Llevaba tiempo, mucho tiempo, queriendo hablar de esto, de cómo siento yo la memoria de nuestra última guerra civil, la de 1936, y el debate en torno a la película sobre San Josemaría Escribá de Balaguer, sobre los “buenos” y a los “malos”, me parece la ocasión adecuada. No me resulta fácil, porque se trata de algo realmente muy íntimo y personal.
Parte de lo que sé sobre cómo vivió mi familia aquella guerra, lo he conocido por el testimonio directo de los pocos supervivientes, otra parte por documentos oficiales, diarios íntimos, testigos directos, etc. Y finalmente algunas piezas las he ido encontrando y encajando con un lento trabajo de investigación.
No es necesario decir que personalmente, mi posición frente a la política, como frente a todo en la vida, está basada en que me considero e intento ser hijo fiel de Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica y Romana. Creo que cualquier proyecto de construcción de una sociedad humana, una organización social, una fanilia, una nación, un estado… deben fundamentarse firmemente en las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo si pretende tener éxito y aproximarse, dentro de lo posible, a los ideales de Justicia y Verdad.
Efectivamente ningún bando o bandería política, en ningún conflicto o guerra, ha estado ni estará en total y exclusiva posesión de la verdad, la razón o la virtud, pero el establecimiento de la Fe Católica como centro y guía de la acción política, es garantía de encontrarse cuando menos en el bando correcto.
Algún hermano de mi abuelo paterno combatió en 1936 a favor de la II República, como militar de carrera y oficial de alta graduación. Otros lucharon desde posiciones políticas de extrema izquierda, y sólo Dios sabe cuál fue su reacción al enfrentarse a la barbarie de sus correligionarios, o a la suya propia.
Mi abuelo, que formaba desde siempre parte de la organización del requeté en su ciudad, defendió la Patria con su boina roja, su detente y su fusil, iglesia por iglesia, hasta la liberación de su parte de España, de su Reino, y posteriormente continuó la guerra en la Armada Nacional, que tenía como saben los historiadores, mucha necesidad de personal tras haber tenido que limpiar sus filas de los numerosos infiltrados izquierdistas.
Tras la victoria, decidió hacer carrera en la Armada, dónde permaneció hasta el retiro como marino. Políticamente, como carlista, y esto es algo que mi padre y yo mismo hemos vivido en primera persona, se consideró siempre en firme y clara, y yo diría que verdaderamente leal oposición al régimen del 18 de julio, siendo “javierista” y después “sixtino”. Personalmente, como único superviviente a la guerra de sus catorce hermanos, no acostumbraba a hablar con nadie al respecto. Murió con una edad avanzada, de modo que incluso mi esposa llegó a conocerle.
Su esposa, mi abuela, hija de un militar mutilado en la guerra de Cuba, oficial de infantería que al regresar de Cuba, supongo que cantando ¿no?, siguió sirviendo como capitán en la Guardia Civil (supongo que una pierna inútil no constituía entonces un problema para ocuparse de hacer respetar la ley y el orden en los campos de España), era también la más joven de catorce hermanas, por lo que su educación corrió a cargo de su hermana mayor. Esta hermana mayor se hizo monja, monja de verdad no solamente “religiosa”, antes de 1936, y en el primer año de guerra, murió a manos de las hordas rojas por su condición de monja, como mártir en defensa de la Fe Católica, tras haber visto incendiar y saquear sacrílegamente su convento, lo que fue para ella una tortura muy superior a su propio martirio.
Mi abuelo materno lucho en el bando nacional como médico de la Legión. En 1939 decidió permanecer en el ejército, y tras un breve periodo en una academia de formación y un destino en África, se alistó voluntario en la División Azul para seguir combatiendo hasta el último confín de la Tierra al enemigo que había vencido ya en su Patria, el comunismo, y para agradecer de obra al pueblo alemán su apoyo en las más difíciles horas en suelo patrio. Allí, como médico en primera línea de fuego, debió enfrentarse cara a cara con la realidad más terrible e inhumana de la guerra.
