Una
revisión de las tendencias políticas actuantes
Miguel
Ayuso
La
historiografía liberal fue la primera en apoderarse del 2 de mayo, en el cuadro
de la llamada (no de modo totalmente inocuo) “guerra de la Independencia”. Don
Federico Suárez Verdeguer realizó en los últimos años cuarenta y primeros
cincuenta una profunda revisión de la historia contemporánea española que resulta
oportuno recordar aquí.
La interpretación dominante de la crisis política del
antiguo régimen y los balbuceos del régimen liberal, esto es, el período que se
extiende entre 1800 y 1840, hasta entonces había venido tocada por la
limitación sectaria de las fuentes, excluidas las no liberales, y por la
repetición acrítica de las mismas. Siendo grave la primera de las deficiencias,
la más nociva con todo era la segunda. Pues hubiera bastado la reflexión
problemática a partir de las fuentes de parte comúnmente utilizadas para que
hubieran emergido netas las contradicciones, en suma, las falsedades.
Frente a
la presentación corriente de un realismo (luego convertido en carlismo)
sinónimo de absolutismo, conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno,
y un liberalismo identificado con todos los bienes, sin sombra alguna de mal,
el sabio historiador descubrió por el contrario la existencia de tres
actitudes, descritas inicialmente como conservadora, innovadora y renovadora.
Tales
etiquetas por el momento no responden tanto a los nombres con que son conocidas
en los manuales de historia, sino más bien a una percepción de las tendencias
fluidas que se encontraban en la sociedad española. Veámoslo un poco más por
menudo.
En
primer lugar puede aislarse un grupo humano de acuerdo conscientemente con la
gobernación borbónica de finales del XVIII. Grupo reducido, pero selecto,
integrado en buena parte por el alto clero y la nobleza cortesana, ha sido
ganado por los ideales de la Ilustración. Regalistas en materia religiosa,
centralistas en cuanto a la política territorial, indiferentes a las (decadentes)
instituciones representativas tradicionales, que ven como una rémora
o un residuo del pasado caduco. Cuando decimos conservador, pues, estamos
diciéndolo en el sentido de conservación de un antiguo régimen ahormado por un
absolutismo monárquico devenido en despotismo ilustrado.
Las
otras dos actitudes, por contra, se presentan inicialmente acomunadas por las
ansias de reforma, pero ahí terminan sus semejanzas, abriéndose en cambio las
radicales diferencias.
Porque el reformismo sólo implica un deseo de cambio,
que puede encaminarse hacia senderos no sólo diversos sino aún divergentes. Eso
es lo que ocurrió. Pues la denominada innovadora buscó la salida a la evidente
crisis en la cancelación de la situación presente a comienzos de siglo, sí, pero
también en la de la tradición española de la que ésta era desleída heredera.
Grupo igualmente reducido, sus fuentes probablemente no eran tan distantes de
las del grupo precedente, pero se iban a encaminar más resueltamente a atajar
la coyuntura. En tal sentido, eran igualmente regalistas (cuando no
directamente anticristianos) y centralistas, y en cuanto a la representación
postulaban una representación nacional diferente radicalmente de la estamental
hasta entonces vigente, aunque (como ha quedado dicho) decadente. Son los que
podríamos apodar de liberales.
La actitud renovadora, por su parte, no dejaba de ser leal al Rey, aunque coexistiendo con una difusa crítica a su gobierno.
Católicos sinceros, amantes de los fueros y libertades locales y ligados a las
instituciones tradicionales en que se basaba la vieja representación, puede
decirse que la mayor parte de la población, con mayor o menor conciencia y
vigor, pero en todo caso, engrosaba este grupo, que fue conocido como realista y
que fue el que concluyó en el carlismo.
La
anterior presentación, por escueta que haya sido, rompe la bipolaridad
absolutismo (al que se adscribe al carlismo) y liberalismo, cargado éste con
todas las valencias positivas mientras que se atribuyen a aquél todas las
negativas.
Para
empezar muestra una mayor proximidad entre absolutismo y liberalismo que la que
estamos acostumbrados a encontrar, así como distingue el realismo netamente de
los anteriores. Que entre absolutismo y liberalismo se da una íntima
continuidad no es ningún secreto desde que Tocqueville lo hubiera tematizado para
Francia. Desde un ángulo teorético está igualmente bien asentado que el esquema
de Locke o Rousseau, al que se acogen hasta el día de hoy todos los liberales
que en el mundo han sido, respectivamente en su versión inglesa o francesa, no
son en el fondo sino revisiones del de Hobbes, padre de la ciencia política moderna
y forjador del Leviatán del Estado moderno, nacido con las monarquías
absolutas.
Pero es que en la historia hallamos constatación de tales nexos.
Ciñéndonos tan sólo a la de España, en el período crucial de la guerra contra
Napoleón, en primer lugar, es de observar la naturaleza religiosa y patriótica
(en sentido tradicional) que la anima, inscribible por lo mismo en el seno espiritual
del “realismo”, mientras que liberales y absolutistas o son “afrancesados” o
(como escribiera Menéndez Pelayo) sólo por una “loable inconsecuencia” dejaron
de afrancesarse.
Pero sobre todo, en segundo término, es en la llamada
significativamente por los liberales “década ominosa” cuando encontramos una
evidencia aún más contundente: pues mientras en apariencia los liberales están
siendo perseguidos, los absolutistas están sentando las bases del régimen
liberal, a comenzar por la reforma administrativa, militar y hacendística, pero
sobre todo con el golpe de estado legislativo que abrió la sucesión femenina,
instrumental a la instauración del nuevo régimen. Por algo puede haberse dicho
que éste debe más a la “década ominosa” que al “trienio liberal”, esto es a un
período considerado absolutista que a otro que encarna el liberalismo más
extremo.
Para
seguir con la singularidad de un realismo, eminentemente popular y al inicio
principalmente espontáneo y no formalizado, pero que pronto hallamos cuajado
doctrinalmente en el “Manifiesto de los persas”, de 1814, contrafigura de la Constitución
doceañista, y movilizado militarmente en 1820, contra el trienio, en lo que
Rafael Gambra llamó “la primera guerra civil de España”, para postular
decididamente a Don Carlos contra Fernando VII a partir del “Manifiesto de la
federación de realistas puros” en 1827 (en plena “década ominosa”, nueva
anomalía carente de sentido en la lectura heredada) y terminar propiamente en
el carlismo en 1833 a la muerte del Rey Fernando, una vez intentada la
usurpación luego consumada.
Más allá de la falta de depuración de algunos
conceptos (la profundización de la teorización tradicionalista se ha ido
produciendo conforme iba debilitándose la vivencia), el tradicionalismo
político español está en pie con el lema “Dios, Patria, Rey”, que más adelante se
perfeccionaría en “Dios, Patria, Fueros, Rey”.
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire