El “hombre moderno” acostumbra a deprimirse en otoño, cuando de nuevo se enfrenta a su anodina y miserable existencia tras pasar el verano holgazaneando.
A mí, que no soy moderno en absoluto, me encanta el otoño.
Pasear sin prisas por los campos castellanos, recoger con los niños algunas ciruelas de ese árbol que nadie plantó, llenarse de espinas las manos y la ropa buscando moras para hacer mermelada, buscar setas, la vendimia…, y terminar el día disfrutando un buen vino mientras algo de cerdo o cordero se asa al fuego de las gavillas de sarmientos.
Tal vez porque acostumbro a hacer todo esto en tierras sorianas, me vienen a la memoria versos de Bécquer…
¡Qué hermoso es ver el día
coronado de fuego levantarse
y a su beso de lumbre
brillar las olas y encenderse el aire!
¡Qué hermoso es, tras la lluvia
del triste otoño en la azulada tarde,
de las húmedas flores
el perfume aspirar hasta saciarse!
¡Qué hermoso es cuando en copos
la blanca nieve silenciosa cae,
de las inquietas llamas
ver las rojizas lenguas agitarse!
¡Qué hermoso es cuando hay sueño
dormir bien... y roncar como un sochantre...
Y comer... y engordar... y qué desgracia
que esto sólo no baste!
Ser tradicional también significa seguir viviendo al ritmo natural, al ritmo que marcan las estaciones, en contacto con la tierra, sin que esto tenga nada que ver con un falso ecologismo moderno o las absurdas reivindicaciones neopaganas.
Y por supuesto, el ritmo de las estaciones va íntimamente unido en nuestra Sagrada Tradición al del año litúrgico.
Uno de los muchos momentos que Dios Nuestro Señor me ha regalado este pasado fin de semana que me ha hecho ponerme tan poético, ha sido escuchar, en la iglesia del convento carmelita donde acudimos a misa este XXVI domingo del tiempo ordinario, la hermosísima parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro.
No me resisto a traer aquí el comentario que sobre este pasaje del Evangelio (Lc 16,19-31) escribió San Juan Crisóstomo, doctor de la Iglesia, (hacia 345-407), presbítero en Antioquia y después obispo de Constantinopla.
Reconocer a Cristo pobre
¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemplas desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que ha dicho: «Esto es mi cuerpo» (Mt 26,26), y con su palabra llevó a que fuera real lo que decía, afirmó también: «Tuve hambre y no me disteis de comer» y también «Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mi en persona lo dejasteis de hacer» (Mt 25, 42.45). Aquí el cuerpo de Cristo no necesita vestidos, sino almas puras; allí hay necesidad de mucha solicitud... Dios no tiene necesidad de vasos de oro sino de almas semejantes al oro.
No os digo esto con el fin de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos, pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de ellos, debe pensarse en la caridad para con los pobres... ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? (Mt 10,42)... Piensa, pues, que esto es lo que haces con Cristo, cuando lo contemplas errante, peregrino y sin techo y, sin recibirlo, te dedicas a adornar el pavimento, las paredes y las columnas del templo; con cadenas de plata sujetas lámparas, y te niegas a visitarlo cuando él está encadenado en la cárcel. Con esto que te digo no pretendo impedirte hacer tales generosidades, sino que te exhorto a acompañar o mejor preceder esos actos por actos a favor de tu hermano... Por tanto, al adornar el templo, procura no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro.
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