Volvamos al punto inicial, a las palabras del Credo: Creo en Dios Padre todopoderoso, creador. Esta frase, con la que los cristianos profesan su fe en Dios desde hace unos 2.000 años, se remonta muy atrás en el tiempo. Da expresión a la transformación cristiana de la cotidiana confesión de fe de Israel, que suena así: “Escucha, Israel: Yahvé, tu Dios, es único”. Las primeras palabras del credo cristiano asumen el credo israelita, su experiencia de fe y su preocupación por Dios, que se convierten así en dimensión interna de la fe cristiana y sin ella ésta no tendría lugar. Junto a ella, vemos el carácter histórico de la religión y de la historia de la fe que se desarrolla mediante puntos de contacto, nunca en plena discontinuidad. La fe de Israel era algo nuevo comparada con la de los pueblos circunvecinos; pero no es algo caído del cielo; se realiza en la contraposición con la fe de los pueblos limítrofes, y en ella se unen, peleando, la elección y la interpretación, el contacto y la transformación.
La profesión fundamental: “Yahvé, tu Dios, es único”, que constituye el subsuelo de nuestro Credo, es originalmente una negación de todos los dioses circunvecinos. Es confesión en el pleno sentido de la palabra, es decir, no es la manifestación exterior de lo que yo pienso junto a lo que piensan otros, sino una decisión de la existencia. Como negación de los dioses significa negación de la divinización de los poderes políticos y negación del cósmico “muere y vivirás”. Podría afirmarse que el hambre, el amor y el poder son las potencias que mueven a la humanidad. Alargando esto se podría decir también que las tres formas fundamentales del politeísmo son la adoración del pan, del eros y la divinización del poder. Estas tres formas son erróneas por ser absolutización de lo que no es absoluto, y al mismo tiempo subyugación del hombre. Son errores en los que se presiente algo del poder que encierra el universo.
La confesión de Israel es, como ya hemos dicho, una acusación a la triple adoración, y con ello un gran acontecimiento en la historia de la liberación del hombre. Al acusar esta triple adoración, la profesión de fe de Israel es también una acusación a la multiplicidad de lo divino. Es, como veremos más adelante, la negación de la divinización de lo propio, esencial al politeísmo. Es también una negación de la seguridad en lo propio, una negación de la angustia que quiere mitigar lo fatídico, al venerarlo, y una afirmación del único Dios del cielo como poder que todo lo domina; es la valentía de entregarse al poder que domina el universo, sin menoscabar lo divino.
Este punto de partida, nacido de la fe de Israel, sigue sin cambios fundamentales en el Credo del cristianismo primitivo. El ingreso en la comunidad cristiana y la aceptación de su “símbolo” suponen una decisión de la existencia de graves consecuencias. Ya quien entra en ese Credo niega por este hecho las ideas que subyugan a su mundo: niega la adoración del poder político dominante en la que se fundamentaba el tardío imperio romano. Niega el placer, la angustia y las diversas creencias que hoy dominan el mundo. No se debe al azar el que el cristianismo pelease en el campo antes denunciado y que impugnase la forma fundamental de la vida pública de la antigüedad.
A mi modo de ver, hay que percatarse de todo esto para poder aceptar hoy día el Credo. A nosotros nos parece fanatismo excusable, por ser anticuado, aunque hoy día irrealizable, el que los cristianos con peligro de su vida se negasen a participar en el culto al emperador, incluso en sus formas más inocuas, como podía ser dar su nombre para que figurase en las listas de los oferentes. En casos semejantes distinguiríamos hoy día entre la ineludible lealtad cívica y el auténtico acto religioso, para encontrar una salida y al mismo tiempo para hacer justicia al hecho de que al hombre medio no se le puede exigir el heroísmo. Tal distinción quizá sea hoy posible en muchas ocasiones a raíz de la decisión que entonces se tomó. En todo caso es importante saber que la negación de entonces está muy lejos del fanatismo ciego, y que el mundo ha sufrido una transformación que sólo el dolor podía realizar. Estos hechos nos dicen que la fe no es juego de ideas, sino algo muy serio: se niega, y tiene que negarse, la absolutización del poder político y la adoración del poder de los poderosos, “derribó a lo potentados de sus tronos” (Lc 1,52); con ello ha disminuido de una vez para siempre el deseo de totalitarismo del poder político. La confesión de fe “hay un solo Dios”, precisamente porque no da expresión a miras políticas, anuncia un programa de importancia política trascendental: por el carácter absoluto que se le concede al hombre por parte de Dios, y por el relativismo al que la unidad de Dios lleva a las comunidades políticas, es el único cobijo seguro contra el poder del colectivismo y al mismo tiempo la supresión de todo pensamiento exclusivista de la humanidad.
INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO
Por Joseph Ratzinger
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