Las secuelas de tan terrible experiencia no le permitieron a su regreso alcanzar una edad muy avanzada, por lo que ni siquiera pudo llegar con vida a la boda de mis padres, y su testimonio me ha llegado a través de mi abuela, de su hoja de servicios y de su diario personal de guerra.
Por no extenderme con otros muchos testimonios e historias familiares, relataré únicamente como uno de los hermanos de mi abuela materna, tras combatir como falangista, y a causa de todo lo que vio, y supongo también de lo que se vio obligado a hacer, decidió en 1939 ingresar en un convento como cartujo, pasando algunos años después a ser Hermano de San Juan de Dios, dónde continuó hasta el fin de sus días dedicado a atender a los más desposeídos de nuestra sociedad y a sus estudios teológicos.
Mis encuentros con él durante sus visitas a casa, su sabiduría auténtica, su humildad absoluta, su entrega total y desinteresada a Dios y al prójimo, su imponente figura vestido con sus hábitos de religioso, así como su fondo casi imperceptible de amargura y resignación cristiana, fueron un regalo inestimable para mi formación.
Tengo muchas más historias, claro está, algunas tan terribles como la del cuñado de mi abuelo, el marido de su hermana, militar de carrera, que como oficial de Artillería había sufrido ya las dos disoluciones del Real Cuerpo (por negarse a aceptar los ascensos contrarios a la antiguedad en el servicio ¡qué gran ejemplo para el actual Ejército Español!), que pasó toda la guerra en cautividad, y que en una ocasión fue informado de su fusilamiento en la madrugada del día siguiente.
Era sencillamente su nombre y dos apellidos en una lista leída en voz alta a los presos por su carcelero, pero el cuñado de mi abuelo tenía un nombre de pila y dos apellidos españoles muy comunes, tanto que entre los cautivos había otra persona que se llamaba exactamente igual.
Ambos decidieron jugar a suertes sus destinos, y quiso la Providencia favorecer al marido de la hermana de mi abuelo, siendo el otro infortunado fiel a la palabra dada, y presentándose a la mañana siguiente a la llamada del pelotón de fusilamiento que acabó con su vida.
Sé que no debo sacar conclusiones absolutas de unos cuantos testimonios. Pero son los que constituyen mi auténtica memoria, la de mi familia, el verdadero núcleo de mi existencia como hombre.
Sé que se cometieron crímenes y desmanes en ambos bandos, pero sé también que entre los rojos, estos crímenes fueron la norma de actuación, la esencia misma de la estratégica bélica. Y que el odium fidei era el motor de su bárbaro combate.
Estoy convencido de que episodios aislados, por terribles que puedan resultar, no empañan el noble combate de los que defendieron la Patria vistiendo camisa azul bordada en rojo, por más que su ideario, con un fuerte trasfondo de herencia cristiana, estuviese demasiado transido de revolución.
Creo firmemente que la razón se encontraba del lado de una mayoría del heroico Ejército Español, insurrecto frente a sus gobernantes traidores a la Patria, y que la figura de Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios, que nos legó, además del más prolongado periodo de paz y prosperidad de los últimos siglos, la más excelente definición y ejemplo de disciplina al verse obligado a la clausura de su gran obra, la Academia General Militar, no podrá ser borrada de entre las páginas más gloriosas de nuestra historia patria, por más que sus enemigos y sus herederos traten de evitarlo.
Y estoy firmemente convencido de que los más nobles ideales, actuaciones y actitudes durante los trágicos años que van de 1936 a 1939 en nuestra amada Patria, se encontraron entre los defensores de la Tradición Legítima de las Españas, los carlistas, nuestros heroicos requetés, cuya memoria y espíritu no pueden morir, porque son el espíritu mismo de la única Patria común de todos los españoles, Católica, Apostólica y Romana.
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