lundi 5 décembre 2011

La desamortización de Mendizábal


(Un breve fragmento, por si alguno no sabe qué libro pedir como regalo de Navidad)

“La revolución triunfante ha levantado una estatua a Mendizábal sobre el solar de un convento arrasado y cuyos moradores fueron pasados a hierro. Aquella estatua, que, sin ser de todo punto mala, provoca, envuelta en su luenga capa (parodia de toga romana), el efecto de lo grotesco, es el símbolo del progresismo español y es a la vez tributo de justísimo agradecimiento revolucionario. Todo ha andado a una: el arte, el héroe y los que erigieron el simulacro. Y con todo, la revolución ha acertado, gracias a ese misterioso instinto que todas las revoluciones tienen, en perpetuar, fundiendo un bronce, la memoria y la efigie del más eminente de los revolucionarios, del único que dejó obra vividera, del hombre inculto y sin letras que consolidó la nueva idea y creó un país y un estado social nuevos, no con declamaciones ni ditirambos, sino halagando los más bajos instintos y codicia de nuestra pecadora naturaleza, comprando defensores al trono de la reina por el fácil camino de infamarlos antes para que el precio de su afrenta fuera garantía y fianza segura de su adhesión a las nuevas instituciones; creando por fin, con los participantes del saqueo, clases conservadoras y elementos de orden; orden algo semejante al que establece en un campo de bandidos, donde cada cual atiende a guardar su parte de la presa y defenderla de las asechanzas del vecino. Golpe singular de audacia y de fortuna, aunque no nuevo y sin precedente en el mundo, fue aquel de la desamortización. Hasta entonces, nada más impopular, más incomprensible ni más sin sentido en España que los entusiasmos revolucionarios. Diez años había durado, con ser pésimo a toda luz, el Gobierno de Fernando VII, y no diez, sino cincuenta, hubiera durado otro igual o peor si a Mendizábal no se le ocurre el proyecto de aquella universal liquidación. Todo lo anterior era retórica infantil, simple ejercicio de colegio o de logia; y conviene decirlo muy claro: la revolución en España no tiene base doctrinal ni filosófica, ni se apoya en más puntales que el de un enorme despojo y un contrato infamante de compra venta de conciencias. El mercader que las compró, y no por altas teorías, sino por salir, a modo de arbitrista vulgar, del apuro del momento, es el creador de la España nueva, que salió de sus manos amasada con barro de ignominia. ¡Bien se la conoce el pecado capital de su nacimiento! 
Quédese para mozalbetes intonsos que hacen sus primeras armas en el Ateneo hablar de la eficacia de los nuevos ideales y del poder incontrastable de los derechos de la humanidad como causas decisivas del triunfo de nuestra revolución. Sunt verba et voces, praetereaque nihil. ¡Candor insigne creer que a los pueblos se les saca de su paso con prosopopeyas sesquipedales! Las revoluciones se dirigen siempre a la parte inferior de la naturaleza humana, a la parte de bestia, más o menos refinada o maleada por la civilización, que yace en el fondo de todo individuo. Cualquier ideal triunfa y se arraiga si andan de por medio el interés y la concupiscencia, grandes factores en filosofía de la historia. Por eso el liberalismo del año 35, más experto que el de 1812, y aleccionado por el escarmiento de 1823, no se entretuvo en decir al propietario rústico ni al urbano: «Eres libre, autónomo, señor de ti y de tu suerte, ilegislable, soberano, como cuando en las primitivas edades del mundo andabas errante con tus hermanos por la selva y cuando te congregaste con ellos para pactar el contrato social»; sino que se fue derecho a herir otra fibra que nunca deja de responder cuando diestramente se la toca y dijo al ciudadano: «Ese monte que ves hoy de los frailes, mañana será tuyo, y esos pinos y esos robles caerán al golpe de tu hacha, y cuanto ves de río a río, mieses, viñedos y olivares, te rendirá el trigo para henchir tus trojes y el mosto que pisarás en tus lagares. Yo te venderé, y, si no quieres comprarle, te regalaré ese suntuoso monasterio, cuyas paredes asombran tu casa, y tuyo será hasta el oro de los cálices, y la seda de las casullas y el bronce de las campanas.»

¡Y esta filosofía sí que la entendieron! ¡Y este ideal sí que hizo prosélitos! Y, comenzada aquella irrisoria venta, que, lo repito, no fue de los bienes de los frailes, sino de las conciencias de los laicos, surgió como por encanto el gran partido liberal español, lidiador en la guerra de los siete años con todo el desesperado esfuerzo que nace del ansia de conservar lo que inicuamente se detenta. Después fue el imaginar teorías pomposas que matasen el gusanillo de a conciencia, el decirse filósofos y librepensadores los que jamás habían podido pensar dos minutos seguidos a las derechas; el huir de la iglesia y de los sacramentos por miedo a las restituciones y el acallar con torpe indiferentismo las voces de la conciencia cuando decía un poco alto que no deja de haber Dios en el cielo porque al pecador no le convenga. Nada ha influido tanto en la decadencia religiosa de España, nada ha aumentado tanto esas legiones de escépticos ignaros, único peligro serio para el espíritu moral de nuestro pueblo, como ese inmenso latrocinio (¿por qué no aplicarle la misma palabra que aplicó San Agustín a las monarquías de que está ausente la justicia?) que se llama desamortización y el infame vínculo de solidaridad que ella establece…”

H I S T O R I A
D E L O S
H E T E R O D O X O S
E S P A Ñ O L E S

por el doctor
Don Marcelino Menéndez Pelayo
Catedrático de Literatura española
en la Universidad de Madrid

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