lundi 2 avril 2012

El perdón infinito

La Semana Santa encierra el núcleo fundamental de nuestra Fe, por eso lejos de mí intentar encerrar en una breve entrada de mi humilde bitácora todo el misterio que la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo supone para el hombre.

Únicamente quiero compartir con todos una reflexión catequética importante, la capacidad infinita del perdón de Dios.

Y mi reflexión nace de la lectura del relato de la Pasión en los Evangelios.

A lo largo de la Pasión de Cristo, el mal surge por doquier, sale de todos los rincones, de todos y cada uno de los actores que rodean el Via Crucis. El Verbo Encarnado va a morir ajusticiado, se acerca la hora en que la víctima inocente cargará a sus espaldas con todo el mal del mundo, absolutamente todo, para liberar a la humanidad.

Pero un grupo de actores destacan por su brutalidad, los soldados romanos encargados por Poncio Pilato de azotarle. Cumplen la orden recibida con deleite y crueldad extrema, pisotean la Sagrada Majestad de Cristo, Cristo Rey, vistiéndolo de púrpura y coronándolo de espinas, y humillan su Divinidad arrodillándose ante Él a modo de burla. No cabe una afrenta mayor. Jesucristo, antes aún de ser clavado a la Cruz, ya ha sido expoliado por completo de toda su esencia como Dios y como Hombre. Toda su dignidad le ha sido arrebatada por ese grupo de soldados al mando de un centurión de Roma.

Los soldados romanos habían visto morir a muchos crucificados. Todos morían casi del mismo modo, maldiciendo, blasfemando, insultando… De las cruces se escapaba el mal a borbotones.

Sin embargo aquella Cruz habría de ser radicalmente distinta, y aquellos soldados de Roma, con su centurión al frente serían, puesto que eran los más acostumbrados a participar en crucifixiones, los primeros en percibirlo.

De la Cruz de Cristo sólo surge el bien. Su crucifixión atrae al mal, lo atrapa y lo destruye.

El perdón que Nuestro Señor Jesucristo otorga de modo explicito, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, se ha de manifestar del modo más extraordinario que imaginar se pueda, a través precisamente de aquel centurión romano y sus soldados.

Cristo responde a su extrema crueldad haciéndoles el mayor regalo posible. Por su Divina Gracia, ya que no hay otro modo posible de obtener la salvación, aquel grupo de soldados se convertirán en los primeros cristianos auténticos de la historia. Y sin duda ninguna en los primeros en ser salvados por Nuestro Señor Jesucristo.

«¡Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios!». Son el centurión y sus soldados los que lo afirmarán públicamente al verle morir. Es la primera manifestación de la Fe Cristiana. Incluso San Pedro, que por revelación divina había sido el primero en reconocer a Jesús como “el Mesías, el Hijo de Dios Vivo”, había sucumbido durante la Pasión, negando al Señor entre blasfemias. No será él, ni San Juan, ni ninguno de los doce, los que recibirán en aquel instante supremo el don gratuito de la Fe que nos salva. Este regalo magnífico está reservado sólo para sus verdugos.

Si alguno alberga aún alguna duda sobre la posibilidad de ser perdonado por Dios, haya hecho lo que haya hecho, que la aparte definitivamente y se acerque al confesionario lleno de confianza.

Si alguien considera que existen hombres cuyas obras no pueden ser perdonadas: asesinos, violadores, criminales de la peor calaña… que abandone de inmediato semejante herejía.

La capacidad de perdón de Dios es infinita.

¡Victoria! ¡Tú reinarás! ¡Oh Cruz, tú nos salvarás!

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