces, mantener el poder doctrinal y ejecutar las facultades directrices propias de la Teología Católica, especialmente en su aspecto moral.
No debemos confundir estos principios con la religiosidad o el fervor de uno u otro monarca, que no sería más que una cuestión personal. Hablamos de una continuidad formal, sin altibajos ni matices, registrada en las fórmulas con que los reyes promulgaban sus decretos, desde Alfonso X – Jaime I hasta Carlos IV, que nos muestran la expresión técnica sobre el fundamento teórico de las medidas tomadas en cada ley promulgada, lo que nos lleva, no a la religiosidad personal de cada monarca, sino a la formulación jurídica de preceptos coactivos.
Para entendernos, la “exposición de motivos” de cada ley del magnífico corpus doctrinal de la Monarquía Hispánica, se refiere siempre a la defensa de la moral y teología católicas, consideradas, y con razón evidente, como el mayor provecho y defensa posibles de los españoles.
A este concepto de “monarquía vicaria” deberemos recurrir para entender muchos aspectos históricos de la Monarquía Hispánica. Esta “vicariedad” del Estado se da principalmente respecto del propio cuerpo teológico del catolicismo, por lo que el acatamiento por el Estado de las actitudes de las instituciones y miembros de la Iglesia se produce en la medida que se entienda que son fieles a la doctrina, y produce un rechazo evidente cuando no observan dicha sintonía.
Así se pueden entender sin dificultad eventos como el saco de Roma por los ejércitos de Carlos I en 1527 o las tensiones con la Corte Pontificia acerca de Milán, como en los tiempos del Arzobispo Carlos Borromeo.
Aunque no pretendo escribir un tratado sobre la Monarquía Hispánica en esta humilde entrada, debemos mencionar al menos la trilogía de figuras Patronato-Vicariato-Presentación, que constituyeron sin duda la forma más inteligente de encauzar la relación Iglesia-Estado en su evidentemente necesaria vinculación, evitando las exorbitancias sanguinarias que la confluencia de lo espiritual y lo político produjeron por ejemplo en Inglaterra.
El “Regio patronato” se refiere al ejercicio por el monarca de las facultades atribuidas a la Iglesia en el gobierno de los fieles, convirtiéndose, de hecho y de derecho, en la máxima autoridad eclesiástica sus territorios.
Podríamos hablar del “pase regio” o control de la entrada de los documentos papales, de modo que el monarca es el único transmisor de las disposiciones pontificias, o los “recursos de fuerza” mediante los que los reyes se constituyen en defensores de sus vasallos y naturales, en este caso los eclesiásticos, reservándose el inhibirles de la acción de las estructuras institucionales de la Iglesia, frenando la arbitrariedad de los jueces eclesiásticos.
El vicariato es la concepción expresamente manifestada por los monarcas y defendida por sus juristas de ser “Vicarios Generales” de la Sede Apostólica en territorios como América.
Mención especial merecen los derechos de presentación para la designación de determinados cargos eclesiásticos.
El Patronato, el Vicariato y el derecho de presentación, esto debe quedar claro, fueron únicamente una compensación casi honorífica por el gigantesco esfuerzo económico y logístico realizado por la Monarquía española para difundir y defender la Religión Católica, sin el cual la Iglesia habría tenido muchísimas dificultades para su expansión doctrinal.
Así pues, en la España de Felipe II, el cuerpo político se vertebraba por vía de lo religioso. Y recuerdo que hemos empezado diciendo que todos los historiadores serios coinciden en señalar este periodo como el mejor, más benéfico y fructífero de la historia patria.
¿Cuáles eran las piezas o instituciones esenciales del Estado en la Monarquía hispánica? Aparte del monarca, que desdoblaba su eficacia mediante “duplicaciones de su personalidad”, gracias a la figura de los virreyes y otras múltiples delegaciones como los gobernadores o los corregidores, siete grandes piezas jurídico-políticas reciben su potestad del monarca. Los Consejos permanentes, temáticos o geográfico-políticos, asesores y resolutivos con carácter supremo, las Juntas “ad hoc” que canalizaban fundamentalmente el deber de consejo al rey, unas Cortes, más técnico-financieras en Castilla y más orientadas a la defensa de las oligarquías en los demás reinos, una burocracia cada vez más construida y eficaz, los Secretarios, que enlazan la figura omnipresente del monarca con los demás elementos, y por último los ejércitos permanentes y la diplomacia activa en los reinos extranjeros más sensibles en su relación con España.
Creo importante hacer hincapié en el tema de la potestad delegada en el caso de los virreyes. El monarca, como titular de la corona, conserva la supremacía derivada de retener la facultad de nombrarlos y cesarlos, pero mientras un virrey ejerce su cargo, se, como la doctrina de la época señala reiteradamente, la misma persona del rey. No cabe pues equipararlos a los gobernadores ni a los corregidores, que caen mucho más que aquellos en el núcleo de una delegación en sentido estricto.
Al estar conceptuados como la misma persona del rey, provocaban un efecto multiplicador de la acción y el prestigio de éste. Su eficacia era triple, aproximaba el rey a los súbditos, dotaba al rey de un hilo directo de relación, control e información, y en lo referente a la configuración constitucional del Estado, la identidad jurídica rey-virrey evita la presencia de estructuras intermedias entre el rey y sus súbditos, causantes de la fractura propia del feudalismo.
El especial cuidado puesto en corregir cualquier tendencia a la patrimonialización en los cargos muestra la conciencia que tuvo siempre la Corona de ese peligro feudalizante. Conviene a este respecto recordar la añorada figura de los juicios de residencia.
La institución virreinal supuso pues un original y hábil sistema que logró un triple éxito político. En primer lugar no delegar, sino colegiar, permitiendo el ejercicio de la realeza sin menoscabo de la jerarquía. En segundo lugar evitar la percepción de ausencia física continuada del rey y finalmente soslayar el peligro de desestructuración feudal de la Monarquía.
En otra ocasión, ya que hoy me estoy alargando demasiado, recordaremos las figuras del gobierno local, corregidores, alcaldes y alcaldes mayores.
Muchas son las enseñanzas evidentes de la historia de la Monarquía Hispánica para los fracasados modelos revolucionarios liberales que aún padecemos en los albores del siglo XXI. Terminaré con una cita de Leopold von Ranke, uno de los más ilustres historiadores universales que profundizó en el análisis de la Monarquía Hispánica, situándola en el contexto de aquellos Estados donde sus gobernantes actúan “descansando sobre la libertad del individuo (y eso) confiere al soberano simplemente el poder necesario para proteger esa libertad frente a los enemigos de dentro y de fuera”, sin duda algo que se edificaba por los conceptos de los cuales la Monarquía Hispánica quiso ser vicaria, los de la Religión Católica.
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