Es éste un interesantísimo y fundamental asunto en el que, al menos así me lo parece, debemos andar “con pies de plomo”. La causa desencadenante de esta reflexión que comparto hoy con todos sucedió este domingo antes de "misa de una". El sacerdote que la oficia cada domingo a esa hora, se me acercó y me regaló una revista, mientras me decía que estaba seguro de que sería de mi agrado. “Es de la Nueva Evangelización” me dijo para argumentar su seguridad.
Aquella noche me acosté bastante tarde leyendo la revista en profundidad. En cuanto a los contenidos, aunque algunos me agradasen más que otros, y ciertos detalles me pareciesen fuera de lugar o incluso erróneos, en general me pareció una publicación correcta y bien orientada.
Ciertamente, en un análisis más profundo, algunos artículos muestran líneas de pensamiento que podríamos enmarcar en el “
personalismo”, pero hasta cierto punto, en una publicación de colaboraciones firmadas, resulta correcto que se reflejen diferentes puntos de vista u orientaciones.
No me resisto a manifestar que el artículo sobre Moisés de Don Antonio Pavía es sin duda lo mejor de la revista, con diferencia.
La idea de la “Nueva Evangelización” es un concepto que precisa de una catequesis muy clara, como así lo ha procurado hacer el Santo Padre desde un principio.
En primer lugar, el adjetivo “Nueva” puede llevarnos a engaño. Evangelizar no es nada nuevo para la Santa Madre Iglesia. Es su razón de ser permanente e ininterrumpida desde la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y su Ascensión a los Cielos. “
Id y predicad”. (Mal vamos si cuando un obispo, como Don Juan Antonio
Reig Pla, expone la doctrina del pecado, durante la celebración de Viernes Santo que retransmitió la televisión, y recuerda que los pecados de prostitución, aborto, adulterio, robo y abuso empresarial sobre el asalariado son ofensas contra Nuestro Señor, que acarrean el sufrimiento en este mundo y el infierno en el otro, y dice lo mismo del que escandaliza con ideologías sexualistas y provoca la corrupción de jóvenes a manos de sodomitas, y esta admonición, que debiera ser trivial para cualquier católico, provoca las más airadas reacciones por parte de unos y otros).
Tiene pues el adjetivo “Nueva” dos posibles interpretaciones, modificar y adaptar los medios, o bien, como creo que es el caso, la necesidad de evangelizar de nuevo a los que han abandonado el catolicismo o a los propios católicos.
Emplear los nuevos medios para la tarea de anunciar el Evangelio es algo que, de hecho, yo mismo estoy haciendo en la medida de mis posibilidades, como muchos otros, a través de Internet. Nada que objetar mientras el medio no modifique el mensaje. Aquello de McLuhan, “el medio es el mensaje”, no es de aplicación, o no debiera serlo.
Sentadas estas bases, hay dos directivas básicas que Benedicto XVI ha remarcado en varias ocasiones. Que la evangelización se hace en el seno de la Santa Madre Iglesia, y por tanto en absoluta comunión con los obispos, presbíteros y diáconos, y que debemos evitar caer en “la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar inmediatamente el gran éxito, de buscar los grandes números”.
Estas indicaciones me reafirman en mi “escasa afinidad”, por decirlo con tacto, con el Camino Neocatecumenal, los “kikos” para entendernos. Ni que decir tiene que la presencia explícita o soterrada en la revista Buena Nueva de esta secta, perdón “itinerario de formación” (he dicho que hablaría con tacto), despertó en mí cierta alarma.
Hasta aquí, poco más que decir:
Para evangelizar no hay que cambiar nada, no es necesario, ni conveniente, modificar aquello que es esencial en la Iglesia Católica, y ahora estoy pensando en
la liturgia, por ejemplo.
Para evangelizar es preciso estar en plena comunión con la Iglesia, con nuestro obispo, con nuestro párroco… Y es que, como nos ha dicho también el Papa “el distintivo del Anticristo es su hablar en nombre propio, el signo del Hijo es su comunión con el Padre”, y por eso “el anuncio de Cristo, el anuncio del Reino de Dios, supone escuchar su voz en la voz de la Iglesia. "No hablar en el propio nombre" quiere decir, hablar en la misión de la Iglesia”.
Dejando a un lado las reticencias a un determinado modo de evangelizar, me gustaría terminar con dos breves reflexiones sobre este asunto de la “Nueva Evangelización”.
