Acabo de terminar de poner el nombre en la portada de los libros de texto de mis hijos. Mientras lo hacía, no he podido resistir la tentación de fijarme en los títulos, hojear alguno…
Realmente todo empezó ayer por la tarde, cuando fui a comprarlos, o mejor dicho unos días antes, cuando recibí una atenta carta de la “presidenta de la comunidad de Madrid”, absurdo nombre oficial de la provincia que albergó en tiempos la corte de los monarcas de las Españas, y que siempre, que yo sepa, formó parte del territorio del Reino de Castilla.
En la carta en cuestión, la mencionada “presidenta” se mostraba muy compungida por el esfuerzo económico que nos supone a las familias numerosas el inicio del curso escolar. Para remediarlo había decidido concederme graciosamente unas becas para adquirir los libros de texto.
Leer la carta me resultó doblemente absurdo. En primer lugar, si a alguien le preocupase de verdad el gasto innecesario que supone el que todos los alumnos tengan que adquirir cada año libros nuevos para tirarlos literalmente a la basura al finalizar el curso, hace años que se habría impuesto el sistema que, por ejemplo, se utiliza en Francia, donde cada niño recibe gratuitamente los libros al empezar el curso y está obligado a devolverlos al acabar, en correcto estado de conservación. Cada libro debe durar una media de cinco años, tras los cuales se reemplaza con cargo al estado.
De este modo, además, se acostumbra a los alumnos a tratar correctamente los libros. Por no hablar del dispendio en papel, los árboles del Amazonas, el cambio climático y todas esas cosas de las que se les llena la boca a los políticos cuando les conviene y que, al parecer, en este caso no tienen mayor importancia.
Pero claro, entonces se reducirían a menos de la quinta parte los pingües beneficios de las editoriales.
El segundo absurdo consistió sencillamente en que la cantidad concedida como beca, que corresponde aproximadamente a un tercio del precio de los libros, viene a ser, euro arriba euro abajo, la ayuda familiar que el estado francés concede a cada familia, sin necesidad de solicitarlo, mensualmente.
Pero, como he dicho al inicio, además se me ha ocurrido echar un vistazo somero a los libros.
Aparte de estupideces supinas como el “Atlas histórico geográfico de la Comunidad de Madrid”, que me ha hecho recordar el viejo chiste del vasco que entra en una librería y pide un mapamundi de Bilbao, y de comprobar como los libros de texto españoles son cada vez más ñoños y simplones, otras cuestiones me causaron alguna preocupación más seria.
Por no extenderme, únicamente mencionaré algunas de las más llamativas.
Por lo visto un chaval de diez años no es capaz de leer el Quijote tal y como lo escribió Cervantes, y la versión que he tenido que comprar empieza literalmente así: “En una aldea de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía – no hace mucho tiempo – un hidalgo de mediana edad. Tendría unos cincuenta años. Era delgado, sus piernas eran largas y flacas, y su cara seca. Le gustaba madrugar e ir de caza”. Ni lanza en astillero, ni adarga antigua, ni rocín flaco y sin mención alguna al galgo corredor.
El libro titulado “Pequeña historia de España” es sencillamente una acumulación de inexactitudes, tergiversaciones y manipulaciones ideológicas, desde la prehistoria hasta la actualidad. Por supuesto los carlistas son “fanáticos absolutistas que decían luchar por Dios y por el Rey”. De los capítulos que van del siglo XIX a nuestros días mejor no hablar.
Para terminar, como no, haré mención a la tan traída y llevada “educación para la ciudadanía”. En resumen diré que en mi opinión, al menos en el libro de quinto de primaria, lo más peligroso no tiene nada que ver con la iniciación al sexo, la homosexualidad o sandeces por el estilo, que no me ha parecido ver. Como suele decirse, el diablo se esconde en los detalles.
Dentro de la moralina edulcorada que rezuma todo el texto, no apto para diabéticos, se encuentran perlas como “los seres humanos han descubierto que la democracia es la mejor manera de organizar el gobierno de un país”, “la democracia es un sistema político que reconoce la igualdad de todos los ciudadanos y su participación en el poder político”, o una crítica furibunda a la sociedad tradicional en la que “injustamente” las mujeres “sólo debían ocuparse de las labores de la casa y de cuidar de los hijos”.
Por lo visto es mucho mejor que padres y madres se vean obligados a obtener un salario trabajando mañana, tarde y noche lejos del hogar, para poder hacer frente a los intereses usureros de la hipoteca sobre un piso ridículamente diminuto, mientras los hijos se crían en soledad.
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