Recuerdo que una vez mi madre, después de que mis hijos y yo le relatásemos brevemente uno de nuestros viajes, me preguntó cómo hacíamos para descubrir tantos lugares e historias interesantes de los que ella, que es aficionada a los libros y tiene una excelente educación, no había oído hablar nunca.
Ciertamente un viaje empieza mucho antes de salir de casa con el equipaje a cuestas. En el instante mismo en que la idea de visitar un lugar se pasa por nuestra cabeza, el viaje ya ha comenzado. Los preparativos materiales y espirituales se entrelazan; por una parte se empieza a pensar en el tiempo necesario, cuanto más mejor, en la estación del año más adecuada, el medio de transporte y el alojamiento, y todo el resto de detalles materiales, y al mismo tiempo se va repasando la historia del sitio, sus monumentos o lugares de interés, la literatura o incluso el cine...
Ciertas reglas se deben respetar siempre. No se trata, por ejemplo, de apuntar el viaje en nuestro haber como las muescas en el revólver de un vaquero de las viejas películas del oeste americano, no se puede visitar Roma o Paris en un día, y menos aun pretender «verlo todo».
Un viaje ha de ser ante todo placentero. Vale más emplear una hora en descansar tomando un café y charlando, que ir corriendo de un lado a otro para que nadie pueda decirnos a la vuelta que no hemos visto tal o cual rincón de la ciudad o del país, que él vio en cinco minutos o alguien le ha dicho que lo había hecho.
Muchas veces un buen libro nos muestra mucho más de un sitio de lo que podamos aprender en un viaje. De hecho en ocasiones podemos ahorrarnos el viaje simplemente leyendo.
Cuánta gente no habrá pasado por Baden-Baden sin reparar en la casa en la que Dostoievski, tras visitar el famoso casino, escribió "El jugador".
Cuánta gente no habrá pasado por Baden-Baden sin reparar en la casa en la que Dostoievski, tras visitar el famoso casino, escribió "El jugador".
Hay muchas otras recomendaciones y precauciones a la hora de viajar, como el abuso ridículo de las cámaras de fotos o video, la adaptación a los horarios, usos y costumbres locales o la dignidad en el atuendo. En definitiva es algo difícil de aprender que exige un gran espíritu crítico, virtud poco extendida en nuestros días.
Por supuesto, nunca me he alegrado más de haber estudiado y dominar más de tres idiomas civilizados, que a la hora de viajar.
Cuento todo esto para compartir aquí una curiosa experiencia viajera que me ha venido a la mente estos días charlando con amigos. Hace algunos años visité Bohemia con mi familia. Nos alojamos unos días en una casita de una aldea perdida en la campiña checa, y desde allí visitamos la región.
Varias tardes acabamos la jornada paseando por Praga, y en una de ellas decidí comprar una edición de “La metamorfosis” en una librería dedicada a Kafka en la plaza de la Ciudad Vieja. Aquella noche en el salón de la casa, con la chimenea encendida, volví a sentir ese escalofrío que la célebre obra de Kafka produce siempre en el lector apasionado. Ni que decir tiene que guardo ese librito como uno de mis tesoros más preciados, en un lugar de honor de mi biblioteca.
La cuestión es que la plaza donde compré el libro, está presidida por un grupo escultórico dedicado a Juan Hus, él que dio nombre a los Husitas y terminó sus días en la hoguera, a resultas del concilio de Constanza.
Mucho habíamos leído y hablado sobre los husitas bohemios, y de hecho una de nuestras visitas más interesantes fue a la ciudad de Tábor. No pretendo ahora contar estos episodios que se pueden consultar en los libros de historia. La cuestión es que no le habíamos dado mucha importancia a las circunstancias de la muerte Juan Hus.
Pasado algún tiempo, bastante tiempo, en otro viaje inolvidable, pasamos por Constanza, Konstanz para los alemanes. Atraídos por el lago que los alemanes llaman Bodensee, paseamos por sus orillas, visitamos la isla Mainau, la isla de las flores, y entre otras cosas, nos acercamos a las impresionantes cataratas del Rhin.
Paseando por el puerto de Constanza, nos llamó la atención la estatua giratoria, convertida en símbolo de la ciudad, que representa a una meretriz, cuestión sobre la que la estatua no deja duda alguna, sosteniendo en una mano a un príncipe y en la otra a un obispo. Al leer la inscripción del pedestal sentí la alegría del reencuentro con un viejo conocido, Honoré de Balzac.
La estatua representa a la protagonista de la obra “La bella Imperia”, incluida en la recopilación de cuentos de Balzac titulada “Les cent contes drolatiques”, que constituyeron un escándalo a su publicación en los años treinta del siglo XIX.
El cuento, que se lee en unos minutos, constituye una crítica feroz de la degeneración moral del clero en la época del Gran Cisma de Occidente, con tres papas simultáneos, entre ellos el famoso aragonés Pedro Martínez de Luna.
En este clima moral se decidió la muerte de Juan Hus, del que Juan Pablo II dijera el 17 de diciembre de 1999 “...siento el deber de expresar mi profunda pena por la cruel muerte infligida a Jan Hus y por la consiguiente herida, fuente de conflictos y divisiones, que se abrió de ese modo en la mente y en el corazón del pueblo bohemo...”
Hay quien cree ver una contradicción entre el Balzac que escribiera en el “avant-propos” de “La Comedia Humana”, que da nombre a mi bitácora, “...escribo para loar dos verdades eternas: la Religión y la Monarquía, dos necesidades que proclaman los acontecimientos contemporáneos y, hacia las cuales, todo escritor con sentido común debe intentar dirigir nuestro país...”, y el que redactó una critica tan terrible hacia el clero católico.
En mi opinión no hay contradicción alguna entre defender la fe y denunciar a los que la destruyen incluso desde dentro del seno de la Santa Madre Iglesia. Y me parece un tema de mucha actualidad.
PS: El siguiente articulito de mi humilde serie sobre “La Sainte Ampoule” estará terminado en breve, espero.
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