En primer lugar, en su convocatoria del “Año de la Fe” (2012-2013), Benedicto XVI, en su Carta Apostólica en forma de Motu Proprio “
Porta Fidei”, aclara que:
"He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio (*) pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»."
La segunda, última y fundamental reflexión, es algo que puede parecer obvio, no se puede trasmitir lo que no se posee. Evangelizar exige antes que nada y fundamentalmente estudio, reflexión, y más que ninguna otra cosa, oración.
La Nueva Evangelización empieza por uno mismo, éste podría ser un buen eslogan.
"…En la llamada a la conversión está implícito - como una condición fundamentalmente propia - el anuncio del Dios viviente. El teocentrismo es fundamental en el mensaje de Jesús y también debe ser el corazón de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es: Reino de Dios. Sin embargo, Reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios. Reino de Dios quiere decir: Dios existe. Dios vive. Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra vida - en mi vida. Dios no es una lejana "causa última", Dios no es el "gran arquitecto" del deísmo que ha construido la máquina del mundo y ahora estaría fuera - por el contrario Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia. En la conferencia de despedida de su cátedra de la Universidad de Münster, el teólogo J. B. Metz ha pronunciado cosas que no se esperaban. Metz en el pasado nos había enseñado el antropocentrismo - el verdadero acontecimiento del cristianismo habría sido el giro antropológico, la secularización, el descubrimiento del estado secular del mundo. Después nos ha enseñado la teología política - el carácter político de la fe; más tarde la "memoria peligrosa"; finalmente la teología narrativa. Después de haber recorrido este camino largo y difícil, nos dice hoy: El verdadero problema de nuestro tiempo es la "Crisis de Dios", la ausencia de Dios, camuflada por una religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teo-logía, un hablar de Dios y con Dios. Metz tiene razón: El "unum necessarium" para el hombre es Dios. Todo cambia, si hay Dios o no hay Dios. Desgraciadamente - también nosotros los cristianos vivimos a veces como si Dios no existiese ("si Deus non daretur"). Vivimos según el cliché: No hay Dios y si lo hay, no interesa. Por este motivo, la evangelización, antes que nada, tiene que hablar de Dios, anunciar el único Dios verdadero: el Creador - el Santificador - el Juez (cf. El Catequismo de la Iglesia Católica).
También aquí debe tenerse presente el aspecto práctico. Dios no puede hacerse conocido sólo con las palabras. No se conoce una persona si se sabe de esta persona sólo a través de otra. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a rezar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia. Por esto son importantes las escuelas de oración, de comunidad de oración. Hay complementariedad entre la oración personal ("en el propio dormitorio", sólo delante de los ojos de Dios), oración común "paralitúrgica" ("religiosidad popular") y oración litúrgica. Sí, la liturgia es, antes que nada, oración; su especificidad consiste en el hecho que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo - la liturgia es actio divina, Dios actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con Dios siempre deben marchar conjuntamente. El anuncio de Dios es guía para la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por esto la liturgia (los sacramentos) no es un tema junto a la predicación del Dios viviente, sino la puesta en práctica de nuestra relación con Dios. En este contexto quisiera hacer una observación general sobre la cuestión litúrgica. Muchas veces nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La liturgia se vuelve enseñanza, cuyo criterio es: hacerse entender - la consecuencia es con frecuencia hacer banal el misterio, la preponderancia de nuestras palabras, la repetición de la fraseología que parece más accesible y más agradable a la gente. Pero esto es un error no solamente teológico, sino también psicológico y pastoral. La moda del esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento demuestran que en nuestras liturgias falta algo. Justamente en nuestro mundo actual tenemos necesidad del silencio, del misterio por encima del individuo, de la belleza. La liturgia no es la invención del sacerdote que celebra o de un grupo de especialistas; la liturgia ("el rito") ha crecido en un proceso orgánico durante los siglos, porta consigo el fruto de la experiencia de la fe de todas las generaciones. Aunque si los participantes no entienden quizá cada una de las palabras, perciben el significado profundo, la presencia del misterio, que trasciende todas las palabras. No es el celebrante el centro de la acción litúrgica; el celebrante no está delante del pueblo en su nombre - no habla de sí y para sí, sino "in persona Cristi". No cuentan la capacidad personal del celebrante, sino sólo su fe, en la que se hace transparente Cristo. "Es necesario que Él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30)."
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(*) Discurso del santo padre Benedicto XVI a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y Prelados Superiores de la Curia Romana, el jueves 22 de diciembre de 2005:
“… La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu…”
“… A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio "quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones", y prosigue: “Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado".