En realidad debería haber añadido en el título “y a la Confirmación y el resto de sacramentos”, pero quedaba muy largo.
Lo cierto es que este año, en los próximos quince días, mi hijo pequeño recibirá su Primera Comunión, y los dos mayores se confirmarán. Nuestros continuos cambios de residencia, y los cambios introducidos por los obispos en cuanto a la edad de recepción de los sacramentos, han provocado esta circunstancia.
Por eso éste ha sido un año familiar especialmente marcado por los sacramentos, en concreto la Eucaristía, la Penitencia y la Confirmación. Catequesis, reuniones, celebraciones litúrgicas orientadas a la preparación para recibir los sacramentos, grupos de pastoral, etc. Nos han dado muchos temas de conversación y reflexión en nuestras comidas y cenas familiares.
Muy interesante ha sido también comprobar el modo en que otras familias viven estos acontecimientos centrales de la vida cristiana.
Daré algún ejemplo curioso. Cada domingo, uno de los grupos de catequesis se encarga de proclamar las lecturas de la misa. Durante la semana se le asigna a cada cual la primera o segunda lectura, o bien el salmo, y el domingo acuden los niños a la iglesia con antelación para leerlas previamente. No es por mi orgullo de padre, que también, pero los míos suelen destacar por leer correctamente cada palabra, por complicada o poco habitual que sea, y leen respetando los signos de puntuación y entonando de modo comprensible. Cuando alguna catequista me lo comenta, le descubro el secreto. En nuestra casa no faltan misales, de modo que los niños me piden que les busque la lectura que corresponde a la misa dominical de la semana, se la leen, me la leen en voz alta, me preguntan lo que no entienden y cuando llega el domingo, más que leer, la proclaman, sabiendo lo que están diciendo.
En otro orden de cosas, hace unos días, en una reunión de padres de confirmandos con el párroco, surgió casualmente el tema de la muerte, debido al fallecimiento de un conocido común, y personalmente, tanto las reflexiones del párroco como los tópicos esgrimidos por los padres, me iban subiendo poco la temperatura de la sangre, esperando que alguien pusiera de una vez el dedo en la llaga, hasta que no pude más y, contra mi costumbre habitual, tome la palabra para declarar lo que, en mi opinión, hubiese debido declarar el sacerdote, que para un católico la muerte no es una sorpresa, no nos coge desprevenidos, no supone una tragedia, más allá de la lógica preocupación por los posibles huérfanos o viudos. Si hacemos "oídos sordos" por miedo o por lo que sea, es una cosa, pero nadie podrá decir que "no estaba preparado o advertido".
Salió también el asunto de la Extremaunción, tema que merecerá una reflexión más pausada, ya que ha sido siempre una de mis obsesiones cuando he asistido a los últimos días de mis familiares o amigos.
Tuvimos algo de polémica, muy moderada eso sí, sobre cómo debe un católico acompañar, o consolar ante la muerte, por ejemplo, de un familiar, a alguien que no tiene fe. El párroco me venía a decir que debemos evitar “resultar molestos”, mientras que yo defendía que el anuncio del Evangelio debe hacerse, como le decía San Pablo a Timoteo, “a tiempo y a destiempo” (“…Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por su propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas…”).
Evito, por vergüenza ajena, mencionar las discusiones finales de la reunión al respecto de la indumentaria correcta para confirmarse.
Fue también digno de mención lo relativo a la primera confesión de los niños que se preparan para recibir la Primera Comunión. Algunos padres no tenían rubor ninguno en “confesar”, valga la redundancia, que jamás se había vuelto a acercar a un confesionario desde el día de su boda, y algunos ni siquiera en aquella ocasión. Cuando mencioné lo de “una vez al año, en peligro de muerte o si se ha de comulgar” (sí, ya sé que eso es para los pecados mortales), igual se pensaron que estaba de broma.
Saldrían de dudas cuando en la ceremonia organizada para que los pequeños se confesasen por primera vez, mis otros hijos, mi esposa y yo, aprovechamos para confesarnos también.
Terminaré estas líneas comentando algo que propuso el párroco y me pareció muy adecuado y bien traído. Se trata del eterno asunto de toda la parafernalia artificial en torno a la celebración de la Primera Comunión, y su efecto terrible de distracción y tergiversación del profundo significado de tan trascendente paso en la vida de un católico.
Aparte de aconsejar encarecidamente la moderación en todo lo relativo a vestimenta, banquetes, fotos y demás cuestiones ajenas al Sacramento de la Eucaristía, se refirió a los regalos con que literalmente se suele apabullar a los pobres críos, y que suelen convertir una ceremonia de cristiandad en una especie de orgía de egoísmo provocado.
¿Por qué no proponer y alentar al niño a acordarse precisamente en este día de aquellos que sufren necesidad, destinando una parte de los regalos en metálico a la caridad?
Cuando se lo propuse a mi hijo le entusiasmó la idea. Supongo que entre otras cosas porque así se quitaba de encima la pesada carga de tener que contestar a abuelos, tíos y padrinos, eso de ¿qué quieres que te regale? De hecho mi esposa está preocupada porque como no lo controlemos es capaz de agarrar todo lo que le traigan y echarlo en la bandeja de la colecta ese día. Cada vez que su madre le propone una cantidad razonable para “dárselo a los pobres” al él le parece poco.
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