Muchos católicos de nuestros días se sienten desencantados o perdidos en política, e incluso, en las más de las ocasiones, profundamente errados a causa de las muchas mentiras que, a fuerza de ser repetidas, son consideradas verdades irrefutables.
Este clima de confusión y error creado por aquellos que indigna e ilegítimamente detentan el poder en nuestros días, conduce a las masas hacia las ideologías, que si bien son paupérrimas en sus razonamientos y simplonas en sus planteamientos, conceden una cómoda prisión para el pensamiento.
Por el contrario la Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica y Romana, ha elaborado a los largo de los siglos, fundamentada en el Evangelio, las Sagradas Escrituras y su Sacrosanta Tradición, un corpus doctrinal que abarca todos los elementos de la existencia humana, espiritual y material, incluyendo como no podía ser de otro modo, las realidades políticas y sociales.
En contraposición a las ideologías, los razonamientos y planteamientos socio-políticos de la Iglesia Católica, son claros, ordenados, bien fundamentados y su lectura constituye un placer inusitado en el piélago de confusiones en el que nos vemos obligados a vivir los hombres de este siglo.
El desconocimiento que los fieles católicos tienen de este inmenso tesoro, condensado en multitud de Encíclicas de los Santos Padres, hace que ya no resulte sorprendente escuchar a muchos católicos que se tienen y se muestran abierta y públicamente como tales, e incluso a clérigos y sacerdotes, en ocasiones desde el púlpito, defender exactamente lo contrario de lo que la Santa Madre Iglesia establece como doctrina en muchos ámbitos de la vida de un discípulo de Nuestro Señor Jesucristo.
Un punto clave al que la mayoría de los católicos modernos dan la consideración de anatema, es la correcta y ordenada relación entre la Iglesia y el Estado. La mera alusión a la defensa de la necesaria confesionalidad estatal da lugar a los más enconados ataques.
Y sin embargo, ese estado laico en el que la única religión verdadera es colocada la mismo nivel que las religiones falsas, dónde la voluntad del pueblo es considerada la fuente fundamental del derecho y que, al menos en teoría, hace residir la soberanía en la nación, ese estado nacido de la revolución francesa de 1789 y fundamentado en los principios que inspiraron dicha sanguinaria revolución, fue condenado y rebatido por los Santos Padres en diversas Encíclicas, resultando sin duda especialmente esclarecedora la de Leon XIII,
Immortale Dei, sobre la Constitución Cristiana del Estado, dada en 1885.
No me es posible transcribirla por completo en esta bitácora, por lo que invito a todos a leerla desde el enlace correspondiente, pero no me resisto a traer algún fragmento, que evidentemente sólo pueden comprenderse por completo en una lectura total del documento:
“… Ahora bien: ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este derecho si no es de Dios, Príncipe supremo de todos. «No hay autoridad sino pos Dios». Por otra parte, el derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado …”
“… El principio supremo de este derecho nuevo es el siguiente: todos los hombres, de la misma manera que son semejantes en su naturaleza específica, son iguales también en la vida práctica. Cada hombre es de tal manera dueño de sí mismo, que por ningún concepto está sometido a la autoridad de otro. Puede pensar libremente lo que quiera y obrar lo que se le antoje en cualquier materia. Nadie tiene derecho a mandar sobre los demás. En una sociedad fundada sobre estos principios, la autoridad no es otra cosa que la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí mismo, es también el único que puede mandarse a sí mismo. Es el pueblo el que elige las personas a las que se ha de someter. Pero lo hace de tal manera que traspasa a éstas no tanto el derecho de mandar cuanto una delegación para mandar, y aun ésta sólo para ser ejercida en su nombre.
Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imaginar un poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para gobernar no se apoyaran en Dios mismo. De este modo, como es evidente, el Estado no es otra cosa que la multitud dueña y gobernadora de sí misma. Y como se afirma que el pueblo es en sí mismo fuente de todo derecho y de toda seguridad, se sigue lógicamente que el Estado no se juzgará obligado ante Dios por ningún deber; no profesará públicamente religión alguna, ni deberá buscar entre tantas religiones la única verdadera, ni …”
“… La sola razón natural demuestra el grave error de estas teorías acerca de la constitución del Estado. La naturaleza enseña que toda autoridad, sea la que sea, proviene de Dios como de suprema y augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según aquéllas, reside por derecho natural en la muchedumbre independizada totalmente de Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar y encender innumerables pasiones, carece de todo fundamento sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad. Porque con estas teorías las cosas han llegado a tal punto que muchos admiten como una norma de la vida política la legitimidad del derecho a la rebelión. Prevalece hoy día la opinión de que, siendo los gobernantes meros delegadas, encargados de ejecutar la voluntad del pueblo, es necesario que todo cambie al compás de la voluntad del pueblo, de donde se sigue que el Estado nunca se ve libre del temor de la revoluciones …”
Apasionante ¿no les parece?