Anda Benedicto XVI por tierras croatas, en la Republika Hrvatska, y sus palabras en un territorio tan importante para la Cristiandad están teniendo un eco aún mayor de lo habitual, removiendo conciencias y convicciones en todo el abanico de las posiciones ideológicas actuales.
Es la palabra del Santo Padre lo verdaderamente importante en todos sus viajes o actividades, ni su figura, ni los asistentes… sólo la palabra, porque la Palabra es Dios.
Y no es extraño que estas palabras tan cargadas de significado para nuestro mundo de hoy se pronuncien precisamente en la visita del Sumo Pontífice a la nación de los croatas, a los que los cristianos debemos, aparte de la invención de la corbata, el que por su resistencia en la batalla de Szigetvár permitieran evitar que Viena cayese en las infieles manos otomanas, por lo que también en algún modo participaron en la invención del croissant, y que en la batalla de Sisak derrotasen a esos mismos turcos que amenazaban con inyectar en el corazón de la Europa cristiana, no existe otra, el veneno del islam.
Europa nunca les agradecerá lo suficiente estos hechos, como tampoco a España su liderazgo en Lepanto, pero hay pueblos que no buscan honores ni fama en el combate, hay pueblos que combaten, en la guerra y en la paz, por el Reino de Dios y su justicia.
El texto fundamental que Joseph Ratzinger nos deja para la reflexión es su discurso del 4 de junio, en el encuentro con personalidades de la sociedad civil, políticos, académicos, artistas, empresarios, diplomáticos y religiosos, en el Teatro Nacional Croata de Zagreb.
Antes de analizar los puntos fundamentales, es necesario leer el discurso completo, a fin de no caer en la tentación de sacar frases de contexto o rebuscar únicamente aquellas más proclives a unos planteamientos u otros.
El principal punto de escándalo para unos y otros es el relativo a la libertad de conciencia.
Benedicto XVI rechaza sin ambages la ofensiva que trata de relegar la religión al ámbito de lo privado, prohibiendo su intervención en ningún asunto público, político o social. Y lo rechaza sencillamente porque sabe que esta prohibición no es sino el primer paso hacia la prohibición total del Catolicismo, que es el único enemigo real del mal en este mundo, el único que dispone del arma definitiva capaz de derrotar a los enemigos de la humanidad, la Verdad. Y ellos, que lo saben, tratarán de impedir a toda costa su empleo.
No nos equivoquemos, no se trata de un enfrentamiento entre laicismo y religiones, ni entre ateos o creyentes, no. El verdadero rostro de la guerra son los ataques contra la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, defensora de la única religión verdadera, por parte de sus enemigos seculares, que lo son de la humanidad doliente.
Cada día asistimos a muestras claras del concepto de libertad que los gobiernos modernos tratan de imponer. Cuanto no apoye o contribuya a sus perversos fines, es radicalmente anatemizado. La moderna libertad consiste únicamente en revolcarse en el fango del pecado como puercos en su pocilga. Pero nosotros sabemos que la libertad no tiene nada que ver con eso, y lo sabemos porque Cristo mismo nos lo ha mostrado y Santo Tomás nos lo explicó con claridad meridiana.
Cegados en la noble lucha contra ese modernismo anticristiano, algunos buenos católicos también rechazan las palabras del Papa, considerando anatema que un Sumo Pontífice apele a libertad de conciencia.
Tratemos humildemente de arrojar algo de luz a la polémica.
Hace algún tiempo hablé de la tolerancia, como casi siempre basándome en el Doctor Angélico, en Santo Tomás.
Tolerar no significa poner la verdad en el mismo nivel que el error, ni mucho menos. Se tolera el mal, reconociéndolo como mal, como erróneo, sencillamente porque el verdadero y radicalmente transformador aporte de Cristo y el cristianismo a la historia de la humanidad, es el reconocimiento de la dignidad inviolable del hombre.
Porque el hombre es hijo de Dios, templo del Espíritu Santo, y poseedor de una dignidad inviolable, su libertad no puede ser negada ni atacada, aún en el error.
Por eso toleramos el mal, lo que no significa que lo aceptemos.
«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo», nos ha dicho Nuestro Señor Jesucristo antes de ascender a los Cielos.
Cristo habla de enseñar, no de obligar ni someter, como marca, por ejemplo, el islam a los fanáticos seguidores de Mahoma.
Por eso la libertad de conciencia es la primera condición necesaria para la conversión y el descubrimiento de la Verdad.
Sabemos que una razón sin elementos bastardos que la confundan, sólo puede llevarnos a Dios, al único Dios verdadero, Creador y Señor de todas las cosas, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Fue el propio Sir Francis Bacon, aquel que dijese que "quien no quiere pensar es un fanático, quien no puede pensar es un idiota y quien no osa pensar es un cobarde", el que afirmó que "poca ciencia aleja muchas veces de Dios, y mucha ciencia conduce siempre a él. "
Sólo defendiendo la libertad de conciencia podemos los cristianos cumplir el exigente mandato de Nuestro Señor Jesucristo, «id y haced discípulos de todos los pueblos», y así vencer al error y al pecado, con las poderosísimas armas que Dios nos da, Él que está siempre con nosotros «todos los días, hasta el fin del mundo.»
Muchas otras reflexiones surgen de la lectura pausada del discurso del Santo Padre, si Dios me da tiempo y me ilumina, en otro momento seguiré plasmando las mías con el teclado de mi ordenador.
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