Hace unos días, en el “caralibro”, a Andrés Úbeda se le ocurrió recordar a Blas de Lezo y Olavarrieta, conocido como “medio hombre” al haber perdido una pierna, un brazo y un ojo en combate, en su dilatada carrera de marino de guerra, que comenzó a los doce años en la armada francesa para combatir en nuestra Guerra de Sucesión, por supuesto en defensa de Felipe de Anjou, Felipe V de España.
Como es una de las figuras históricas que más gloria han dado a nuestra Patria, y cuya existencia desconocen de un modo absolutamente vergonzante la inmensa mayoría de los españoles, cada vez que se habla de él, me enervo sobremanera.
Blas de Lezo era una leyenda para los marinos ingleses, y el almirante Vernon, convencido de que su inmensa superioridad de medios le posibilitaría derrotarle en Cartagena de Indias, convirtiéndole en “El hombre que derrotó a Blas de Lezo”, el título más ansiado por los marinos ingleses de la época, antes de la batalla mandó acuñar unas monedas en las que se le representaba con Blas de Lezo arrodillado a sus piés, en recuerdo de la vistoria que consideraba asegurada.
Esas monedas son el símbolo de la vergüenza de Vernon y la armada británica, pues Don Blas de Lezo, en absoluta inferioridad de medios, les derrotó sin paliativos.
Otro día hablaremos, por ejemplo, del almirante Nelson y del cañón llamado “El Tigre”, que le arrancó con un disparo la pierna cuando el pérfido inglés trataba de conquistar Tenerife. Desde entonces ese noble cañón español es el símbolo de la libertad en Tenerife, y puede visitarse aún custodiado en perfecto estado.
Pero hoy, pensando en los cientos de héroes y militares españoles ilustres de todos los tiempos, me apetecía traer a la bitácora uno de los episodios más populares, las cuentas del Gran Capitán.
Por ponernos en situación, Fernando el Católico había firmado un tratado con Carlos VIII de Francia, en alianza contra los turcos, que aseguraba la no interferencia del uno y el otro en sus respectivas campañas, mientras no se tratase de enfrentarse al papado. Carlos VIII, que como monarca católico sentía la obligación de acudir a liberar los Santos Lugares, decide conquistar primero los territorios italianos para asegurarse una base de retaguardia sólida. Sin embargo comete el error de atacar el Reino de Nápoles, y a su rey Alfonso II de Nápoles, nieto de Alfonso V de Aragón. En ese momento Fernando el Católico deja de considerarse obligado por el tratado, al ser el Reino de Nápoles feudatario del Papa, y acude en defensa de su pariente.
Aquí empieza la legendaria campaña italiana de Don Gonzalo Fernández de Córdoba, y es tras su victoriosa finalización cuando el monarca católico, para cuyo entierro no se encontraron fondos suficientes a su fallecimiento, preocupado con el catastrófico estado de las finanzas del reino, y azuzado por envidiosos conspiradores, le pide al militar la contabilidad de la guerra.
"Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres para que rogaran a Dios por la prosperidad de las armas españolas. — Cien millones en picos, palas y azadones. — Cien mil ducados en pólvora y balas. —Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de los enemigos tendidos en el campo de batalla. —Ciento setenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas con el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo. — Cincuenta mil ducados en aguardiente para las tropas en días de combate. — Millón y medio de ídem para, mantener prisioneros y heridos. — Un millón en misas de gracias y Te Deum al Todopoderoso. —Tres millones de sufragios por los muertos. — Setecientos mil cuatrocientos noventa y cuatro ducados en espías. — Y cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el Rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino."
Éstas fueron las cuentas que envió al Rey Fernando el Católico aquel portentoso genio, asombro de Europa, honor de España, vencedor de Ceriñola, de Garellano y de tantos y tan memorables hechos, de armas, que elevaron el patrio nombre al más alto grado de poderío y de gloria, llamado Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido como el Gran Capitán por su excelencia en el arte de la guerra.
¡Cuánto tienen que aprender los generales de nuestras actuales fuerzas armadas españolas de cómo hay que tratar a los políticos que se inmiscuyen en asuntos de guerra!
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