Al hilo de las
reflexiones de Firmus y Rusticus sobre la legitimidad de tomar las armas contra la propia Patria cuando ésta se encuentra en manos de un ilegítimo poder depravado, o de colaborar con ese poder, por ser de hecho el gobierno, y del
manifiesto del Núcleo de la Lealtad, de adhesión inquebrantable a la Secretaría Política de
Don Sixto de Borbón y Parma, que Dios guarde muchos años, marcando distancias con la iniciativa de la
Comunión Tradicionalista Carlista de tratar de aunar esfuerzos en la
Liga Tradicionalista, mi pensamiento se vuelve como siempre a lo esencial.
No está en mi ánimo enfrentarme ni atacar a unos u a otros, más bien expresar mi respeto, consideración y apoyo incondicional a cuantos se baten por desenmascarar a los auténticos enemigos de la Patria, y buscan el bien de todos los españoles, a la mayor gloria de Dios y de España.
Por que lo esencial, como digo, es la defensa de un gobierno confesional católico para las Españas, y para todos los pueblos del mundo. Sin eufemismos ni paliativos.
Me viene a la cabeza algún fragmento de esa magnífica novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, y excepcional película de Burt Lancaster, “El Gatopardo”:
“…En pocas palabras, ustedes los señores se han puesto de acuerdo con los liberales, qué digo liberales, con los masones, a nuestra costa y a la de la Iglesia. Porque evidentemente nuestros bienes, esos bienes que son el patrimonio de los pobres, serán arrebatados y repartidos de cualquier modo entre los jefecillos más desvergonzados. Y ¿quién, después, quitará el hambre a la multitud de infelices a quienes todavía hoy la Iglesia sustenta y guía? — El príncipe callaba —. ¿Cómo se las compondrán entonces para aplacar a las turbas desesperadas? Yo se lo diré, excelencia. Se lanzarán a arrasar primero una parte, luego otra y finalmente todas sus tierras. Y de este modo Dios cumplirá su justicia, aunque sea por mediación de los masones. El Señor curaba a los ciegos del cuerpo, pero ¿dónde acabarán los ciegos del espíritu?...”
“…No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. A la santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad. Podremos acaso preocuparnos por nuestros hijos, tal vez por los nietos, pero no tenemos la obligación de esperar acariciar más lejos con estas manos. Y yo no puedo preocuparme de lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960. La Iglesia sí debe preocuparse, porque está destinada a no morir. En su desesperación se halla implícito el consuelo. ¿Y cree usted que si pudiese salvarse a sí misma, ahora o en el futuro, sacrificándonos a nosotros no lo haría? Cierto que lo haría y haría bien…”
Efectivamente éste es el origen de todos los males, el estado laico, la revolución, la libertad de cultos…
Una vez despojada la Santa Madre Iglesia de su natural prevalencia divina sobre los gobiernos, y arrebatados sus bienes, expolio del que en España tenemos claro ejemplo en las criminales “desamortizaciones”, sus hijos, los pobres, el pueblo, se vieron y se ven hasta hoy, tal vez más claramente que nunca, desamparados ante la codicia de los poderosos contra la que les había protegido la Iglesia por mandato divino desde el principio de la Cristiandad.
Banqueros, explotadores y gobernantes corruptos sin conciencia pueden, ahora que la Iglesia se encuentra atada de pies y manos, esclavizar al pueblo con hipotecas, salarios de miseria, horarios de esclavitud y la promoción descarada del vicio y el crimen.
Leamos de nuevo, como muy acertadamente recomienda el Núcleo de la Lealtad, lo que nuestro
Sumo Pontífice León XIII nos dijo sobre la “libertad de cultos”:
“… Para dar mayor claridad a los puntos tratados es conveniente examinar por separado las diversas clases de libertad, que algunos proponen como conquistas de nuestro tiempo. En primer lugar examinemos, en relación con los particulares, esa libertad tan contraria a la virtud de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad fundada en la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad. Porque de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de la piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra perpetua dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro origen primero y fin supremo, que es Dios. Hay que añadir, además, que sin la virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que nos lleva a Dios, considerado como supremo y último bien del hombre; y por esto, la religión, cuyo oficio es realizar todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios, es la reina y la regla a la vez de todas las virtudes. Y si se pregunta cuál es la religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas entre sí, la respuesta la dan al unísono la razón y naturaleza: la religión que Dios ha mandado, y que es fácilmente reconocible por medio de ciertas notas exteriores con las que la divina Providencia ha querido distinguirla, para evitar un error, que, en asunto de tanta trascendencia, implicaría desastrosas consecuencias. Por esto, conceder al hombre esta libertad de cultos de que estamos hablando equivale a concederle el derecho de desnaturalizar impunemente una obligación santísima y de ser infiel a ella, abandonando el bien para entregarse al mal. Esto, lo hemos dicho ya, no es libertad, es una depravación de la libertad y una esclavitud del alma entregada al pecado…”
“… Considerada desde el punto de vista social y político, esta libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando profesa la religión católica. Para que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos. Porque nadie puede dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que proporciona al hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes, para que las exigencias naturales que él por sí solo no puede colmar las vea satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el Estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio. La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como grabados los caracteres distintivos de la verdad. Esta es la religión que deben conservar y proteger los gobernantes, si quieren atender con prudente utilidad, como es su obligación, a la comunidad política. Porque el poder político ha sido constituido para utilidad de los gobernados. Y aunque el fin próximo de su actuación es proporcionar a los ciudadanos la prosperidad de esta vida terrena, sin embargo, no debe disminuir, sino aumentar, al ciudadano las facilidades para conseguir el sumo y último bien, en que está la sempiterna bienaventuranza del hombre, y al cual no puede éste llegar si se descuida la religión…”