Cuando pasamos unos días alejados de esta masa gigantesca de cemento y asfalto que intenta cada día ahogar nuestra humanidad, ciertos pequeños pero inmensos detalles acostumbran a reconfortar nuestros espíritus.
Como hace calor, el sábado dormimos en la casa del pueblo con las ventanas abiertas. Posiblemente el nivel de “ruido”, medido en decibelios, debió de ser esa noche similar al de la gran ciudad, pero en vez del atronador zumbido de motores, bocinas de automóvil, sirenas, gritos, etc., se trataba del viento, la lluvia azotando la tierra, los cantos de los pájaros, y sus chillidos también por supuesto…
Durante el día sin embargo la nota fundamental fue como siempre el silencio, algo que mis hijos aprecian especialmente. “¿Has oído papá? ¡No se oye nada!”.
Pero es casi imposible escapar de la modernidad que nos acosa como a presas en una cacería cruel y despiadada.
El domingo fuimos a misa en el convento de carmelitas descalzos que hay a pocos kilómetros de la aldea. La iglesia, aunque por supuesto tiene un altar en el que se celebra la misa según el “Novus Ordo Missae”, mantiene aún el sagrario en el centro del retablo, con su propio altar tradicional, dando al menos algo de sentido a las reverencias del sacerdote.
Normalmente las misas suelen ser, si no especialmente acordes al misal, si al menos bastante más correctas y sin las extravagancias propias de las parroquias modernas.
Sin embargo este domingo todo empezó a torcerse desde el principio. El sacerdote era de esos que se deleitan en ir introduciendo sus propias “morcillas” a lo largo del ritual y en la tribuna trasera había un coro con acompañamiento de instrumentos de cuerda, guitarras y laúdes o similar.
Puesto que ya he hablado muchas veces de cómo una música excesivamente profana puede ser perjudicial para la liturgia de la misa, hoy sólo me detendré en algunos detalles especialmente desagradables, rayanos en lo sacrílego.
Normalmente este tipo de acompañamientos musicales, que en vez de adaptarse y realzar la liturgia, tratan de robarle el protagonismo, no respetan ni las palabras con las que Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó a orar, el Padre Nuestro, ni el Silencio Eucarístico tras la Comunión.
Pero lo de este domingo fue el no va más. El coro “acompañó” la consagración con un modestísimo “uh, uh, uh” similar al que perpetran durante el Padre Nuestro.
Para que no me tachen de fariseo o intransigente, no me referiré al Motu Proprio “Tra le sollecitudini” de San Pío X, “...nada, por consiguiente, debe ocurrir en el templo que turbe, ni siquiera disminuya, la piedad y la devoción de los fieles; nada que dé fundado motivo de disgusto o escándalo; nada, sobre todo, que directamente ofenda el decoro y la santidad de los sagrados ritos y, por este motivo, sea indigno de la casa de oración y la majestad divina.” Me bastará con la constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la sagrada liturgia del Vaticano II: “La música sacra, por consiguiente, será tanto más santa cuanto más íntimamente esté unida a la acción litúrgica, ya sea expresando con mayor delicadeza la oración o fomentando la unanimidad, ya sea enriqueciendo la mayor solemnidad los ritos sagrados.”
No creo que sea tan difícil de entender, o tan retrógrado y trasnochado el afirmar que el centro de la misa, y de la vida cristiana, es precisamente el milagro de la consagración y transubstanciación de las especies de pan y vino en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y que en esos breves instantes, salvo imposibilidad grave de salud física, los fieles deben estar arrodillados y en la más profunda adoración y el más absoluto silencio.
Pero eso no fue todo. El coro de marras no solamente se permitió como de costumbre modificar a su gusto las palabras de Cristo en el Padre Nuestro, introduciendo múltiples y gravísimos errores doctrinales, si no que de hecho la letra con que suplantaron la oración que Cristo nos enseñó fue realmente espeluznante.
Cuando empezaron canturreando “Padre nuestro que estás en la tierra”, mis hijos dieron un respingo sobresaltado y me miraron con estupor. “No eres un dios que se queda alegremente en su cielo, tu alientas a los que luchan para que llegue tu reino”, “Padre nuestro que estás en la calle, entre el tráfico, el ruido y los nervios”, “Padre nuestro que sudas a diario, en la piel del que arranca el sustento”… ¿para qué seguir?
Nos costó bastante sobreponernos tras escuchar aquello, pero intentamos al menos comulgar con cierto sosiego en el alma.
Tras intentar en vano orar un poco después de recibir el Cuerpo de Cristo, mientras el coro seguía dando la tabarra, el “fin de fiesta” fue acorde con lo que había sido la celebración. Nada más y nada menos que la versión cantada por “Mocedades” de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, sin ahorrarse ni un “la, la, la” ni un “tururú, tururú”, y sin la más mínima referencia litúrgica o religiosa.
Termino con un fragmento del discurso del Santo Padre Benedicto XVI con ocasión del centenario del Instituto Pontificio de Música Sacra: “Pero tenemos que preguntarnos siempre de nuevo: ¿quién es el auténtico sujeto de la liturgia? La respuesta es sencilla: la Iglesia. No es el individuo o el grupo que celebra la liturgia, sino que esta es ante todo acción de Dios a través de la Iglesia, que tiene su historia, su rica tradición y su creatividad. La liturgia, y en consecuencia la música sacra, «vive de una relación correcta y constante entre sana traditio y legitima progressio», teniendo siempre muy presente que estos dos conceptos —que los padres conciliares claramente subrayaban— se integran mutuamente porque «la tradición es una realidad viva y por ello incluye en sí misma el principio del desarrollo, del progreso.”
Empiezo a estar desesperado, se lo aseguró. Huir no es solución. No podemos recluirnos en los pocos templos en que aún se puede asistir a una misa tradicional. Es necesario luchar, enfrentarse, defender la verdad. Hay que repetir a hora y a deshora que estas misas profanas están contribuyendo a la labor de los enemigos de Cristo, arrebatando a los cristianos la esencia de su fe.
Hay que involucrarse en las comisiones parroquiales de liturgia y denunciar, entre otras cosas, el empleo de canciones profanas con textos contrarios a la doctrina. Hay que exigir el respeto a lo que ordena la Santa Madre Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, y no mil iglesias independientes en las que cada cual pudiera obrar como le petase.
Otro día me detendré en cómo los fieles que leen las lecturas en muchas iglesias, no son capaces de proyectar la voz convenientemente, ni de respetar los signos de ortografía, puntos, comas y demás, dando la entonación correcta a cada frase, de modo que finalmente resulta imposible comprender una sola palabra de los textos sagrados. Es así sencillamente por que no están acostumbrados a leer las Escrituras en casa con la debida asiduidad, ni a leer texto alguno a lo que sospecho, y ni siquiera repasan con cuidado antes de la misa la lectura que les corresponde, ya que normalmente se les asigna segundos antes de empezar, sin ningún criterio ni selección. Y lo siento por mis queridísimas y piadosas ancianitas, pero normalmente ya no están para esos trotes.
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