Santo Tomás de Aquino
Suma teológica - Parte II-IIae - Cuestión 40
¿Es siempre pecado guerrear?
Tres cosas se requieren para que sea justa una guerra. Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra. No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la república ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo que la defienden lícitamente con la espada material contra los perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las palabras del Apóstol: No en vano lleva la espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal (Rom 13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los príncipes: Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos del pecador (Sal 81,41), y San Agustín, por su parte, en el libro Contra Faust. enseña: El orden natural, acomodado a la paz de los mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la guerra pertenezca al príncipe.
Se requiere, en segundo lugar, causa justa. Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. Por eso escribe también San Agustín en el libro Quaest.: Suelen llamarse guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado.
Se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal. Por eso escribe igualmente San Agustín en el libro De verbis Dom.: Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos. Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención. San Agustín escribe en el libro Contra Faust.: En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras.
Según San Agustín en el libro II Contra Manich., quien empuña la espada sin autoridad superior o legítima que lo mande o lo conceda, lo hace para derramar sangre. Mas el que con la autoridad del príncipe, o del juez, si es persona privada, o por celo de justicia, como por autoridad de Dios, si es persona pública, hace uso de la espada, no la empuña él mismo, sino que se sirven de la que otro le ha confiado. Por eso no incurre en castigo. Tampoco quienes blanden la espada con pecado mueren siempre a espada. Mas siempre perecen por su espada propia, porque por el pecado que cometen empuñando la espada incurren en pena eterna si no se arrepienten.
Este tipo de mandamientos, como dice San Agustín en el libro De Serm. Dom. in Monte, han de ser observados siempre con el ánimo preparado, es decir, el hombre debe estar siempre dispuesto a no resistir, o a no defenderse si no hay necesidad. A veces, sin embargo, hay que obrar de manera distinta por el bien común o también por el de aquellos con quienes se combate. Por eso, en Epist. ad Marcellinum, escribe San Agustín: Hay que hacer muchas cosas incluso con quienes se resisten, a efectos de doblegarles con cierta benigna aspereza. Pues quien se ve despojado de su inicua licencia, sufre un útil descalabro, ya que nada hay tan infeliz como la felicidad del pecador, con la que se nutre la impunidad penal; y la mala voluntad, como enemigo interior, se hace fuerte.
También quienes hacen la guerra justa intentan la paz. Por eso no contrarían a la paz, sino a la mala, la cual no vino el Señor a traer a la tierra (Mt 10,34). De ahí que San Agustín escriba en Ad Bonifacium: No se busca la paz para mover la guerra, sino que se infiere la guerra para conseguir la paz. Sé, pues, pacífico combatiendo, para que con la victoria aportes la utilidad de la paz a quienes combates.
Los ejercicios militares no están del todo prohibidos, sino los desordenados y peligrosos, que dan lugar a muertes y pillajes. Entre los antiguos tales prácticas no implicaban esos peligros, y por eso se les llamaba simulacros de armas, o contiendas incruentas, como conocemos por San Jerónimo en una de sus cartas.
¿Es lícito usar de estratagemas en las guerras?
La finalidad de la estratagema es engañar al enemigo. Pues bien, hay dos modos de engañar: con palabras o con obras. Primero, diciendo falsedad o no cumpliendo lo prometido. De este modo nadie debe engañar al enemigo. En efecto, hay derechos de guerra y pactos que deben cumplirse, incluso entre enemigos, como afirma San Ambrosio en el libro De Officiis.
Pero hay otro modo de engañar con palabras o con obras; consiste en no dar a conocer nuestro propósito o nuestra intención. Esto no tenemos obligación de hacerlo, ya que, incluso en la doctrina sagrada, hay muchas cosas que es necesario ocultar, sobre todo a los infieles, para que no se burlen, siguiendo lo que leemos en la Escritura: No echéis lo santo a los perros (Mt 7,6). Luego con mayor razón deben quedar ocultos al enemigo los planes preparados para combatirle. De ahí que, entre las instrucciones militares, ocupa el primer lugar ocultar los planes, a efectos de impedir que lleguen al enemigo, como puede leerse en Frontino. Este tipo de ocultación pertenece a la categoría de estratagemas que es lícito practicar en guerra justa, y que, hablando con propiedad, no se oponen a la justicia ni a la voluntad ordenada. Sería, en realidad, muestra de voluntad desordenada la de quien pretendiera que nada le ocultaran los demás.
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