Muchos de mis conocidos que han sido siempre partidarios de las doctrinas del “voto útil”, el “mal menor”, el “cambio desde dentro” y frivolidades por el estilo, empiezan a retornar a la defensa sin concesiones de sus más firmes e internas convicciones que, ahora, lamentan amargamente haber abandonado hace años. Los más recalcitrantes únicamente optan por callar cuando se trata el tema, con una estrategia muy distinta de la que empleaban no hace tanto tiempo.
Algunos argumentos, sobre todo de índole práctico, continúan apareciendo. Uno de los más importantes es el derecho de los padres a la elección, dentro de lo que cabe, del centro y el ideario para la educación de sus hijos.
Pesa mucho, y lo comprendo, el temor a la desaparición de los “centros concertados”, que en las actuales circunstancias económicas catastróficas, son la única posibilidad que muchos católicos tienen para mantener a sus hijos en instituciones de enseñanza, “lo más católicas posibles”.
Sin embargo, si uno se para a analizar con cierto detenimiento la situación los centros católicos que “disfrutan” de concierto económico estatal, e incluso en muchos centros católicos absolutamente privados, es fácil llegar a la conclusión de que la orientación católica deseada para los niños no está ni de lejos asegurada.
Yo, desde luego, aprovecho cualquier ocasión para razonar con mis hijos, que estudian en un colegio católico, sobre las enseñanzas que reciben en la escuela. Y no solamente en asignaturas demenciales como la “educación para la ciudadanía”, si no también en ciencias sociales o incluso, y sobre todo, en religión.
Por supuesto que la consigna es “pon en los exámenes lo que la profesora o el profesor quieren leer, y luego piensa por ti mismo”.
La conclusión directa es que la educación de los hijos, en el sentido más amplio del concepto, depende actualmente en un 150% de la familia. Si hace algunos años se podía confiar aproximadamente un 30% a la escuela, cuando en la escuela era común encontrar “maestros”, ahora que como mucho puede aspirarse a encontrar “profesores”, y normalmente ni eso, es preciso un 100% de esfuerzo educativo familiar, con 50% adicional para contrarrestar las deformaciones educativas sufridas en la escuela.
Por lo que respecta a la educación desde un punto de vista puramente académico, la situación es igualmente descorazonadora. Hoy en día, mi hogar y sobre todo mi biblioteca, no tan extensa como desearía por problemas económicos y de espacio, son el único refugio de cultura de que disponen mis hijos, aparte de lo que modestamente puedo compartir con ellos de mi heterodoxa y autodidacta formación, con el fundamento recibido de los Hermanos Maristas hace ya muchos años, cuando aún vestían hábito, combinaban una sólida formación científica y humanística con el estudio de las Sagradas Escrituras y la Santa Tradición de la Iglesia Católica, y todo ello, y no éste un asunto que deba considerarse baladí, en un colegio, en mi caso, sólo para varones.
Mis hermanas se educaron, también de un modo excelente a mi entender, en un colegio de Claretianas, exclusivamente femenino.
Dicho esto, cuestiones irrenunciables desde un punto de vista exclusivamente humano, como el crimen del aborto provocado, ya sea por la despenalización defendida por la “derecha” o su transformación en derecho promulgada por la “izquierda”, o ataques directos, no sólo a la concepción cristiana de la existencia, si no también a la propia defensa del individuo y la sociedad, como son la generalización y apología del divorcio, u otras apologías aberrantes como la homosexualidad o la promiscuidad sexual desde la misa infancia y adolescencia, hacen inevitable un radical cambio de actitud del “electorado” católico.
Cuestiones tan importantes como el modelo económico alienante que padecemos, palidecen en el contraste con los temas del párrafo anterior.
Es hora, sin duda y desde hace ya bastante tiempo, de despertar y actuar en consecuencia. Es hora de llamar a las cosas por su nombre. El aborto es un crimen abominable en todos los casos y la lucha contra su amparo por las leyes, si ha de denominarse de un modo positivo, se llama defensa de la vida de los niños desde su concepción, o de los seres humanos no-nacidos. La “defensa de la vida” formulada de un modo tan genérico no es lo suficientemente clara.
Aún hay, sin embargo, quien pone en duda o interpreta a su conveniencia declaraciones como la reciente de los obispos españoles. ¡Ya basta de tibiezas! No se puede ser católico y votar a un partido político que, no es que no defienda, es que ataca los principios básicos de la Religión Católica. Que cada cual escuche a su conciencia.
"Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón.»"
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