Uno de los pequeños grandes tesoros que guardo en mi biblioteca es una edición de “La Mission Divine de la France” del marqués de la Franquerie, chambelán de varios papas, donde pueden leerse cosas como el capítulo que paso a traducir:
Tres grandes Santos de Francia participaron en la Conversión de Clovis: San Rémi, del que hablaremos más adelante, Santa Clotilde que, por su ejemplo, tuvo una gran influencia sobre su esposo el Rey, y la Patrona de Paris(*), amiga de la reina, Santa Geneviève, que 30 años antes había salvado la ciudad de las hordas de Atila (451) y que evitó la hambruna cuando, todavía bajo dominación romana, fue asediada por Clovis, cuya conversión ella misma preparaba desde el reinado de Childéric, sin éxito a pesar de su gran influencia, para atraer a este príncipe a la luz de la fe.
Santa Geneviève que quería reconstruir un templo magnífico en honor de San Denis.
Todas las piezas de la historia de Francia encajan perfectamente. Se diría que un enlace místico une a todos los enviados de Dios para su salvación milagrosa, San Denis, que estuvo tan cerca de la madre del Salvador, y Santa María Magdalena, inspiraron el culto mariano en la tierra de los francos, y la Santísima Virgen, en agradecimiento, ha mostrado su predilección hacia ellos con sus múltiples apariciones.
Santa Geneviève revivificó el culto a San Denis, Santa Juana de Arco, que Dios hizo nacer en Domrémi (literalmente la Casa de Rémi), renovó el pacto de Clovis y San Rémi, y depositó en homenaje sus armas en la abadía de San Denis… Como si cada uno de ellos hubiese querido dejar claro al pueblo francés, que eran tan sólo constructores de un mismo edificio, que no hacían si no continuar la obra de sus predecesores en la misión divina, y siempre por la voluntad del Todopoderoso.
A punto de sucumbir bajo las fuerzas enemigas en Tolbiac, Clovis invocó al Dios de Clotilde, Cristo, y le prometió convertirse al catolicismo si vencía. Y obtuvo una milagrosa victoria sobre los alamanes.
Es durante la exaltación de su sobrenatural victoria cuando dictó, en un alarde de fe y de reconocimiento, el magnífico decreto, vibrante de entusiasmo y de amor, que ofrece a Francia para siempre, mientras exista, al Reino de Jesucristo, exigiendo que fuera emplazado como ley constitucional del Reino de los Francos, la Ley Sálica, que completarían sus sucesores y que entre otras cosas dice:
“La nación de los Francos, ilustre, teniendo a Dios por fundador, fuerte en armas, firme en los tratados de paz, audaz, ágil y ruda en el combate, recién convertida a la fe católica y libre de herejía.
Estaba aún bajo unas creencias bárbaras.
Pero con la inspiración de Dios, buscó la llave de la ciencia, según la naturaleza de sus cualidades, deseando la justicia, guardando la piedad.
Entonces se dictó la Ley Sálica por los jefes de esta nación.
Ya que con la ayuda de Dios, Clodoveo el velloso, el bello, el ilustre Rey de los Francos, recibió el primero el bautismo católico, todo lo considerado no conveniente en este pacto fue corregido con claridad por los ilustres reyes Clodoveo, Childerico y Clotario.
Y así se redactó este decreto:
¡Viva Cristo que ama a los Francos!
¡Qué El guarde su Reino y llene a sus jefes con la luz de su gracia!
¡Qué El proteja los ejércitos!
¡Qué El les muestre los signos que atestigüen su fe, su gozo, la paz y la felicidad!
¡Qué Nuestro Señor Jesucristo conduzca por el camino de la piedad a sus gobernantes!
Por que esta nación es aquella que, pequeña en número, pero brava y fuerte, sacudió el pesado yugo de los romanos y, tras reconocer la santidad del bautismo, adorna los cuerpos de los santos mártires que Roma consumió con fuego, mutiló con hierro o hizo despedazar por las bestias…”
He aquí la primera Constitución de Francia, que reposa sobre el Evangelio.
Por eso Francia tuvo el honor de ser la primera nación que no fundó su civilización sobre verdades filosóficas o de carácter mágico o sobre falsas religiones, tampoco sobre verdades discutibles, si no sobre la Verdad total, integral, universal, sobre el catolicismo, que significa “la religión universal”.
Para construir el Reino, empleó la piedra angular de la Iglesia, el mismo Cristo.
Por ello, el verdadero universalismo francés es el del Evangelio, no el del Talmud o el libre pensamiento, no el de la sinagoga de Jerusalén o el templo de la rue Cadet en Paris (centro del francmasón Gran Oriente de Francia), o de la iglesia de Ginebra (calvinista).
¿Cómo brillará la llama de la Verdad Católica si falta su portador?
(*) A su muerte en 512, Santa Geneviève había sido inhumada, por orden de la reina Santa Clotilde, junto a los miembros de la familia real. Todos los soberanos franceses veneraron la memoria de la Patrona de Paris. Muchos enriquecieron y embellecieron su tumba. En 1757, Louis XV hizo construir, por Soufflot, una nueva basílica de planificación grandiosa, para reemplazar la vieja iglesia merovingia.
La revolución, (esa empresa satánica según Pío IX), la hizo quemar públicamente y lanzó al Sena en noviembre de 1793 las reliquias de Santa Geneviève. Se envió el relicario a la Casa de la Moneda y un decreto de la Convención transformó la basílica en Panteón para “grandes hombres”, uno de los primeros en descansar en la iglesia profanada fue el mismo Marat.
El gobierno de la restauración devolvió la basílica al culto de Santa Geneviève y, en 1885, la tercera república volvió a transformarla en panteón en el que, junto a Voltaire y Rousseau, descansa Zola, el pornógrafo, el corazón de Gambetta, cómplice de Bismarck, y las cenizas de Jaurés, el mal francés.
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