“El Vaticano II supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea. Produjo un movimiento de renovación que viene sencillamente del mismo Evangelio. Los frutos son enormes. Basta recordar la liturgia. El trabajo de reforma litúrgica hizo un servicio al pueblo, releyendo el Evangelio a partir de una situación histórica completa. Sí, hay líneas de continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la dinámica de lectura del Evangelio actualizada para hoy, propia del Concilio, es absolutamente irreversible. Luego están algunas cuestiones concretas, como la liturgia según el Vetus Ordo. Pienso que la decisión del papa Benedicto estuvo dictada por la prudencia, procurando ayudar a algunas personas que tienen esa sensibilidad particular. Lo que considero preocupante es el peligro de ideologización, de instrumentalización del Vetus Ordo”.
Lo siento, y me duele, pero no puedo estar de acuerdo con el Santo Padre. De hecho no podría estar más en desacuerdo.
Ya desde el principio de su pontificado me ha invadido una extraña de sensación de incomodidad e inquietud, un sentimiento de orfandad espiritual, que quise identificar simplemente con la nostalgia de estos años con un teólogo al frente de la nave de Pedro, y por eso traté de adaptarme a los cambios. Pero no puedo.
La condescendencia e incluso el explícito desprecio de los católicos, entre los que me incluyo, decididos a luchar contra viento y marea, contra el mundo, enemigo del alma junto al demonio y la carne, para defender, custodiar y trasmitir la tradición, el culto a Dios en espíritu y en verdad a través de la belleza de la liturgia, que es el centro de la vida cristiana, es una herida abierta en el corazón.
Que nuestro papa Francisco identifique el autoritarismo como propio de las “derechas”, me parece de una ignorancia y, cuando menos, de una falta de delicadeza preocupantes. Por lo visto las sanguinarias dictaduras marxistas del siglo XX, y el XXI, eran y son un ejemplo de democracia, diálogo y conciliación.
“… jamás he sido de derechas. Fue mi forma autoritaria de tomar decisiones la que me creó problemas”.
Y con todo, sus opiniones políticas, con sorprenderme, me dejan bastante frio. Soy ya demasiado mayor para escandalizarme por eso.
“No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar”.
Lo siento Santo Padre pero no, no podemos callar. Mientras un solo niño inocente sea descuartizado en el vientre de su propia madre, a la que los gobernantes y la sociedad animan y empujan a cometer semejante crimen salvaje y despiadado, no podemos permitirnos callar.
Y el único contexto válido es lo que San Pablo le escribe a Timoteo en su segunda epístola: “Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su aparición y por su reino: Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina; pues vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina, antes, deseosos de novedades, se rodearán de maestros conforme a sus pasiones, y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú vela en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio.”
Por supuesto que comparto, como no podía ser de otro modo, la gran mayoría de las reflexiones y comentarios del papa en la desafortunada entrevista, puede que con matices, pero sin distancias insalvables.
Pero el párrafo con que he abierto esta entrada, que tanto me está costando escribir, es una daga en el corazón de este católico.
Si el propio papa admite que en el Concilio Vaticano II hay “líneas de discontinuidad”, es que ya es hora de revisar y corregir los errores.
Porque en la transmisión del Evangelio, que es la misión fundamental de la Santa Madre Iglesia, no puede haber discontinuidades.
Al parecer los propósitos del Santo Padre Juan XXIII en su discurso de apertura del concilio no se alcanzaron:
“… el Concilio Ecuménico XXI —que se beneficiará de la eficaz e importante suma de experiencias jurídicas, litúrgicas, apostólicas y administrativas— quiere transmitir pura e íntegra, sin atenuaciones ni deformaciones, la doctrina que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres; patrimonio que, si no ha sido recibido de buen grado por todos, constituye una riqueza abierta a todos los hombres de buena voluntad. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que desde hace veinte siglos recorre la Iglesia. La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo difusamente la enseñanza de los Padres y Teólogos antiguos y modernos, que os es muy bien conocida y con la que estáis tan familiarizados. Para eso no era necesario un Concilio. Sin embargo, de la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión, tal como resplandecen principalmente en las actas conciliares de Trento y del Vaticano I, el espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se de un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del "depositum fidei", y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta —con paciencia, si necesario fuese— ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral. Al iniciarse el Concilio Ecuménico Vaticano II, es evidente como nunca que la verdad del Señor permanece para siempre. Vemos, en efecto, al pasar de un tiempo a otro, cómo las opiniones de los hombres se suceden excluyéndose mutuamente y cómo los errores, luego de nacer, se desvanecen como la niebla ante el sol.”
