Es la pregunta que me hago desde hace tiempo y que, formulada de un modo parecido, me hizo mi hijo mayor ayer mismo.
Estábamos hablando de lo divino y de lo humano, como solemos hacer después de cenar, y acabamos hablando sobre cómo algunos grupos intentan manipular las palabras y actos del nuevo Papa, y de cómo se tratan de ocultar hechos que desautorizan estas tergiversaciones interesadas, en concreto la Adoración Eucarística universal del pasado domingo, con la que queda meridianamente clara la posición, por otro lado tradicional y eterna, de la Santa Madre Iglesia a este respecto.
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Y fue aquí donde mi hijo, refiriéndose no sólo a este asunto, sino también a muchas otras características tradicionales y esenciales del ser español, vino a decirme que en su experiencia, de acuerdo a lo que yo consideraba que significa ser español, el no conocía a otro español más que a mí mismo.
Por supuesto contesté que estaba convencido de que sigue habiendo muchísimos españoles como Dios manda. Adormecidos, acobardados, acomodados a la situación actual… pero susceptibles de despertar.
El problema está sin duda en la educación, en la transmisión de nuestros valores, de nuestra historia, de nuestra tradición. Corremos un grave peligro de dejar a las siguientes generaciones de españoles sin raíces. Y el tiempo apremia.
Esta generación ha renunciado a su misión de transmitir lo recibido, en un acto terrible de traición a la Patria, dejando en manos de los oscuros intereses asociados al poder, la sagrada tarea de educar a sus hijos. No es preciso dar detalles, todos los conocemos, tergiversaciones de la historia, interpretaciones materialistas de todos los asuntos, y en definitiva un relativismo destructor que imposibilita el conocimiento de la verdad, ya que niega su existencia.
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El pueblo que describía Menéndez Pelayo no ha podido desaparecer, me niego a aceptarlo, ¡me niego!
«Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe o más bien regocijándose de ella.
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Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime, sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social.
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Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos.
Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos que combaten por nosotros. »
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Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceylán y las perlas que adornaban la cuna del Sol y el tálamo de la Aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
¡Dichosa edad aquella de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era, o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas, o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible. La fe de aquellos hombres que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso, en los arcanos de Dios, les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
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