mardi 1 juin 2010

La misión divina (I)

Ellos a lo suyo. No contentos con prohibir que los cadetes de la Academia de Infantería de Toledo rindan los honores reglamentarios al Santísimo Sacramento y negarles el derecho a desfilar con su bandera, el gobierno prohíbe también a La Legión que rinda honores a su Cristo de la Buena Muerte.

Es lo que pasa cuando olvidamos quiénes somos, de dónde venimos y, sobre todo, cuál es nuestra misión.

Así que nosotros a lo nuestro: ya he presentado alguna vez en esta bitácora mi convencimiento de que la Revolución Francesa fue organizada por los enemigos de la humanidad precisamente en el Reino de Francia, debido a la claridad con que los franceses percibían su misión divina. Misión que, por otra parte, era exactamente la misma de la Monarquía Hispánica, promover la Cristiandad y asegurar el triunfo del Reino de Cristo en el mundo.
El salmo “Non fecit taliter omni nationi” lo sentían dirigido a ellos personalmente.

La primacía que el Rey de Francia reclamaba no respondía al nacionalismo intransigente al que estamos acostumbrados hoy. Estaba fundado en el convencimiento de que el triunfo del Reino Universal de Cristo era la única garantía para la paz y la prosperidad universales, en la caridad y el amor en este mundo y la beatitud eterna para la que son creados los hombres.

La solemne declaración del Santo Padre, Gregorio IX a San Luis rey de Francia, estaba grabada a fuego en el corazón de los franceses: “Así, Dios escogió Francia antes de todas las naciones de la tierra para la protección de la Fe católica y la defensa de la libertad religiosa. Por este motivo, EL REINO DE FRANCIA ES EL REINO DE DIOS; LOS ENEMIGOS DE FRANCIA SON LOS ENEMIGOS DE CRISTO”.

Esta alianza eterna de Francia con Dios, hacía que los franceses se sintiesen sucesores del pueblo judío para cumplir en la era cristiana la misión que a ellos les fue encomendada bajo el Antiguo Testamento. “Gesta Dei per Francos”.

Hasta tal punto se identificaba ser católico con ser francés, que todos los católicos, ya fuesen españoles, ingleses o italianos, etc., eran designados con el nombre genérico de Francos.

La historia de Francia se interpretaba de este modo desde la más remota antigüedad, empezando por las palabras de Estrabón sobre la Galia: “Nadie puede dudar al contemplar esta obra de la providencia, que la disposición de este país es intencionada y no debida al azar.”

Sabían que la Misión Divina de Francia les haría siempre objeto de los asaltos furiosos del infierno, y sabían que precisamente por ello habían recibido del Altísimo el mejor protector, el primero de los Ángeles, el jefe de las milicias celestiales, el vencedor de Satán, San Miguel, que así se lo había asegurado a Santa Juana de Arco.

Que la Verónica de la Pasión de Cristo y el mismo Longinos, el de la lanza, fueran galos, de lo que nadie en Francia dudaba, que el evangelio llegase a la Galia con María Magdalena, Marta y Lázaro, que la misma Virgen Santísima escogiera suelo francés para enterrar a su madre Santa Ana, y que, según el Martiriologio Romano, el papa San Clemente enviase a San Dionisio, Saint Denys de l’Aéropage, convertido por San Pablo y acompañante de la Virgen en sus últimos momentos, para instalarse en Lutecia, donde moriría decapitado en la Colina de Marte, llamada después Mons Martyrum, es decir Montmartre, eran unos cuantos de los muchos signos divinos que mantenían a Francia, antes de que llegaran estos terribles tiempos de sangre y revolución, fiel a la misión encomendada.

Igual que Francia es la “fille ainée de l’Eglise” (hija mayor de la Iglesia), esta España que ahora le niega a Dios sus honores, fue también un día la defensora de la Cristiandad, la evangelizadora del nuevo mundo, tierra de María…

Por eso, por ejemplo, cuando Carlos I de España aceptó el trono imperial, no lo hizo para ganar nuevos reinos, “pues le sobran los heredados que son más y mejores que los de ningún rey; aceptó el Imperio para cumplir las muy trabajosas obligaciones que implica, para desviar los grandes males que amenazan la religión cristiana y acometer la empresa contra los infieles enemigos de la Santa Fe Católica, en la cual entiende, con la ayuda de Dios, emplear su real persona” arzobispo Pedro Ruiz de la Mota.

Por eso el cronista nos relata que el emperador Carlos V, tras la dieta de Worms: “Como descendiente de los cristianísimos Emperadores de la noble nación alemana, de los Reyes Católicos de España, de los archiduques de Austria y de los duques de Borgoña, se declaró resuelto a administrar su cargo de defensor de la Iglesia Católica, de la Fe Católica, y de los sagrados usos ordenamientos y costumbres, y a proceder contra Lutero por manifiesto hereje”.

Por eso el concilio de Trento fue una obra española, al convertirse Carlos I de España, Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico, en su paladín, sin otra pretensión que la de defender la ortodoxia en la Santa madre Iglesia y unir a todos los pueblos bajo el signo de la Cruz.

Sólo cuando hay una misión que cumplir se puede mirar al futuro.

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