Mi esperanza y la de todos los católicos sigue intacta porque no se basa en las palabras de ningún hombre, se arraiga en la promesa de Nuestro Señor Jesucristo: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
“Solemnemente os hemos ordenado que no enseñaseis sobre este nombre, y habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina y queréis traer sobre nosotros la sangre de ese hombre. Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndole de un madero. Pues a ése le ha levantado Dios a su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y la remisión de los pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo que Dios otorgó a los que le obedecen”.
Lo siento, y me duele, pero no puedo estar de acuerdo con el Santo Padre. De hecho no podría estar más en desacuerdo.
Ya desde el principio de su pontificado me ha invadido una extraña de sensación de incomodidad e inquietud, un sentimiento de orfandad espiritual, que quise identificar simplemente con la nostalgia de estos años con un teólogo al frente de la nave de Pedro, y por eso traté de adaptarme a los cambios. Pero no puedo.
La condescendencia e incluso el explícito desprecio de los católicos, entre los que me incluyo, decididos a luchar contra viento y marea, contra el mundo, enemigo del alma junto al demonio y la carne, para defender, custodiar y trasmitir la tradición, el culto a Dios en espíritu y en verdad a través de la belleza de la liturgia, que es el centro de la vida cristiana, es una herida abierta en el corazón.
Que nuestro papa Francisco identifique el autoritarismo como propio de las “derechas”, me parece de una ignorancia y, cuando menos, de una falta de delicadeza preocupantes. Por lo visto las sanguinarias dictaduras marxistas del siglo XX, y el XXI, eran y son un ejemplo de democracia, diálogo y conciliación.
“… jamás he sido de derechas. Fue mi forma autoritaria de tomar decisiones la que me creó problemas”.
Y con todo, sus opiniones políticas, con sorprenderme, me dejan bastante frio. Soy ya demasiado mayor para escandalizarme por eso.
“No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar”.
Lo siento Santo Padre pero no, no podemos callar. Mientras un solo niño inocente sea descuartizado en el vientre de su propia madre, a la que los gobernantes y la sociedad animan y empujan a cometer semejante crimen salvaje y despiadado, no podemos permitirnos callar.
Y el único contexto válido es lo que San Pablo le escribe a Timoteo en su segunda epístola: “Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su aparición y por su reino: Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina; pues vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina, antes, deseosos de novedades, se rodearán de maestros conforme a sus pasiones, y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú vela en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio.”
Por supuesto que comparto, como no podía ser de otro modo, la gran mayoría de las reflexiones y comentarios del papa en la desafortunada entrevista, puede que con matices, pero sin distancias insalvables.
Pero el párrafo con que he abierto esta entrada, que tanto me está costando escribir, es una daga en el corazón de este católico.
Si el propio papa admite que en el Concilio Vaticano II hay “líneas de discontinuidad”, es que ya es hora de revisar y corregir los errores.
Porque en la transmisión del Evangelio, que es la misión fundamental de la Santa Madre Iglesia, no puede haber discontinuidades.
Al parecer los propósitos del Santo Padre Juan XXIII en su discurso de apertura del concilio no se alcanzaron:
“… el Concilio Ecuménico XXI —que se beneficiará de la eficaz e importante suma de experiencias jurídicas, litúrgicas, apostólicas y administrativas— quiere transmitir pura e íntegra, sin atenuaciones ni deformaciones, la doctrina que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres; patrimonio que, si no ha sido recibido de buen grado por todos, constituye una riqueza abierta a todos los hombres de buena voluntad. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que desde hace veinte siglos recorre la Iglesia. La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo difusamente la enseñanza de los Padres y Teólogos antiguos y modernos, que os es muy bien conocida y con la que estáis tan familiarizados. Para eso no era necesario un Concilio. Sin embargo, de la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión, tal como resplandecen principalmente en las actas conciliares de Trento y del Vaticano I, el espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se de un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del "depositum fidei", y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta —con paciencia, si necesario fuese— ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral. Al iniciarse el Concilio Ecuménico Vaticano II, es evidente como nunca que la verdad del Señor permanece para siempre. Vemos, en efecto, al pasar de un tiempo a otro, cómo las opiniones de los hombres se suceden excluyéndose mutuamente y cómo los errores, luego de nacer, se desvanecen como la niebla ante el sol.”
Mi esperanza y la de todos los católicos sigue intacta porque no se basa en las palabras de ningún hombre, se arraiga en la promesa de Nuestro Señor Jesucristo: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
“Solemnemente os hemos ordenado que no enseñaseis sobre este nombre, y habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina y queréis traer sobre nosotros la sangre de ese hombre. Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndole de un madero. Pues a ése le ha levantado Dios a su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y la remisión de los pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo que Dios otorgó a los que le obedecen”.
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