La tradición católica ante la hegemonía liberal
Miguel Ayuso
Se ha escrito que, así como entre las civilizaciones históricas sólo algunas como la grecolatina o la judeocristiana se nos ofrecen con una transparencia intelectual y afectiva que nos permite compartir su anclaje eternal, otras por el contrario nos parecen opacas, misteriosas o ajenas. Los árabes de Egipto enseñan hoy las pirámides como algo que es ajeno a su propia cultura y comprensión, mientras que nosotros, en cambio, mostramos una vieja catedral o el Partenón con un fondo emocional de participación.
Pues bien, “el día en que nuestras catedrales –o la Acrópolis de Atenas– resulten para nosotros tan extrañas como las pirámides para los actuales pobladores de Egipto, se habrá extinguido en sus raíces nuestra civilización”. (1)
La incomprensión moderna o “extrañeza”, de origen liberal, hacia el fenómeno de la unidad religiosa signa indeleblemente la agonía de nuestro modo de ser y rubrica el fracaso de nuestro proyecto comunitario, en el sentido más restringido del término. (2)
Ahora bien, de las ruinas de esa civilización sólo ha surgido una disociación –“disociedad”– que, si sobrevive entre estertores y crisis, es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, e incluso de las ruinas de esas ruinas. (3)
El caso español es, en este punto, particularmente relevante por la pertinaz y secular resistencia a la secularización mudada ahora en acelerada adhesión. (4)
En el origen de este cambio se hallan implicados variados estratos teológicos, filosóficos culturales, sociales y políticos que, en su interacción, se han mostrado como especialmente disolventes: “No podría, pues, pensar que no hay relación entre los procesos políticos de los últimos años y la ruina de la fe católica entre los españoles. Afirmar esta conexión, que a mí me parece moralmente cierta, entre un proceso político y el proceso descristianizador, no me parece que pueda ser acusado de confusión de planos o de equivocada interpretación de lo que es en sí mismo perteneciente al Evangelio y a la vida cristiana. Precisamente porque aquel lenguaje profético del Magisterio ilumina, con luz sobre natural venida de Dios mismo, algo que resulta también patente a la experiencia social y al análisis filosófico de las corrientes e ideologías a las que atribuimos aquel intrínseco efecto descristianizador. Lo que el estudio y la docilidad al Magisterio pontificio ponen en claro, y dejan fuera de toda duda, es que los movimientos políticos y sociales que han caracterizado el curso de la humanidad contemporánea en los últimos siglos, no son sólo opciones de orden ideológico o de preferencia por tal o cual sistema de organización de la sociedad política o de la vida económica [...]. Son la puesta en práctica en la vida colectiva, en la vida de la sociedad y de la política, del inmanentismo antropocéntrico y antiteístico”. (5)
Tras haberse consumado la separación de la Iglesia y el Estado, con el refuerzo en modo alguno inocente de las propias jerarquías eclesiásticas, hoy se haya incoada la separación de la Iglesia y la sociedad. (6) Es, por tanto, nuestra época una suerte de contra-cristiandad en la que las ideas, costumbres e instituciones trabajan en contra de lo cristiano. En esta situación, la coyuntura empuja a muchos a salvar lo que se puede de un viejo navío naufragado. Mientras otros se esfuerzan por recordar que los despojos que van a la deriva pertenecieron a un buque cuyas dimensiones, características, etc., es dable conocer. Y todo debe hacerse. Pero lo que no se puede olvidar es que sin el acogimiento de una civilización coherente todos los restos que se salvan, de un lado, están mutilados, desnaturalizados, y –de otro– difícilmente pueden subsistir mucho tiempo en su separación. Así la clave no puede hallarse sino en la incesante restauración-instauración (¿cómo no recordar el memorable texto de San Pío X?) de la civilización cristiana, que además no podrá ser ajena –exigencias de la pietas– a la Cristiandad histórica. La sustitución del ideal de Cristiandad por el de una laicidad pretendidamente no laicista, según el paradigma del “americanismo”, no solamente quiebra la continuidad (por lo menos en el lenguaje) del magisterio político de la Iglesia, sino que se muestra peligrosamente equívoca y gravemente perturbadora, al poner a los católicos ante la contradicción de una democracia aceptada como cuadro único de la convivencia (en puridad coexistencia) humana, pero inaceptable como fundamento del gobierno. Democracia “real” con la que necesariamente ha de terminar chocando la Iglesia; aunque, al retorcer hechos y argumentos buscando el acomodamiento, no llegue a rearticularse el derecho público cristiano. (7)
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La autoridad ejercida con el espíritu del Corazón de Jesús
“De poco seguirían los medios de acción expuestos hasta aquí si no los secundase aquel resorte que mueve todas las sociedades humanas, que es la autoridad. Sin el auxilio y aun contra la voluntad de las autoridades humanas, fundó Cristo su Iglesia, y la propagó sin el concurso y ayuda de la ciencia y demás medios humanos. Pero esto fue un milagro, y no está Dios obligado a estar haciendo siempre milagros. Mas aun cuando quisiera renovar ahora los milagros de entonces en la reforma del pueblo cristiano, y convertir al mundo a despecho de las potestades de la tierra, no sería completa su victoria ni entera su dominación, quedando por conquistar estas potestades. Es pues necesario que todo poder se someta al poder de Dios. No nos limitamos aquí a la autoridad suprema de las naciones, pues hablamos de la autoridad en general. Comprendemos la que rige las familias, como la que gobierna las ciudades, la que preside una comunidad religiosa como la que impera en las sociedades civiles y políticas. En este sentido, es evidente que el concurso de la autoridad es necesario para el establecimiento del reino de Cristo en la tierra. En cualquier esfera que la autoridad se ejerza, alta o baja, noble o plebeya, religiosa o política, hay que tomar por norma el espíritu del Corazón de Jesús, para poder cumplir una misión tan difícil como esta, y superar los obstáculos que en nuestros días encuentra el que ha de regir a los hombres.”
Henri RAMIÈRE, S. J., L’apostolat du Sacré Coeur de Jésus, Tolosa, 1868. La traducción está tomada de la edición castellana de la segunda parte, Alianza de amor con el Corazón de Jesús, Bilbao, 1901, págs. 301 y sigs.
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(1) Rafael GAMBRA, “Razón humana y cultura histórica”, Verbo (Madrid) n. º 223-224 (1984), págs. 305 y sigs.
(2) IDEM, “Comunidad y coexistencia”, Verbo (Madrid) n. º 91-92 (1971), págs. 51 y sigs.
(3) Marcel DE CORTE, “De la société à la termitière para la dissociété”, L´Ordre Française (París) n. º 180 y 181 (1974), págs. 5 y sigs. y 4 y sigs. respectivamente. Cfr. también José Antonio ULLATE, “Algunas consideraciones para la acción política en disociedad”, Verbo (Madrid) n.º 487-488 (2010), págs. 643 y sigs.
(4) Miguel AYUSO, Las murallas de la Ciudad, Buenos Aires, 2001, págs. 149 y sigs.
(5) Francisco CANALS, “Reflexión y súplica ante nuestros pastores y maestros”, Cristiandad (Barcelona) n. º 670-672 (1987), págs. 37 y sigs.
(6) Thomas MOLNAR, The Church, Pilgrim of Centuries, Michigan, 1990.
(7) Miguel AYUSO, La constitución cristiana de los Estados, cit., págs. 11 y sigs.
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